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Sobre «El artista más grande del mundo», el arte contemporáneo y el punto de vista

DISCUSIÓN

Leo con gusto a Juan José Becerra desde sus primeras novelas y sigo sus columnas filosas sobre la actualidad, escritas con una mezcla de brío, lucidez y gracia rara en la prensa cultural. Becerra casi nunca piensa lo ya pensado, rehúye invariablemente el lugar común y argumenta con una prosa chispeante, categórica, a veces letal, tensada con arcos voltaicos de intensidad así hable de la Pampa carnívora, el Indio Solari o Mirtha Legrand. Todo, casi todo, puede pasar por su implacable mesa de disección para aparecer destripado, macerado o sazonado en el menjunje impetuoso de la novela, el ensayo o la columna semanal.

Pero confieso que más de una vez sus novelas se me atragantan en las escenas eróticas, la caída deliberada en el porno o el alarde de procacidad y, aunque reconozco que hay ahí una determinación o un cortocircuito del punto de vista que alguna vez tendría que pensar mejor, no siempre consigo perseverar. Pero perseveré con la última, El artista más grande del mundo, genio y figura del encumbradísimo y archimillonario artista del título, Esteban Krause, escrito por Alejandro Del Valle, un amigo suyo escritor. La sátira desaforada sobre el arte contemporáneo también se me atragantó, pero sospeché otro cortocircuito del punto de vista, quizás el mismo, que de una vez por todas tenía que pensar mejor.

Antes, un resumen meramente estructural: en “la novela de Krause”, como la llama Del Valle, el “catálogo razonado” de la obra del artista se alterna con la rumia mental del escritor y con abundante gimnasia sexual de los dos con Flavia y Greta, las groupies escultóricas y descerebradas que también se alternan en el kamasutra o las fantasías del artista y, sobre todo, del escritor. Como siempre, Becerra derrocha ingenio y talento narrativo, esta vez con el desafío añadido de contarlo todo con una prosa más suelta, “sin control de calidad”, amparándose en un truco argumental: paralizado por un terrible dolor de espalda, Del Valle le dicta la novela a una máquina que transcribe fielmente su voz pero no lo deja corregir ni borrar. El truco parece funcionar y Becerra se suelta en todo, en la ferocidad de la sátira, la escalada perversa del artista, la acrobacia del porno y la inventiva de la lengua procaz. Pero el epicentro de la farsa es Krause, una especie de Frankenstein de algunos de los artistas más polémicos y más cotizados del arte internacional, y sobre todo su obra, un engendro megalómano, espectacularmente abyecto, arte total, compuesto con rezagos de las obras más escandalosas de los Young British Artists (que escandalizaron al mundo del arte en la muestra Sensation hace exactamente veinte años), el peor Olafur Eliasson, el peor Santiago Sierra, con broche final de Orlan. Hay cameos reconocibles de obras de otros artistas, incluido el meteorito El Chaco del dúo local Faivovich & Goldberg y un desfile caprichoso de nombres de artistas reales, irreductibles a un denominador común: Ron Mueck, Louise Bourgeois, Yayoi Kusama, Isa Genzken, Marc Quinn. El blanco aparentemente preferido de la sátira es sin embargo el sistema del arte y sus instituciones, los museos, las galerías, los curadores, los coleccionistas, los críticos, las revistas de arte y demás agentes sólo funcionales al rédito millonario de las casas de subastas y el mercado, pero también un público de ignorantes y esnobs, todos confabulados o entrampados en la gran estafa de una suprainstitución: el arte contemporáneo. Por detrás de las estocadas satíricas asoma una vieja querella entre el arte y la literatura, que alimenta las ironías del escritor Del Valle, su velada jactancia y su resentimiento, cuando no su rivalidad sexual.

La farsa, a los fines humorísticos, abunda en el trazo grueso pero es ahí precisamente donde el punto de vista se revela como una coartada engañosa, una carta equívoca de inmunidad. Becerra podría decir (y lo ha dicho) que los juicios, las ironías y el resentimiento son del narrador-escritor Del Valle, con quien a veces coincide (también lo ha dicho) y a veces no. Pero ¿qué piensa Becerra, el autor de la novela que escribe Del Valle? La sátira que arremete contra el “arte contemporáneo” in toto, indiscriminadamente, como si se tratara de un producto seriado, una marca, una plaga universal, ¿es suya o no? También parece correr por cuenta de Del Valle el porno hot (un poco excesivo si es “la novela de Krause”) y un machismo guarango que, al menos a las mujeres y a los varones recuperados de esa tara, difícilmente les haga mucha gracia. Becerra podría decir que es así el personaje que quiere pintar, con el escarnio añadido de Flavia Páez, doble ficticio de Flavia Palmiero, ex del padre de Mauricio Macri. Pero, una vez que esos rasgos del personaje quedaron claros, una vez que ya entendimos, ¿quién se regodea en el recurrente kamasutra? ¿Quién insiste e insiste en la ninfomanía de esas mujeres, su sumisión imbécil a los geniales o reflexivos varones de la novela? Y más equívoco todavía, ¿quién dice en un excurso metafísico sobre Greta: “Todo lo que es se reduce a su figura, y basta verla para reconocer la importancia del silencio en las mujeres hermosas”? Del Valle, dirá Becerra, pero ¿hacía falta repetirlo sin ninguna ironía en los tiempos que corren? (Un equívoco similar, si vamos al caso, inquietaba en la última novela de Martín Kohan, Fuera de lugar, más espinoso todavía, tratándose de un narrador en tercera persona y un asunto más urticante, la pedofilia. Porque ¿quién cincela la trabajadísima prosa de la escenas de pedofilia de la novela? ¿Y quién multiplica los diminutivos? ¿Quién escribe “nenito”, “pechito”, “oscurito”? ¿Un vago indirecto libre sin referente preciso? Kohan seguramente dirá —y lo ha dicho— que quería incomodar y sin duda lo logró, pero a él, que escribió esas escenas, ¿no lo incomoda el equívoco? ¿No lo incomoda en este caso la elegancia de la prosa?). Para un contraejemplo ilustrativo, conviene leer un cuento de Aira, “Taxol”, y atender a las denodadas maniobras del punto de vista para “transcribir” el soliloquio fascistoide, sádico y misógino de un taxista cordobés, sin duda un homenaje velado a Osvaldo Lamborghini, otro contraejemplo oportuno.

Pero volvamos al arte y a la literatura que es lo que cuenta en El artista más grande del mundo, o mejor, volvamos al diálogo entre literatura y arte que está en el origen de la novela ya no de Del Valle, sino de Becerra. Ese camino de doble dirección tiene una larga historia en la tradición argentina, sobre todo en un tipo particularmente fecundo que no es temático ni ilustrativo: no ya la literatura que habla de arte o cuyos protagonistas son artistas (de la que hoy abundan ejemplos en todas las literaturas, algunos muy buenos como El mapa y el territorio de Michel Houellebecq, que crea un artista y su obra completa sin ninguna ironía), sino la literatura que en diálogo con el arte (y viceversa) concibe nuevas formas literarias y artísticas, y por lo tanto redefine el arte y la literatura. Basta pensar en los usos creativos de la copia en “Pierre Menard, autor del Quijote” que inspiró a tantos artistas de todas partes, en el artefacto duchampiano de Rayuela de Julio Cortázar, en la traducción narrativa del pop art de Manuel Puig, en los robos y desvíos de las ficciones de Ricardo Piglia, en la impronta conceptual de toda la obra de César Aira y, más cerca, en las de Pablo Katchadjian o Ezequiel Alemián. En la dirección inversa, basta pensar en la obra de Fabio Kacero, a quien no le falta humor pero conoce muy bien “el listón finito” del arte conceptual (la definición es suya) “siempre a punto de caer del lado de su propia tontería”. El “a punto” es fundamental.

La novela de Becerra no sólo está del lado de las primeras, las del diálogo temático, sino que lejos de encontrar en el arte contemporáneo alguna inspiración formal o alimento conceptual, alienta más bien, a fuerza de una sátira omnívora, al “Enemigo militante del Arte Contemporáneo”, para usar una fórmula de Aira en un ensayo reciente, “Sobre el arte contemporáneo”. Este “engranaje fundamental del sistema”, a juicio de Aira, con sus ejemplos difamatorios de “cualquier cosa” (cuando ese “cualquier cosa”, precisamente, define su libertad y su creatividad) parece caracterizar muy bien las “fantasías agresivas” de la novela: el Enemigo militante del Arte Contemporáneo “argumenta y vocifera contra el fraude de estos vagos que se han hecho millonarios gracias al esnobismo de la masa […] y se ensaña ejemplificando las ridículas obras de arte (‘arte’ con fuertes comillas) del Arte Contemporáneo”. Supongo que Becerra, admirador devoto de Aira, diría una vez más que eso le cabe en todo caso a la novela de Del Valle, un personaje de ficción, pero los comentarios de escritores y críticos inteligentes (Beatriz Sarlo, Pablo Gianera o Daniel Guebel), que conocen muy bien la diferencia entre el narrador y el autor, que aplauden la sátira de Becerra y hasta contribuyen con otros ejemplos del arte contemporáneo, llevan a pensar lo contrario. Claro que Becerra puede aún tomar distancia y argumentar que la sátira sólo apunta al sistema del arte. Pero tratándose de un escritor que difícilmente cae en el clisé, ¿hace falta a esta altura burlarse de la mercadotecnia del arte contemporáneo? Para una comprobación más actual, basta ver las fotos recientes del joven coleccionista japonés posando con su look hipster junto a un Basquiat por el que acaba de pagar 110,5 millones de dólares en una subasta de Sotheby’s. Pero aun en ese caso groseramente elocuente, ¿dicen algo las fotos y la cifra obscena sobre la obra de Basquiat?

Retomo un argumento que ahora, frente a la novela de Becerra, me parece todavía más oportuno. El arte contemporáneo, convengamos, se ha vuelto un blanco fácil para la diatriba. Motivos no faltan para radicalizar las sospechas que despierta al menos desde Duchamp, acrecentadas por la expansión eufórica de un mercado global multimillonario, sustentado en una trama proliferante de instituciones, funcionales en muchos casos a la conversión del arte en inversión rentable para el capital globalizado. En medio de ese paisaje, la figura más difundida del artista contemporáneo no es menos sospechosa y es objeto de toda suerte de ironías filosas. “El artista contemporáneo”, escribe el filósofo británico Simon Critchley, “se ha convertido en el modelo aspiracional del nuevo trabajador: creativo, no convencional, flexible, nómada, creador de valor y en viaje permanente. En un paradigma laboral posfordista definido por el trabajo inmaterial, los artistas son los empresarios perfectos y encarnan la nueva bohemización falsa del lugar de trabajo. Ser artista contemporáneo parece divertidísimo; es como ser estrella de rock en los setenta, salvo que se puede llegar a vivir más años”. Pero Critchley, en realidad, quiere defender al arte contemporáneo; al menos, dice, hasta cierto punto. Viene de argumentar que, con todas sus deformidades, “el arte contemporáneo se ha convertido en el principal espacio de articulación de significados culturales, sean buenos, malos o mediocres”, un espacio que hasta entonces había ocupado la literatura, cuando “los custodios de la cultura eran críticos literarios o críticos sociales, a menudo formados en literatura”. Difícil no compartir ese diagnóstico sombrío respecto del lugar de la literatura y el reconocimiento de la centralidad del arte contemporáneo como espacio privilegiado de debates estéticos y culturales, aunque me pregunto si en el proceso que describe Critchley (muy buen crítico de arte contemporáneo, además) hay un salto radical o un simple cambio cuantitativo: si salvamos unos cuantos ceros en las cifras que están en juego, siempre hubo artistas y meros productos de la mercadotecnia, como también los hay en la literatura. Pero es quizás esa posición desplazada del escritor frente al artista contemporáneo la que alimenta el resentimiento de Del Valle, la nostalgia o cierta jactancia purista de Becerra. Pero ¿cabe la sátira exclusiva del mundo del arte en ese caso? No faltan hoy los escritores globetrotters que circulan por los festivales de literatura como algunos artistas contemporáneos por las bienales, publicitan sus libros en facebook y en twitter como microemprendedores o galeristas de sus propias obras, y buscan el reconocimiento y las dádivas del éxito con el mismo desparpajo y el mismo desembozado narcisismo. La diferencia es sólo de unas cuantas cifras en los réditos y el glamour de las fiestas, un motor no menor del resentimiento.

La discusión más jugosa sobre el juicio y la atribución de valor en el arte contemporáneo no es ajena a El escritor más grande del mundo, pero no encuentra lugar en las ironías de Del Valle ni en la sátira de Becerra. Una pena. Hilando más fino, hay unos cuantos pensadores y escritores de nuestro tiempo que, antes que reeditar una vieja querella o escarnecer a sus contemporáneos artistas, han preferido pensar con el arte o recrear la literatura en el encuentro: Barthes, Lyotard, Rancière, Nancy, Latour, Sebald, Lydia Davis, Mario Bellatin, Ben Lerner, Tom McCarthy… y la lista podría seguir. A los ochenta y cinco años, Alexander Kluge, un francfortiano de los pocos que quedan, acaba de publicar su segundo libro inspirado en obras conceptuales de Gerhard Richter, uno de los más cotizados artistas vivos. El descomunal Atlas de fotos encontradas, recortes de prensa y bocetos que Richter reunió durante casi cuatro décadas también se prestaría, por qué no, a la sátira indiscriminada de Del Valle o de Becerra.

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