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Una de las tantas paradojas que recorren los años noventa podría resumirse en la tensión entre una declarada vocación histórica, encarnada en la nueva historiografía del arte liderada mayoritariamente por un grupo de jóvenes investigadores provenientes de la Universidad de Buenos Aires —quienes en el transcurso de la década renovaron la narración tradicional a través de nuevas perspectivas teórico-metodológicas—, y una posición poética inmanentista y de fuerte rechazo al discurso crítico, representada en el programa artístico-curatorial que Jorge Gumier Maier desplegó mientras dirigió la galería del Centro Cultural Ricardo Rojas, entre 1989 y 1996.
Por supuesto que la escena del arte no se cerraba en esta dualidad, pero lo cierto es que esta visión antitética atravesó la discursividad de la época, a punto tal de producir una fuerte fractura entre el ámbito académico y la producción artística contemporánea. En 1993, Gumier Maier interpelaba a los historiadores del arte en el seno mismo de la Facultad de Filosofía y Letras con la pregunta “¿Por qué tiene que desaparecer la carrera de Historia del Arte?”, en el marco de la presentación de la revista Nartex, que editaban Horacio Torres y Verónica Tell. Algunos testigos de la contienda recuerdan que finalmente Gumier Maier no fue tan agudo como su lema hacía suponer.
Por medio de estrategias y presupuestos teóricos muy diferentes, lo cierto es que ambas corrientes procuraron revisar el canon del arte moderno incorporando temas, episodios y artistas olvidados por la agenda oficial. En este sentido, la década de 2000 no puede ser pensada sin la renovación historiográfica que arrojó una serie de publicaciones que conformaron la nueva biblioteca del arte argentino (desde Del Di Tella a “Tucumán arde” de Longoni y Mestman a Vanguardia, internacionalismo y política de Giunta, entre otros); y sin considerar la crítica a la narración heteronormativa que encarnó la práctica artístico-curatorial de Gumier Maier, que se encuentra en el centro de las nuevas subjetividades que tomaron la escena pública crisis mediante.
Lejos de la erudición clásica del oficio del historiador y no menos alejado de la práctica del curador artista que emergió como árbitro en los años precedentes, Santiago Villanueva es una figura antropofágica que parece devorar una serie de roles y posiciones del campo del arte en su configuración más convencional: artistas, críticos, curadores, investigadores, gestores de arte y coleccionistas desfilan de una u otra forma en los proyectos artísticos bajo su orquestación.
La historia del arte es el centro de sus proyectos, y Carlos Huffmann nos daba una pista en una reseña que apareció en este mismo medio en junio de 2014, donde sostenía que el artista “utiliza el seco lenguaje visual de la academia como estética”. Sin embargo, el modo de abordaje difiere del método científico no por desconocimiento, sino más bien porque Villanueva es un artista entrenado en la investigación académica que utiliza sus herramientas para intervenir la narración histórica creando dispositivos que rescatan sistemas visuales del pasado (que ha hecho de la museografía moderna una marca de estilo con ciertos excesos retóricos), fuentes documentales, relatos, obras y artistas, y que transforma así la trama del arte en materialidad para su obra.
Quizás uno de sus mayores aciertos haya sido comprender que en la contemporaneidad el “combate por la historia” no sólo se produce batallando con textos, sino confrontando los artefactos visuales del pasado.
Santiago Villanueva, ¡O descifras mi secreto o te devoro!, Isla Flotante, Buenos Aires, 14 de mayo – 2 de julio de 2016.
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