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Arquitecto y escritor, hijo de exiliados políticos y criado en la cultura argenmex, el autor de estos relatos hace de la pregunta por el habitar —una casa, una lengua— el territorio de su escritura, mientras difumina los contornos de sus historias en las que sociedades que han implosionado bajo el peso de su propia degradación construyen futuros distópicos fácilmente reconocibles desde un escenario latinoamericano.
Dos epígrafes abren este conjunto de cuentos, uno de Santa Teresa de Jesús y otro de Lacan, que anuncian cuál será la zona de escritura: la casa, el ser y el lenguaje. Y si bien la figura de Heidegger aparece como horizonte reconocible, será Bachelard y su mirada sobre la creación poética como “alma que habita una forma” la más cercana a su prosa poética.
El primer cuento, “Las moradas”, describe un espacio de pérdida, vacío de lenguaje, donde el silencio enloquece al narrador —posible último hombre—, que lo corta o escande con piedras que arroja contra los vidrios. Es un relato construido por unidades, con frases cortas, escandidas como esas pedradas, en un juego de reverberaciones entre lo que se narra y cómo se lo narra. El mismo escenario de la devastación se repite en otros cuentos, con personajes que pierden consistencia, bordean la deshumanización, habitando diferentes espacios: algunos abiertos, sin forma, y otros claustrofóbicos como el cubo de ocho metros cúbicos que el protagonista de “Un cubo” se construye como forma de controlar el caos; la jaula donde está encerrado el sujeto del cuento “La pajarera” (metáfora precisa de la sala de torturas); la habitación donde viven reptando los personajes de “En la penumbra” a la espera de una grieta de luz, o la cama donde yace el protagonista de “Ausencia”.
Muchos de estos cuentos constituyen ficciones políticas: proyecciones futuras de tendencias actuales como la rebelión infantil y los modos posibles de represión en “Cuadernos”, o escenas más paradigmáticas de la realidad latinoamericana, de dictaduras militares o democracias militarizadas como “La pajarera”, que en cualquiera de los dos casos, son de una sordidez extrema.
Dos cuentos sin embargo se diferencian de esta temática, uno de ellos, “La palabra”, es un relato policial donde un detective y escritor amateur encuentra en un manuscrito del profesor B la clave de lo que lo llevó a la muerte: la búsqueda de la última palabra, la palabra definitiva, que es la palabra “fin”. Una suerte de homenaje a Borges en una referencia descontextualizada, ya que, si bien Borges fue profesor, no es ese el lugar donde se lo reconoce en la escena literaria. El otro es “Superficies”, una mirada propia sobre la novela objetivista —que se abre con una gran lupa puesta sobre la superficie de una cara y que la convierte en un paisaje— en la que tanto personajes como escenas son descriptos en su pura forma. Y es que la forma, dirá Bachelard, es la habitación de la vida y el arte, forma significativa, agregaríamos junto con este autor, quien, notoriamente, parece haberla alcanzado.
Nicolás Cabral, Las moradas, Periférica, 2017, 136 págs.
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