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Amanece. Tendidos a pocos metros de distancia, Pajarito Tamai y Marciano Miranda agonizan, entre pastos pisoteados y olor a meo, en un desolado parque de diversiones de provincia, después de haberse batido a duelo con navaja, a causa de una antigua rivalidad que han heredado, legado más pobretón que trágico, de sus padres, Oscar Tamai y Elvio Miranda.
Tenemos así, ya en las primeras páginas de Ladrilleros, a los cuatro protagonistas cuyos conflictos se irán desplegando en los cincuenta y nueve apartados del libro, repitiendo en buena medida un esquema que Selva Almada ya había puesto en práctica en su primera novela, El viento que arrasa (Mardulce, 2012), en la que se narra el encuentro tenso, siempre al borde de la violencia, entre el Reverendo Pearson y su hija Leni, de viaje por el Chaco, y el Gringo Brauer y su hijo Tapioca, encargados de reparar el auto de Pearson para que padre e hija puedan continuar su periplo evangelista. Pero en El viento que arrasa las acciones, aunque escandidas por regulares flashbacks, progresaban linealmente, como los veintitrés capítulos numerados se encargaban de remarcar, hasta desembocar en el anunciado enfrentamiento físico entre Pearson y Brauer que, con tormenta de fondo y todo, clausuraba el clima de inminencia en el que se sostenía la novela. En Ladrilleros, en cambio, la apuesta es lograr que el relato se despliegue y gane intensidad en la reconstrucción de unos hechos cuyo desenlace fatal se conoce desde el vamos. Un programa que se perfila con claridad en los primeros capítulos, en que la narración alterna entre la perspectiva de Pájaro y de Marciano; pero que luego se desdibuja en una sucesión azarosa de anécdotas, recuerdos, microrrelatos que caracterizan a los diversos personajes (padres, madres, amigos, ¡hermanos menores!), todo esto mechado con periódicos regresos al descampado municipal en donde, entre alucinaciones y regusto a cerveza tibia, nuestros héroes procuran ajustar cuentas con su pasado y se resisten a emprender el último viaje.
Ladrilleros, el título de la novela, se encuentra sometido a la misma vacilación. En principio parecería connotar la voluntad constructiva propia de un relato altamente formalizado, pero el término no gana luego densidad simbólica en este sentido, aunque tampoco lo hace en términos costumbristas (poco se nos cuenta sobre las particularidades del oficio de ladrillero, salvo que tanto Oscar como Elvio lo practican, y ese es uno de los motivos de su inquina, pero podrían ser albañiles, o mecánicos, y eso no cambiaría mucho las cosas). Así, a medida que la novela avanza, la representación de la vida asfixiante del pueblo de provincia, de sus miserias materiales, de la rusticidad de sus costumbres, parece socavar el programa inicial de un relato que se sostuviera exclusivamente en el contrapunto entre las evocaciones agónicas de Pájaro y Marciano, entre otros motivos porque la monotonía de sus rasgos dificulta por momentos el simple acto de distinguirlos.
Selva Almada, Ladrilleros, Mardulce, 2013, 232 págs.
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