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Un lector inseguro

LITERATURA

 

La literatura siempre recuerda que las formas de inseguridad social solapan un negado y general malestar existencial. Con todo, no son tantos los libros que incomodan al lector al punto de cambiarle la percepción. Neurosis, soledad, competencia y enconada búsqueda del contacto se confunden en el realismo alucinatorio de Gustavo Ferreyra, cuyos libros se analizan aquí como ejercicios de supervivencia.

 

El de inseguridad es, por cierto, un concepto resbaloso, porque no surge de la experiencia pero parece nutrirse de ella. Ocurre con él algo similar al célebre desasosiego de San Agustín con el tiempo: percibimos constante y claramente sus efectos sobre nosotros pero, en cuanto tratamos de apresarlo intelectualmente, ya no sabemos a ciencia cierta de qué se trata.

Esta perplejidad frente a algo inmediato que es al mismo tiempo inefable, en el caso del concepto de inseguridad, se multiplica si es puesto a funcionar en un contexto social como el de la Argentina. Las palabras –esas vesículas cargadas de música y sentido– resuenan y resienten siempre en relación, como bien dijo un suizo insigne. Constituyen, ellas mismas, una sociedad de “individuos” en permanente tensión y perfectamente sensibles al aire de la época.

Por eso mismo, hablar hoy de inseguridad en la Argentina supone algo indefinible pero notoriamente distinto de lo que implicaba, en estos mismos parajes, en 1977, en 1946, o en 1919, por citar tres momentos críticos sustancialmente diversos. Quienes vivimos actualmente en el país formamos parte de una sociedad que, hace tan sólo un par de años, pareció al borde de cancelar todos los contratos que la garantizaban, en medio de una crisis económica y política que negaba –y en buena medida aún lo hace– las posibilidades mínimas de un proyecto común y de los proyectos individuales de más de la mitad de sus integrantes.

Tan áspera coyuntura promueve la tentación periodística de circunscribir la idea de inseguridad a la incómoda y muchas veces trágica experiencia de las víctimas asaltadas, secuestradas, violadas y, eventualmente, asesinadas, a veces sin responder a una lógica –de origen burgués– que guarde las proporciones entre causas y efectos. Y es que, más allá de una causalidad que ubicaría el origen de tanta violencia en un modelo de exclusión social no menos violento, puede sospecharse, en esta violencia actual cargada de resentimiento y desesperación, un impulso tan perentorio y tan frágil como el que parece haber contribuido a consumar los pactos sociales que han dado lugar a la sociedad misma. Deberíamos evitar, pues, esa tentación periodística, si quisiéramos constituirnos en san antonios de un acercamiento menos mecánico al asunto.

No está probado que la literatura acceda, por intuición poética de sus hacedores o por virtudes inherentes a su ejercicio, a un tipo de aproximación más verdadera a la cuestión. Pero es evidente que, con el mismo énfasis con que la sociedad reclama un orden para poder llevar a cabo su proyecto común, la literatura no cesa de alimentarse del desorden: de los hombres y su mundo, y del mundo de las cosas que, en su terca opacidad, parecen desafiarla.

Y en ese apetito de desorden con el cual, paradójicamente, la literatura organiza su decir, la inseguridad es un bien. Así como una sociedad busca en la seguridad del conjunto y de cada uno de sus miembros una garantía de su continuidad, una literatura es posible en la medida en que disuelve las certezas, abriéndose al peligro de lo que no está dado, suspendiendo las garantías, poniendo en cuestión los pactos, las convenciones, los acuerdos.

Desde luego, si las premisas anteriores son aceptables, una buena parte de lo que hoy se presenta como literatura deja de serlo para sumarse a la retahíla de discursos que vienen a confirmar tautológicamente el malentendido de todo aquello que pasa por ser cierto y es, apenas, producto del lugar común. En esa pseudoliteratura, las palabras y las cosas celebraron hace tiempo un matrimonio indisoluble y el horizonte del mundo coincide cabalmente con la mirada présbite de Perogrullo.

Esa abundante poligrafía de lloviznas pertinaces, ingleses flemáticos y pipas que nunca dejan de ser tales confunde –a veces por ingenuidad y otras por oportunismo– la excepcional especificidad del discurso literario con la condición civil de quienes escriben y leen; la necesaria vocación convencional del ciudadano de una comunidad con la no menos imprescindible vocación de singularidad de ese ciudadano a la hora de hacer literatura. Huelga decir que, si ésta hubiese sido la perspectiva excluyente de la literatura, jamás se habrían escrito libros como el Quijote, el Tristram Shandy o el Ulises. Afortunadamente, los autores empeñados en cuestionar la aparente tersura del mundo y sus nomenclaturas todavía hoy gozan de salud suficiente como para continuar poniendo en duda la funcionalidad de una silla, el uso del gerundio compuesto o la calidad y variedad de los vínculos entre las personas. Desde esa perspectiva crítica, viene desarrollando su obra el narrador argentino Gustavo Ferreyra (Buenos Aires, 1963).

Ferreyra ha publicado hasta ahora tres novelas, El amparo (1994), El desamparo (1999) y Gineceo (2001) y un libro de cuentos, El perdón (1997).Todos ellos, a pesar de su notoria diversidad, trabajan la materia que los constituye como narraciones sin abandonar el realismo ni el recurso a la psicología de sus personajes, pero socavando uno y otra de manera progresiva y constante.

La simple mención de algunos personajes y situaciones de sus libros basta para ubicar al lector en el territorio que Ferreyra suele transitar: en una mansión opresiva donde innumerables empleados domésticos compiten entre sí, el protagonista lleva a cabo su oficio de receptor de carozos; un joven estudiante de medicina acosado por la idea de que en su nuca aparece, de tanto en tanto, otro rostro, asiste en una cátedra de la universidad a una práctica de canibalismo; una niña se empeña en dominar a dos compañeras de colegio, mientras vive con su abuela –entregada a mirar un televisor que no deja de hacer rayas– y su tía tuerta –preocupada por la posible pérdida de su ojo sano–; un hombre que visita a su mujer internada en un centro de salud mental se debate entre el deseo de tener sexo y el temor a ser atacado por ella; otro hombre se automutila para comprobar su existencia; dos hermanos humillan y golpean a su otra hermana, una adolescente sordomuda que les provoca tanta fascinación como rechazo.

No se crea, por estas menciones, que las ficciones de Ferreyra son una mera exhibición de atrocidades ni un inventario de miserias pour épater. Lejos de eso, el autor parece encontrar allí, en el sótano donde se cuece el caldo de la sordidez, una forma exasperada de lo real, una versión del mundo en la que se han suspendido, sine die, la armonía y la esperanza, la belleza y el orden, la fe y las convicciones. Un mundo, en verdad, muy parecido al nuestro, pero despojado brutalmente de las explicaciones, los atenuantes y las distracciones que cada mortal se procura para emprender el arduo trayecto de cada día.

De este mundo irredento e irredimible, el lector recibe fragmentos discontinuos en espacios preferentemente cerrados: habitaciones, casas, oficinas, aulas, consultorios, medios de transporte donde la atmósfera se vuelve irrespirable por las condiciones físicas pero, sobre todo, por la enorme presión que el narrador ejerce sobre sus personajes, siempre sometidos al recuerdo de algo incómodo o doloroso, y a la conciencia de una carencia insalvable o de una desgracia inminente que muchas veces promueven ellos mismos, a la manera de una profecía autocumplida.

Neuróticos, obsesivos, paranoicos, ávidos de poder e inconformistas sin remedio, los personajes de la literatura de Ferreyra están condenados a la pesadilla de saber que la felicidad les está negada y no poder, sin embargo, dejar de creer en ella.

Peor aún, estos caracteres frenéticos y arrebatados no nos son presentados como excepcionales, no son desvíos respecto de una rectitud que ostentaría el resto del mundo. Son –pretenden ser– el mundo en su conjunto. Cuando el lector, en el punto máximo de incomodidad ante la oscura parábola de un personaje, cree vislumbrar un alivio con la aparición de otro en escena, descubre con espanto que ese nuevo personaje no es más que otra forma de la crispación, aunque tal vez de signo contrario. Los personajes de Ferreyra padecen la peor de las soledades, porque están socializadamente solos: en sus familias, en sus parejas, en sus estudios, en sus trabajos y en sus propios sueños.

Esa tantálica condena de los personajes de Ferreyra se vuelve definitivamente opresiva y a la vez fascinante por el escarpado arte u oficio del narrador. En todas sus ficciones, la voz que narra es una tercera persona impasible y minuciosa, desentendida de la suerte de sus criaturas y aparentemente convencida de la no excepcionalidad de sus pensamientos y sus acciones.Al entrar en contacto con esa voz narrativa, se tiene realmente la sensación de que no sólo los personajes del libro sino también el mundo mismo carecen de otras alternativas que las expuestas en sus ficciones.

Provista de un registro áspero y, en ocasiones, ligeramente arcaizante, la prosa de Ferreyra no atrae por su aproximación al bel canto, no es una prosa de estilo que busque la eufonía. Trabaja, más bien, con un lenguaje que parece extraído fatalmente de la materia narrada, al borde de la obscenidad y el tedio, como si una ética implícita obligara al narrador a no callarse nada. Desde luego, esto último es una ilusión, consecuencia de un procedimiento laborioso y muy bien ejecutado: un trabajo de acumulación, selección y montaje de secuencias progresivas, en detrimento de otros momentos (imaginables en la lógica de la acción) que son drásticamente omitidos.

La condición opresiva de sus atmósferas y el talante exasperado de sus personajes, sumados a la eficaz persuasión de que no existe nada fuera del mundo de estas ficciones, provocan en el lector tal sensación de inmediatez y fatalidad que éste termina por creerse incluido en ellas. Esa claustrofóbica sensación hace que, cuando uno concluye la lectura de una de estas ficciones, se sienta como arrojado a una playa desierta luego de un naufragio. Los libros de Ferreyra no se terminan; se sobrevive a ellos. Y la aventura de atravesarlos reafirma al lector en una condición o estado que es, precisamente, la inseguridad.

La sensación de inseguridad que provoca esta literatura es, por lo menos, doble: por un lado, mientras avanza en la lectura, uno se siente amenazado a cada momento por la inminencia de un nuevo mazazo en forma de peripecia; por otro lado, no bien iniciada la lectura, uno comienza a dudar de aquellas certidumbres que, inevitablemente, se ponen en marcha como a prioris: criterios de legibilidad, de buen y mal gusto, de verosimilitud, ideologías, prejuicios son poco a poco demolidos por la contundencia creciente de una escritura que no busca seducir ni convencer sino, meramente, exponer.

No es la incredulidad el efecto de leer las desmesuras que acaecen en estas ficciones sino una ancha y devastadora incertidumbre: en un principio, en relación con la literatura misma, claro está; pero también, en relación con el mundo que nos espera, impasible, allá afuera, en un afuera de la literatura que, paradójicamente, la escritura de Ferreyra parece haber disuelto.

En una realidad que, como la argentina, parece ofrecer cada día la seguridad en los libros y la inseguridad en la sociedad, la literatura de Ferreyra propone, módicamente, un cambio a medias: restituir la inseguridad al territorio feraz de la literatura.

No es poca cosa, si se lo piensa bien: devuelta a las ficciones literarias, esa incomodidad civil que llamamos inseguridad cobra toda su dimensión existencial, y nos deja a todos democráticamente expuestos por igual a su intemperie. Tal vez desde allí sea más pertinente comenzar a reflexionar sobre su sentido, sus alcances, y sus causas.

 

Imágenes [en la edición impresa]. Diego Bianchi, Serie de dorsos, 2002, fotografías.

Lecturas. Gustavo Ferreyra ha publicado cuatro libros: El amparo (Buenos Aires, Sudamericana, 1994); El perdón (Buenos Aires, Simurg, 1997); El desamparo (Buenos Aires, Sudamericana, 1999); Gineceo (Buenos Aires, Sudamericana, 2001). Para este año Sudamericana anuncia una nueva novela suya.

Guillermo Saavedra (Buenos Aires, 1960) es poeta, editor y crítico. Publicó los libros de poemas Caracol (1989), Tentativas sobre Cage (1995), El velador (1998) y La voz inútil (2003), además de los libros para niños Pancitas argentinas (2000) y Cenicienta no escarmienta (2003), un libro de entrevistas con narradores argentinos, La curiosidad impertinente (1993), y varias antologías.

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