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Dos disparos

Martín Rejtman

CINE y TV

Ese organismo (mejor dicho: ese organigrama) más o menos definido, obediente a las tradiciones clásicas de la lógica y la estructura, que en las narraciones de cualquier género se conoce como historia y del que se espera un funcionamiento y una economía razonables, no tiene cabida en Dos disparos, de Martín Rejtman.

Una de las claves de su arte consiste en dejar que las historias que se cuentan hablen desde el interior de los personajes, yacimientos ultrasecretos de los que cada tanto se fugan algunas señales que se pierden en el aire. Esas señales, lejos de constituir la identidad de los héroes de Rejtman, reconocibles por sus silencios aterradores y sus parlamentos descerebrados, por lo general no conducen a otra cosa que al desconocimiento.

De sus personajes sólo sabemos lo que hacen, nunca lo que piensan ni lo que sienten. Tampoco podemos saber del todo el sentido de lo que dicen, porque nada de lo que digan será otra cosa que una reproducción. Hablan —este es el punto más monstruoso del sistema de Rejtman y, quizás, su elemento más naturalista— como si estuvieran leyendo de corrido o, mucho peor, como si alguien les estuviera dictando párrafos totalmente ajenos a sus intereses, como sucede con la ventriloquia. Se trata de una honestidad artística que no abunda en el cine que, por comodidad, lleva más de un siglo parasitando las formas ordinarias de la vida pero que a veces (en el micrófono boom de John Cassavettes; en las conversaciones de las primeras películas de Hal Hartley) revela su condición de aparato mediante la presencia de unas hilachas que nos recuerdan la farsa.

Lo que ocurre en Dos disparos es que, planteada una vez más la farsa del cine —y desactivando violentamente la operación religiosa cada vez más anacrónica que nos hace creer en él—, irrumpe de manera indirecta, incluso por oposición a sus factores comunes, la verdad de la vida. Lo hace ridiculizando el lenguaje como instrumento natural de la comunicación humana, desactivando la idea de que las personas asumen, descubren o simplemente tienen una identidad, y postulando que “las historias” (las historias en sí mismas, no su organización) no tienen por qué ser fenómenos afectados a la progresión desarrollista, es decir, a las ideas de principio y fin. Para Rejtman, una historia no sólo puede no terminar; también puede no empezar. La prueba es que la primera escena de Dos disparos es una escena final (de cualquier otra película, no de una de Rejtman), mientras que la escena final tiene la modalidad de un principio (de una película hecha por cualquiera).

Pero lejos de ser una inversión manierista donde el sí se cambia por el no y el no por el sí, las escenas cruciales de Dos disparos actúan en los depósitos secretos de la película. Además de la primera, donde ocurren los dos disparos que fracasan si, como pensamos, forman parte del plan de suicidio de Mariano (a cambio, el éxito de esa escena es no darle a la película la identidad plena de un suicida), existe aquella otra en la que su madre se va de vacaciones con unos desconocidos. En ambos personajes, aun cuando nos den la intimidad espectacular de su imagen, lo más importante, acaso lo único importante, es lo que se guardan.

La pregunta sobre dónde está la historia de una película es siempre una pregunta por la forma. En Dos disparos, esa forma tiene cierta condición líquida. Los episodios, de los que nadie podría decir que no están tendidos como una línea de continuidad, se filtran entre sí, desembocan uno en otro y, finalmente, se deshacen en una materia tan amplia, matizada y solidaria entre sus partes que no debería tener otro nombre que universo. El universo restringido y lacónico de un autor que, sobre la base de lo que no se puede contar, es capaz de representar sistemas enormes.

 

Dos disparos (Argentina, 2014), guión y dirección de Martín Rejtman, 105 minutos.

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