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No es un secreto: a Nicolas Winding Refn le obsesionan las imágenes bellas. Tampoco es un pecado, como pretenden tantos en este extraño caso de incomodidad generalizada por la misma, incomprensible razón: que filma muy bien (aunque con poca sustancia, agregan siempre). Preciso, maniático de la simetría y los detalles, fiel creyente del cine como el más grande de los artificios, Winding Refn es capaz de pintar de rojo la piel de un preso para que su celda luzca más dramática en el (poderoso) punto cumbre de Bronson (2008). O de encontrar lo sublime en el bar más sórdido de Bangkok, donde, pulcro y elegante, el Ángel de la Venganza entona canciones dulces, iluminado celestialmente, en Sólo Dios perdona (2013). No hay que sorprenderse de que en su nueva cinta sólo importe la belleza. Ya sin metáforas que medien entre forma y contenido, El demonio neón es un escándalo para sus detractores. La anécdota que la anima es, como en la mayoría de los trabajos del cineasta danés, mínima: Jesse (Elle Fanning), una chica recién llegada a Los Ángeles, busca una oportunidad como modelo. Mientras su carrera despega, vive en un hotel de mala muerte, donde se topa con algunos personajes bizarros (Hank, el dueño del lugar interpretado por Keanu Reeves, entre ellos). Tan ingenua y natural como sólo se puede lucir a los dieciséis años, la protagonista ha llegado en el momento perfecto para sobresalir y ganar los trabajos más importantes. Las consagradas la odian, el gremio la admira (por ejemplo Ruby, la maquillista encarnada por Jena Malone). No hay más.
Para Winding Refn el guión es apenas una hoja de ruta. Prácticamente niega el principio de escritura, hoy tan celebrado en las series de televisión (que el cine se distancie de la pantalla chica, por buenos contenidos que esta ofrezca, es una buena noticia, por otra parte). El lenguaje —los diálogos— tiene poco peso en su narrativa, que se sostiene en la sucesión de imágenes de rigurosa composición visual. El demonio neón es una película formada casi exclusivamente por tableaux vivants, que sin embargo carecen de referente pictórico. Winding Refn tiene en mente, en cambio, el cine de explotación: sustituye la estética barata de las producciones de bajo presupuesto con una hiperestilizada e hipnótica puesta en imágenes, mezcolanza posmoderna que excede la imaginación del Tarantino más inspirado.
La película literaliza ciertas metáforas, que se ajustan con precisión a los nuevos ambientes de Jesse, donde la belleza es absolutamente todo: "Te van a comer viva", "Te van a sacar los ojos", etc. Diversos textos psicoanalíticos hablan de la relación entre la psicosis y la pérdida de capacidad para identificar las metáforas. Un vínculo que explicaría el comportamiento de algunos personajes y la vuelta de tuerca que remata la primera parte: cuando el sueño americano se consuma, se activan un par de provocadores ejes temáticos, totalmente deudores, una vez más, del exploitation film. Resulta provechoso pensar además en las investigaciones lingüísticas de Roman Jakobson, quien encontró que algunos casos de afasia (el trastorno que impide o dificulta comunicarse a través del habla, la escritura o la mímica, debido a lesiones cerebrales) se relacionan con la imposibilidad de identificar las metáforas. ¿Es entonces un pecado que Winding Refn, cuyo medio son las imágenes en movimiento, renuncie a la metáfora, uno de los grandes privilegios del lenguaje, para decantarse exclusivamente por el acto de ver? El cine, como sabía bien Stanley Kubrick —otro referente del director danés—, es artificio puro. Nada, salvo fijar los ojos en la imagen, es natural en él. Encontrar vacío en una película tan bella como El demonio neón es responsabilidad de quien la mira.
The Neon Demon (Francia/Dinamarca/EEUU, 2016), guión de Mary Laws, Nicolas Winding Refn y Polly Stenham, dirección de Nicolas Winding Refn, 118 min.
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