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La sonrisa secreta

Susana Muzio Sáenz-Peña

LITERATURA ARGENTINA

Los artistas de Susana Muzio Sáenz-Peña no son performers, no dictan decálogos de subversión estética, no pretenden ninguna autosuperación del deseo y, si se puede decir que resultan excéntricos (como indica la doxa), lo son a su pesar: excéntricos porque deben vivir –sobrevivir– atentos frente a la contingencia, que, se sabe, escapa al cálculo y al algoritmo. El horizonte del artista se define como una asíntota en la cual el objeto está siempre presente pero no existe la manera de acercarse sin romper la ilusión de la visibilidad.

Artistas porque la precisión –dejemos los escrúpulos– es condición de posibilidad de su arte. El arte es una apuesta, una forma de la indeterminación y el peligro, y es una elección a la que es imposible renunciar sin sortear la idea misma de artista para que la acción –artística– sea efectiva, inolvidable en el tiempo, incomprensibles sus protocolos, irrepetible su mecánica.

En La sonrisa secreta, Muzio rompe el silencio con cuatro narraciones totalmente fuera del gore, de las predestinaciones apocalípticas, del denuncialismo disfrazado y de la payada autobiográfica. Las palabras y las cosas operan juntas, cortar esa juntura se lee como traición o sobredeterminación de un juramento nunca tomado. ¿O no están las palabras por un lado, las cosas por el otro?

El humor de esta señora de noventa y dos años no lo puede todo. Si efectivamente Marcel Duchamp estuvo en Buenos Aires, los tres meses que permitieron su supervivencia lo hundieron en el gusto por la ortopedia mágico-sexual a la que volvería más tarde Georges Bataille. A esa parte maldita de la que no escapó hechizado, la sonrisa secreta que heredó Jacques Lacan costó un precio que los institutos nacionales de estadísticas y censos se abstienen de medir.

El poeta alemán August Stramm nace muerto; retroactivamente la autora sospecha de una existencia fugaz, la composición de una pieza de teatro, Sancta Susanna, y de un poema putañero, Casa de gozo (traducido al portugués por Haroldo de Campos), recuperados por Muzio –de lejano parentesco con Sancta Susanna–. Después, embarcado en la carnicería de la Primera Guerra Mundial, pierde el cráneo de un balazo. Alguien lo reconstruye, cuida, viste y empalma para una foto de trinchera, tal cual un mástil eterno que respetan hasta los rusos. A Stramm se lo supone deseoso, graduado en filosofía, gimnasta, atrapado por el deseo, que no tiene objeto.

La reescritura de Emma Zunz, alterando el procedimiento de Borges: repetir el texto según el contexto. La señora opone una mutación de identidades, extiende su vida, no menos desdichada que la original, pero la sombra que la divide ofrece una oportunidad que no rechazará, entre otros, gracias al interés de Juntacadáveres, próspero empresario de la prostitución uruguayo que conoció Rosario antes que Rodolfo Páez, válgame dios.

Nakamura tiene la cara plana, es solitaria, su casa es enorme y su oído, absoluto. El bonsái no es un arte de mayorías, el aullido de un plantín de marihuana no es igual al del ombú, cifra de la nación y del gigantismo para nada. Y convivir con esas bestias enjauladas, una tarea que sólo una escritora extraterritorial (y argentina) como Susana Muzio Sáenz-Peña puede conseguir.

 

Susana Muzio Sáenz-Peña, La sonrisa secreta, El Cuenco de Plata, 2014, 80 págs.

1 May, 2014
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