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Señalo, antes de pasar al punto que me interesa discutir, mi coincidencia con Juan Laxagueborde en que la reseña de Maximiliano Crespi a La libertad total (Bajo la Luna, 2013) publicada en la revista Ñ es realmente desconcertante. No se entiende bien a qué viene ese ataque virulento, malintencionado, carente de todo atisbo de descripción o análisis, contra el nuevo libro de Pablo Katchadjian, al que se acusa de presentar “una trama morosa, absurda y ajena a toda gestión de verosímil”, de practicar un juego estéril en el que “su cáscara de ironía reproduce la superstición canalla que deroga los efectos políticos de la literatura a favor de un conformismo sumiso que licúa su potencia afirmativa”. Impresiona que alguien pueda, a esta altura del partido, sostener ese lenguaje solemne y situarse en esa posición de crítico-censor (como bien dice Laxagueborde), para desde allí reclamarle compromiso con la realidad, suponiendo que alguien supiera qué quiere decir eso, a un texto que se presenta abiertamente como un ejercicio literario experimental. Debo decir también que no encuentro el último libro de Katchadjian particularmente interesante. No creo que eso sea motivo suficiente para afirmar que, con su “cinismo” o su “impotencia”, el libro haya colaborado en la perpetuación de todas las horribles injusticias sociales que golpean nuestro mundo. Mi incomodidad con La libertad total es más modesta y deriva de la sospecha de que la tradición vanguardista en la que se sitúa, en la estela del Beckett de Esperando a Godot y Fin de partida, está hoy agotada. Se trata sin dudas de un libro inteligente, ágil, bien resuelto. Es eso, pero no mucho más.
Paso ahora a la intervención de Laxagueborde, que vuelve sobre el viejo tópico literatura y política. Lo primero que quiero señalar es que su crítica presenta dos argumentos no sólo divergentes, sino inconciliables. Por un lado, afirma que el problema con la reseña de Crespi no radica en sus presupuestos ideológicos sino en la baja calidad de su performance. El suyo es un “materialismo falso”, al que opone el “mejor materialismo luckacsiano” de la revista Planta; la suya es una esgrima verbal inconducente a la que opone la “buena” esgrima verbal de Correas, Viñas y Ferrer, de quienes, nos dice, hay mucho que aprender. Tengo mis serias dudas de que tengamos “tanto” que aprender de ellos, al menos en el sentido directo en el que entiendo que lo dice Laxagueborde, es decir, sin someterlos a un minucioso y violento trabajo de relectura. Pero dejemos de lado a los padres y veamos qué pasa con la pelea entre hermanos. “Quienes se toman demasiado en serio la ‘potencia política de la literatura’ justifican su rol autoproclamándose caracterizadores, cuando no censores, de la ‘verdad’”, dice Laxagueborde de Crespi. Pero esa frase lapidaria ¿no podría aplicarse al “buen materialismo luckacsiano” de gran parte de los artículos de Planta o los suyos? ¿Todo se reduce entonces a que la crítica “comprometida”, “lukacsiana”, “materialista”, “censora”, es “buena” cuando descarga su artillería sobre libros y autores que no nos gustan, pero no cuando se ensaña con los que sí? Ahora bien, la distinción entre crítica materialista “buena” y “mala” es en realidad secundaria en la intervención de Laxagueborde. Su argumento central es un ataque al conjunto de la crítica comprometida, a todos aquellos que se toman demasiado en serio la “potencia política de la literatura” y que por lo tanto no son capaces de ver que “Katchadjian reconoce la inutilidad de lo estético como ‘intervención’ política y se relaja tratando de imaginar”. Este argumento me parece mucho más interesante que el otro, pero me pregunto, ¿es realmente consciente Laxagueborde de lo que implica? ¿Está dispuesto a suscribirlo hasta sus últimas consecuencias? Quiero decir: el suyo es un argumento totalmente coherente con una posición como la del filósofo pragmatista Richard Rorty, cuando plantea que la política y la estética manejan vocabularios incompatibles y que por lo tanto es un error querer conectarlas, por lo que la mejor actitud es jugar diferentes juegos en cada uno de esos campos: ser por un lado un “liberal público” (alguien que, en política, trata de reducir al mínimo el sufrimiento innecesario) y, por otro lado, un “ironista privado” (alguien que, en las prácticas privadas –las estéticas entre otras– busca potenciar al máximo la autonomía para llevar adelante proyectos de “autocreación” sin que nadie se entrometa, lo que no es muy distinto del “relajarse e imaginar” que Laxagueborde celebra en Katchadjian).
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