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El carácter postelevisivo de Netflix ha llevado a la cadena de streaming a coquetear con la ciencia ficción a modo de proclama y reflejo autoconsciente de sus influyentes alcances y efectos distópicos, aunque de ese apartado algorítmico-audiovisual hasta ahora no han salido más que especímenes visualmente cautivantes pero conceptualmente trastabillantes, sacando el caso de la nacida-en-un-viejo-canal-televisivo y por eso excepcional Black Mirror. Es lo que ocurre con Altered Carbon, la serie ciberpunk basada en la novela homónima de Richard Morgan que metaboliza policial negro, hard boiled y futurismo con carcasa espectacular y alma de telenovela.
Takeshi Kovacs (Joel Kinnaman), mercenario y terrorista de ascendencia eslavo-japonesa, asesinado en plena cruzada contra la aristocracia inmortal, despierta varios cientos de años después en el semblante fisicoculturista del ex agente Elias Ryker, contratado por el millonario Laurens Bancroft (James Purefoy) para resolver la sospechosa muerte de él mismo. Kovacs, obligado a abandonar sus principios (u ocultarlos) para mantener su pseudolibertad, se embrolla en una pesquisa de la que se desmenuzan eslabones como la agresión a una prostituta que sobrevive en una realidad virtual o el acecho de un ghostwalker inmune a la software-vigilancia, y en la que rondan personajes secundarios como la policía-amante mexicana Kristin Ortega (Martha Higareda) o el conserje del hotel El Cuervo de nombre Poe (Chris Conner), en cita ingenua à la Lost.
El avance ubicuo y al límite de las posibilidades de la genética, la tecnología digital y la realidad virtual es la base epistemológica sobre la que Altered Carbon ensaya sus acrobacias argumentales (en las que se apelmazan clonación, transmigración, reencarnación, tráfico de cuerpos, intercambio de identidades, coexistencia de lo real-virtual, hologramas, cámaras, geolocalizadores, implantes cíborg, impresoras 3D) y literales, ya que el recio Kovacs es más propenso a las piñas que a la elegancia cerebral de un Auguste Dupin. Lo que podría ser un don —la condensación de una trama ambiciosa, enmarañada y dislocada en una superficie sofisticada de superacción— se vuelve frankenstein errático y desencantado: la creación de Laeta Kalogridis (cuyo ácido ribonucleico fílmico iluminadoramente incluye guiones de La isla siniestra, Terminator Génesis y Alexander) copia y pega la estética de ciudad avanzada, escapista y decadente de Blade Runner —con inclusión del jazz y el lirismo sintético new age—, rellena contenido con luchas de circo romano superheroico y diálogos de efectismo pueril y corta la tensión con condescendientes escenas de domesticidad latina entre la oficial Ortega y su madre que recuerdan más a Coco (2017) que a una recreación verosímil, como si las intenciones originales hubieran germinado de pronto en un organismo que les es ajeno.
Perdida en su propio limbo de alusiones, Altered Carbon está destinada a ser un mero ensayo de probeta del Netflix más mesiánico, un ADN de temporada al que posiblemente le esperen ejemplares mejorados. Curiosamente, el “carbono alterado” designa la alquimia clave que libera al espíritu de las células con la consecuencia imprevista de que, en vez de alcanzar con él un estado de esplendor, la humanidad se empantana en una pesadilla de miseria retro, entrópica y residual.
Altered Carbon, creada por Laeta Kalogridis a partir de una novela de Richard Morgan, Netflix, 2018, 10 episodios.
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