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Lucrecia Martel. El cine, un pensamiento sin cabeza

ENTREVISTA

 

Entre el hecho cinematográfico y el lenguaje hay una falla insalvable (un “trauma”, dijo Barthes). La frase interroga a la imagen, le ofrece trampas y anzuelos, pero casi siempre queda la saeriana sensación de que lo más específico, el plus por el cual el cine se mantiene vivo en algunos pocos cineastas y filmes, no se ha dejado decir. Esta empresa, de por sí difícil para quienes usan el lenguaje como herramienta privilegiada, resulta casi imposible para los cineastas. Más que imposible, tal vez absurda o impertinente: en cierto modo, se hace cine para no hablar. Al mismo tiempo, para que el cine exista, es necesario producir discurso en torno de él: hay que volver las películas posibles y visibles, y eso exige un sinnúmero de discusiones, escrituras, seducciones, (des)acuerdos, entrevistas, polémicas, en medio de las cuales chapotea un objeto de otro orden, el film, radicalmente distinto de las palabras que alguna vez lo contuvieron como promesa o recuerdo. Mientras prepara su tercer largometraje, La mujer sin cabeza, Lucrecia Martel aceptó enfrentar estas imposibilidades, en un ritual que bajo la apariencia de suspenderlas provisoriamente, no hizo sino confirmarlas. O viceversa, ya no estoy muy seguro.

 

Pocas personas en la Argentina han estado en una situación tan privilegiada como la tuya para tener un panorama de eso que llamamos cine contemporáneo. En ese sentido, ¿cómo lo ves? ¿Existe una cosa tal? ¿Cuáles serían sus rasgos?

Puedo hablar sobre el cine contemporáneo en los mismos términos que respecto de la historia universal del cine. Es curioso: me siento más cerca de Robert Aldrich que de Tarantino, que en términos de edad es de “nuestra generación”, por más que sea absurdo definir de esa manera las proximidades.Tal vez tenga que ver con que no soy cinéfila, aunque haya circulado en los últimos años por lugares privilegiados en cuanto a la posibilidad de ver cine contemporáneo. A todos nos pasa: nuestra percepción del mundo del cine no son los contemporáneos. Al menos para mí no lo son. Es como ir a Europa o viajar a Bolivia: la sorpresa te la das en Bolivia. Lo otro de alguna manera ha trascendido las fronteras y lo conocés más. En Bolivia hay algo de misterio. Con los contemporáneos me pasa algo así: el shock y la fruición los sentí con directores que no pertenecerían a lo contemporáneo estricto: Bergman, por ejemplo.

Tal vez en eso influya también la brevedad de la historia del cine, que hace que finalmente Bergman sea de alguna manera un contemporáneo. Pero me preguntaba por ejemplo por tus experiencias en Berlín y Cannes, participando pero también como jurado. Ves una selección de películas que tiene en cierto modo la pretensión de mostrar un estado del cine. ¿Por qué razón algunas de esas películas se despegan del resto y se te aparecen como habitando más claramente un presente?

Insisto: no soy cinéfila. Termino en el cine por razones que no tienen que ver con él, otros caminos me llevaron a hacer cine, mi entusiasmo no proviene de la fruición cinéfila. Entonces acepto ser jurado un poco para cubrir esos huecos: en un breve tiempo tengo la posibilidad de ver un panorama y con un tratamiento muy privilegiado: un tiempo dedicado exclusivamente a eso. Privilegio que al mismo tiempo es un desastre, no se puede ver películas de esa manera: dos veces por día, compulsivamente. En el medio, uno a veces necesitaría charlar con determinados amigos, tener determinadas conversaciones antes de ver otra. Pero bueno, el hecho es que uno ve, digamos, veintitrés películas, que en principio, más allá del gusto, están hechas por personas que manejan notablemente la herramienta del cine. En ese empacho, ¿de qué manera uno siente sus afinidades? Tomemos el ejemplo del último Cannes, donde fui jurado. ¿Qué me pasó con Flandres (Bruno Dumont) o Juventude em marcha (Pedro Costa), que fueron las que más me gustaron? Que en medio de esa vorágine de recursos aparece alguien que ha preferido usar muy poco y llega más lejos. Tal vez si las hubiera visto aisladas, me habría pasado lo mismo con las películas, pero en ese contexto es mucho más fuerte cómo la austeridad (no el minimalismo pelotudo) permite trascender una banalidad que flota en el cine (y en el mundo cultural actual en general). Después te dicen que Dumont es un católico de derecha, pero la verdad es que no es lo que sentís viendo la película, aunque por supuesto percibís que el tipo tiene una formación católica; eso se siente, es igual que el olfato gay. Y Pedro Costa está en una zona del cine que es muy atractiva: él conoce determinados mundos, por ejemplo el de estos inmigrantes expulsados de su lugar y reinstalados en otro. Entonces se pone en contacto con esas personas, los involucra en una ficción y ellos actúan una ficción de su vida. No voy a filmar a los pobres, sino que van a formar parte de otra cosa. No se trata de ver sus desgraciadas vidas. Más allá de que me sature cierto remilgamiento con el encuadre, la luz (que tampoco me molesta tanto, es como si lamentara que un hermano se cortó demasiado el pelo), algo de eso es la felicidad del cine.

Las dos películas que mencionás tienen elecciones muy fuertes en cuanto a su lenguaje, tal vez las más radicales en la selección de Cannes.

El cine, te guste o no, es un proceso de pensamiento, habilitado por cuestiones estéticas. Las temáticas solas no son todo. En este Cannes había un gran muestreo de conflictos de la humanidad (y la impotencia civil y política frente a ellos, como si el poder estuviera desmadrado y no respondiera siquiera a la mente perversa de Bush). Pero más allá de estos análisis que uno hace, personales, donde las películas son como disparadores de reflexión para los problemas que a uno le interesan, lo cierto es que (por más que haya gente respetable seleccionando, y los seleccionados sean igualmente talentosos) es todo muy arbitrario: al lado de Pedro Costa estaba Babel, que es el epítome del fracaso del pensamiento de la humanidad. Lo lamento mucho, ahí actúa Gael, a quien me cruzo por ahí siempre y es muy buena onda, el propio Iñárritu es simpático. Pero la película es la globalización en su estado más decadente y pernicioso, la obscenidad del dinero.

¿Dónde situarías la molestia que te causa Babel, si tuvieras que describírsela a alguien que –como yo en este caso– no vio el film? ¿Cuál es el uso de las herramientas cinematográficas de Iñárritu con el que disentís tan profundamente?

Una vez más, es alguien que tiene una enorme destreza técnica (y de producción: filma con Brad Pitt y Cate Blanchett en Tokio, se da todos los gustos), pero es una destreza que precede al pensamiento y se impone sobre él. Genera sentimientos muy manipulados, un sentimentalismo que no sirve para pensar el mundo hoy. Problema que le veo a la película de Ken Loach, debo decir. El punto en que yo no estaba muy feliz con ella es que era demasiado conmovedora, y desconfío de lo demasiado conmovedor, de la gente que llora… De hecho, todos los miembros del jurado salimos llorando, y sentí que no había tenido tiempo de tener una idea propia durante la proyección. Y a mí no me gusta el cine así, me parece la versión bien intencionada de Hollywood, como procedimiento de pensamiento.

De modo que determinadas elecciones formales habilitan (u obturan) la posibilidad del pensamiento. ¿Cómo creés que se relaciona tu propio trabajo con eso?

Creo que lo que me salva de la obnubilación que podrían producir todos estos mundos glamorosos es que mientras escribo y mientras filmo, el mundo que siento que me mira y que va a mirar lo que estoy haciendo es muy pequeño y queda en Salta. Ni siquiera me represento Buenos Aires como situación. Al mismo tiempo, a mí en Salta no me dan ni cinco de bola, pero yo me siento muy afectada por esa comunidad. La gente con la que siento que voy a compartir la película que preparo ahora no es Pedro Costa ni Bruno Dumont. No pienso el encuadre a partir del mundo del cine, sino de alguien muy próximo al que el cine ni siquiera le gusta ni le interesa, cuya experiencia cinematográfica más sofisticada es Tom Cruise en Misión imposible. Es un mundo para el cual no interesa el cine y que al cine no le interesa. Mis preguntas formales son: hay cables de luz en Salta, ¿se van a ver o no?, ¿cómo mostrar o no determinadas partes del cuerpo de la gente? Eso me determina, un entorno muy pequeño, básicamente familiar, y después una pequeña sociedad, un fragmento de una provincia del Norte argentino. Después hay que viajar y poner la cara en el resto del mundo, entonces me invento un verso, pero en el proceso de factura interviene sobre todo lo íntimo y lo próximo.

Al mismo tiempo, algunas cosas sucedieron de Rey muerto a esta parte, en tu vida y en tus películas. ¿Cómo llegás a La mujer sin cabeza? Más concretamente, ¿por qué filmar, una vez más?

Bueno, desde La ciénaga yo no tengo otro trabajo, mi único ingreso es el cine (y una derivación de eso que es cuando me invitan a dar charlas, por ejemplo). Para mí plantearme la continuidad es plantearme el ingreso. Como no tengo gastos exorbitantes, no debo filmar todos los años. Sin ser austeros, mis egresos son muy controlados. Entonces en un espacio de dos años, algo aparece. Eso en cuanto a lo extracinematográfico. Ahora bien, ¿cómo pude reencontrarme con una actividad que tiene todo para que a mí no me guste: mucha vida social, mucha exposición pública…? Porque en el cine descubrí una posibilidad de pensamiento no estrictamente intelectual, una posibilidad de compartir (sumamente misteriosa, porque a diferencia de los grupos literarios, por ejemplo, tiene mucho de anónimo). Por más que en el momento de la factura esté en diálogo con un mundo que me resulta muy próximo, yo sé que después eso es compartido con gente que no conozco, de Neuquén o de Australia. Y por otro lado creo que pertenezco a una generación con una cicatriz histórica muy poco cerrada: la violencia de la dictadura, la descomposición política del país y la reconstrucción neoliberal “rutilante”. La cosa pública, esos intereses que exceden lo individual, que para otras generaciones fueron la militancia o el compromiso histórico, aquellos que permiten un sentimiento de trascendencia de lo finito, yo los encontré en el cine.

Ahora bien, para llegar a eso hay que sortear una serie de malentendidos (de los que esta entrevista, por ejemplo, podría formar parte). Alguna vez dijiste que Amalia en La niña santa estaba prisionera de una red de discursos. En tu trabajo, ¿hasta qué punto vos misma no lo estás? En tus películas se puede entrever que si existe alguna posibilidad de verdad o de pureza, está más allá de las palabras. Pero para llegar a hacer un film, hay que producir múltiples discursos: convencer a mucha gente, explicar lo inexplicable a la prensa, a los productores y los fondos, pero también a los actores y técnicos. ¿Cómo te llevás con eso? ¿No existe la posibilidad de extraviarse en lo que hace un rato llamaste verso?

Bueno, eso es una trampa mortífera, en la que debo caer más de una vez como una zonza. De algunas me alejo conscientemente, como no leer críticas ni crónicas. Nunca leí demasiado revistas de cine, pero ahora menos que nunca. No me gusta saber cómo aparezco en la mente de otro, no soy tan invulnerable, por lo menos no a eso. Y no me cuesta nada, no me tienta buscarme en el Google. Por suerte, el mundo del cine me ha prestado un lugar en un tipo de cine en el que ya no necesito mentir demasiado. Lo que te permite no desorbitarte mucho, no apartarte demasiado del discurso sobre tu película que podrías tener con un amigo íntimo. Te puedo leer la carta de intención de La mujer sin cabeza. La carta de intención es un texto paradigmático de ese peligro del que hablamos, pero inevitable: todos las escribimos para los fondos, para los coproductores, para conseguir dinero. Sin embargo el otro día la leí y me dije:“Qué bueno, no estoy mintiendo”. Ya me había pasado con La niña santa, pero no con La ciénaga. A veces leo la síntesis de La ciénaga y me digo: “¡qué chanta!”; no porque mintiera, sino porque ponía en práctica un intento de seducción que después no traté de ejercer. En esta no me siento fuera de mí, permanezco en el moi-même. Te leo el comienzo: “Cuando llega este momento, el de expresar las intenciones como director, caigo en el terreno de las imposibilidades. Es que esta experiencia narrativa del cine parecería más bien el lugar perfecto para no dar explicaciones y lograr lo imposible: que otro esté en el lugar de uno, compartir una percepción del mundo. La mujer sin cabeza sería compartir con el espectador un asombroso estado de suma potencia que sólo se alcanza sometidos a un cierto impacto. Puede ser un impacto mecánico como un golpe, un movimiento brusco, una cachetada. Puede ser producto de una alteración de la percepción como la fiebre, una emoción fuerte, un alimento tóxico, enamorarse. Pero también puede ser producto de un acto voluntario o no, de extrema destrucción o creación, como podría ser tener un hijo o matarlo…”. En fin, todo lo que digo podría decírselo también a un amigo. Cuando llegás a ese punto, hay mucha felicidad. No es el lugar de la seducción. Bueno, también a un amigo uno trata de acercarlo a sus ideas a través de la seducción, pero no estoy escribiendo cosas como “Es importante para la historia de la Argentina que esta película se haga…”. Ese terreno de las palabras seductoras y finalmente lejanas de lo que uno está dispuesto a hacer ya no lo tengo que transitar, porque la gente que está interesada en producir tiene en su mente las dos películas anteriores, y no Babel (¡aunque sus bolsillos lo desearían!).

En ese sentido, el discurso por excelencia a producir es el guión. Como te decía, tus películas parecen apostar a un tipo de verdad más puramente cinematográfica (y hasta diría sensorial) que puede hacer olvidar que se trata de tramas muy trabajadas, muy construidas. Entonces me preguntaba cómo se relaciona ese esfuerzo por construir una trama perfecta con la búsqueda de una forma cinematográfica: ¿es una capa más que se suma? ¿Es un terreno sólido sobre el cual edificar el rodaje?

En La niña santa estaba dado de antemano: era como un cuento. En La ciénaga en cambio partía de la tensión de la inminencia, de una ominosidad que no se desataba nunca. Pero en La niña santa ese era precisamente el plan: una serie de círculos que iban formando una trampa. Pero no es la perfección de la trama lo que me importa, mi búsqueda no va por ahí. Los temas que me interesan, los diálogos, personajes y situaciones que me resultan atractivos, aquello que capta mi atención y después aparece en lo que escribo, son cosas muy difíciles de decir. Después terminan sucediendo, pero sólo pueden ser expresadas por una acumulación aparentemente desordenada de elementos muy heterogéneos. Si yo pusiese un diálogo muy directo sobre un tema (el deseo y la salvación), justo en ese momento desaparecería. Mi interés en los personajes es que no sé todo sobre ellos, es el misterio. Hay zonas de ellos en las que sé qué está pasando, pero después hay zonas ocultas en las que prefiero no hurgar, ni preguntarme sobre su pasado.

Eso es lo que te sucede en el momento de la escritura. ¿Y en el rodaje? ¿Te ha sucedido aprender, encontraste revelaciones?

Sí. Eso es precisamente lo que hay en juego: un deseo de revelación, que a veces se produce durante el rodaje y a veces no. A veces incluso después, cuando un espectador te dice algo que a él le resuena de su propia vida con respecto a la película (que para él no es sino un catalizador), y de pronto ese espectador expresa algo de sí mismo y uno se dice: “¡eso era!”.

En ese sentido, es muy llamativo cómo ponés en juego elementos muy fuertemente simbólicos, que podrían disparar significados pesados, inequívocos, lo que sin embargo no sucede. ¿Cómo pensás eso en la escritura? Me refiero a cosas como el agua (con sus múltiples variaciones) y lo femenino en La ciénaga, o en La niña santa el personaje con duplicidades que se llama Jano, o un médico que se llama Vesalio.

Es que Vesalio si tuviera pretensiones alegóricas sería un gran desacierto.

Efectivamente, es como si parte de ese desacierto fuera justamente el acierto. Repartir “mal” los símbolos, hacer atribuciones desviadas.

Con respecto a Jano –que en realidad se debe al cantito “doctor Jano cirujano” de La ciénaga– Carlos Belloso, que trabajó a partir de la idea del monstruo, y a quien la mitología le es una herramienta útil, me trajo un día la imagen del Lobo Feroz de Caperucita, pero también una fotocopia con Jano, el dios de las dos caras, la puerta entre el pasado y el futuro. Yo le dije: OK, si eso te sirve y es tu camino, adelante. Pero a tal punto la idea de Jano y sus duplicidades me era ajena, que por ejemplo una de las pruebas de fotografía que hicimos con el Chango Monti y con los actores buscaba que no hubiera en la película ninguna situación donde en el rostro de los personajes hubiese claroscuro, una cara dividida. Porque eso es el uso más barato y llano de la metáfora para la “doble moral”, una cosa en el lugar de otra… Es ambiguo en un sentido muy mecánico. Y para mí lo ambiguo no es una cosa por otra, sino una cosa por algo desconocido o ausente, o algo que en sí mismo nos es extraño. Es una metamorfosis permanente. Entonces la idea de Jano hasta podía jugar en contra, pero como era un homenaje al cantito de La ciénaga lo dejé.

Entonces hay una serie de elementos que se organizan en este “desorden aparente” del que hablabas, pero después todo se va completando y modificando con la puesta en escena, alterándose hasta el final. Desde el deseo original que te mueve a hacer el film, hasta el corte final, el viaje es largo y poco previsible, ¿no?

Claro, porque para hacer cine, ¿qué hace uno en primera instancia? ¿Escribe una historia? A mí la historia es lo último que me importa. La historia es casi el único modo humano de amasar algunos problemas y acercarnos un poco a ellos. Por ejemplo en La mujer sin cabeza: qué es lo que me mueve a embarcarme otra vez en este proceso. Hay sensaciones que te quedan con mucha fuerza, que están asociadas a un sinnúmero de experiencias sonoras, visuales, experiencias perceptivas de muy distinto carácter y composición, que por algún motivo te quedan fuertemente registradas. Un ejemplo: mi preadolescencia transcurre en los años más duros de la dictadura. Mi familia está más cerca de los militares que de la subversión, porque tuve abuelo y tío militares. Mi abuelo era un militar peronista, al que le hicieron un simulacro de fusilamiento en el 55, alguien que probablemente no hubiese estado en el lugar del represor durante el Proceso (por suerte murió antes para dejar la incógnita abierta). A mi tío, que era muy joven, lo mandaron al operativo Independencia, un lugar de más riesgo personal pero de menor responsabilidad (algunas cagadas se habrá mandado, igual). Esos años están asociados para mí a un cierto clima: en mi familia no circulaba demasiada información acerca de lo exterior, más que algunos comentarios aislados de miedo, de temor a atentados, de cierto compañero de mi tío que muere con sus hijitas por una bomba. El fantasma de una violencia injustificada hacia ciertas personas. Y a la vez una negación de todo lo demás: ¿por qué eso? Y como en el caso de todas las familias que jugaron así, cómplices por omisión, la actitud una vez que llega la democracia: no sabíamos nada de lo que estaba pasando. Entonces hay algo así como diez años de mi vida, tal vez menos, durante los que yo estaba muy atenta a lo que daba vueltas, pero las cosas no cerraban, los diálogos estaban llenos de subtextos muy difíciles de comprender. Eso sumado a que, por pertenencia de clase, por el colegio al que iba, te sentís inmersa en un mundo que no es el que hubieras elegido. Hay una gran incomodidad que me produce la memoria sobre esa época, pero que también me la producía estar viviéndola: incertidumbre, curiosidad, miedo, también vergüenza, no de mi familia (que merecería un análisis más complejo), pero sí de mi colegio, mis compañeros, mis profesores… Ahora bien: ¿cómo se cuenta eso? ¿Qué era exactamente? Porque no había nadie picaneando, no era la tortura, no conozco ningún desaparecido inmediato próximo; Salta es un lugar en el que desapareció gente, pero no es La Plata… Entonces ¿qué es la incomodidad que deseaba compartir de alguna forma en una película? Tiene que ver con esa época y con fenómenos que después afectan la vida en la Argentina o que siento que siguen afectando mi vida actual: es algo en torno a la complicidad desde un lugar de comodidad, elegante, de no involucrarse y protegerse, una valoración muy alta de los privilegios de clase y del bienestar y de ciertos valores por los cuales es mejor no revolver demasiado el avispero. Eso, que tiene como punto de partida hechos muy concretos, yo no podría contarlo haciendo una película de época y narrando específicamente esos hechos. Sin embargo, otro artefacto de ficción me permitió meterme profundamente en esta situación, y es La mujer sin cabeza.

¿Me podrías adelantar algunas características de ese artefacto?

Un artefacto donde es otra la época, donde no hay militares ni desaparecidos (al menos no en el sentido histórico que la palabra tiene para la Argentina), pero donde esos dispositivos sociales están igual en funcionamiento. El asunto es entonces: ¿de qué manera no pasa nada? ¿Cómo se logra que no pase nada sin ser un asesino, sin ser Luque y los Saadi desfigurando un cadáver en Catamarca? ¿Cómo se logra ser una persona de bien en un marco de complicidad con la muerte, cómo es ese proceso? A lo mejor Ken Loach o Costa Gavras podrían contar esa época de manera directa. En mi caso, para develarme (o compartir, o que otro me devele a mí, o poner de manifiesto) esos mecanismos, necesito otro aparato de ficción. No esa época, a lo sumo algunas canciones de esa época. Ahí empiezan a aparecer artilugios que a primera vista pueden parecer simbólicos, pero que en realidad tienen que ver con el desprecio (en este sentido acotado) por lo literal, y por el contrario el aprecio por esos artefactos que quizás nos revelen algo a lo largo del proceso. En ese sentido el naturalismo me interesa muy poco, prácticamente nada. En todo caso, me resulta interesante cómo si uno incluye algo muy reconocible y cercano a lo cotidiano (ciertas frases, el tono de los actores), en cuanto aparece algo que lo contradice (una tensión, un sonido, el encuadre) se desvirtúa esa idea de lo real. En ese momento puede surgir en el espectador la idea, o la emoción: cuando uno empieza a sospechar de lo real o lo natural y empieza a percibirlo como falso.

Es un proceso entonces que se inicia por cierta necesidad de echar luz sobre una experiencia salteña. Sin embargo tu vida presente, el momento en que el deseo del cine te asalta, esas propias obsesiones que lo despiertan, transcurren en otros lugares. A esta altura de tu vida, ¿de dónde sentís que sos?

Indudablemente de allá, de Salta. Hace muchos años que vivo en Buenos Aires, pero hay algo de la Capital que para mí permanece como misterio insondable, y que siempre me devuelve a la idea de que Salta es mi patria. Es el lugar al que yo puedo volver, mientras que veo a la gente de Buenos Aires y siento que no tienen a dónde volver. Al menos es la sensación que me producen en general. En ese sentido, saber que voy a filmar otra vez me da mucha tranquilidad, porque es volver una vez más a ese hogar que he construido con un amasijo de muchos viajes, de tiempos y terrenos superpuestos, de personas vivas o muertas, que crecen y envejecen. Salta es un lugar al que ahora pertenezco tal vez de otra manera, del que me fui para que se me devuelva ahora otro tipo de pertenencia. Porque cambié, y muchas de mis preocupaciones y obsesiones actuales tal vez nazcan en otros lugares, sobre todo en Buenos Aires, pero cuando empiezo a escribir, todo empieza a pasar allá. Allá logro combinar las partes.

La vida te sucede, pero cuando tenés que moldearla y darle alguna forma, el barro está allá.

Eso, el barro está allá.

 

Imágenes [en la edición impresa].Richard Tuttle, Selected Works on Paper, 1969-73, pp. 66 y 67; White Rocker, 1970, p. 68; 3rd Rope Piece, 1974, p. 71.

Santiago Palavecino (Chacabuco, 1974) es cineasta. Estudió también música y literatura. Con un premio de la fundación Antorchas rodó su primer largometraje, Otra vuelta (2004). Actualmente prepara el segundo, Tarde, que desarrolló en la Residencia del Festival de Cannes y cuyo guión fue seleccionado para el Atelier del mismo festival en 2006. 

1 Dic, 2006
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