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Actuar la vaca

ENTREVISTA

 

Una conversación sobre la crónica con Martín Caparrós.

 

Mal que le pese a la actualidad, la crónica no es lo mismo que la investigación periodística o la no ficción. Pocos cronistas de hoy en lengua castellana conocen esta especificidad como María Moreno y Martín Caparrós. Atención a los detalles transitorios del mundo, oído cuidadoso, poética de la selección y la descripción, pensamiento en marcha: esto se lee en dos obras profusas en las cuales la conciencia del lenguaje es indiscernible de la política.

En el caso de Caparrós, a todo esto se une una vocación casi temeraria: del mapa completo de su país a Sierra Leona, su obra de cronista parece querer registrarlo todo, o agotar un asunto, como hizo con la militancia revolucionaria de la Argentina de los setenta en los tres volúmenes de La voluntad. Pero Caparrós es también el narrador que, en novelas como La historia, ha llevado la ficción experimental al paradójico extremo de la enciclopedia. Por su parte, en sus libros y en su trabajo en los diarios más renovadores del país, de La Opinión Página/12, Moreno ha ampliado el registro inmediato de la crónica con una versatilidad que absorbe tanto la investigación histórica como el ensayo de autoficción. Narradora y poeta, ha acuñado un tipo de entrevista que participa de la inquietud verbal de la literatura y del rigor de la crítica cultural.

 

 

MM: Quizás vendría bien un poco de escolástica. En este momento se llama crónica hasta a la basura póstuma de un escritor: es una manera de colocar el producto en el mercado. O se usa indistintamente “crónica”, “no ficción” y “nuevo periodismo”. Me parece que la no ficción –desde los textos de Truman Capote y Rodolfo Walsh hasta los de Cristian Alarcón– está más del lado de la investigación y se basa en un modelo casi parajudicial donde el cronista ocupa el lugar del juez. El nuevo periodismo propone una expropiación de recursos literarios, un trabajo meramente formal donde puede generarse el efecto desde la escritura de que hasta el más mínimo detalle pudo haber sido investigado.

MC: Lo que más me preocupa es que la crónica está un poco hipervalorada. Hace poco escribí un artículo contra los cronistas. Yo venía de un encuentro en Bogotá que armó la FNPI, llamado “Nuevos cronistas de Indias”, que era como un intento de sanción institucional de la nueva movida de la crónica. Estuve tres o cuatro días encerrado con cuarenta o cincuenta tipos que ponían cara de busto y se hacían los importantes, los distintos del periodista y del redactor, y para los que ser cronistas era poner en escena dos, cuatro, cinco tics narrativos de lo más banales; yo siempre había pensado que para ser cronista había que pararse en el margen y estos estaban parados en un pedestal. Y lo que me sorprendió fue que, a lo largo de esos debates sobre “la crónica”, en ningún momento hablamos de política. Entonces dije que eso me sorprendía porque a mí la crónica me importaba en la medida en que era política, no en cuanto que hablara de política. Hacer crónica es plantarse frente a la ideología de los medios, que tratan de imponer ese lenguaje neutro y sin sujeto que los disfraza de purísimos portadores de “la realidad”, relato irrefutable. La crónica que a mí me interesa dice “yo”, no para hablar de mí sino para decir “aquí hay un sujeto que mira y que cuenta”. Entonces, en esa situación, tuve que recordar que la crónica, por el hecho de mirar a otros lugares –esto es viejo como la mierda– era política; porque de veinte o treinta cronistas que había ninguno habló de eso, como si ser cronista ahora fuese formar parte de una calidad bien considerada.

Además, mientras en los cronistas de fines del XIX y del XX se trataba de hacer algo grande de lo nimio, los nuevos cronistas quieren objetos que tengan peso en sí: narcotráfico por sus protagonistas, las putas niñas, los pobres “exóticos”. En muchos el lenguaje sigue siendo instrumental.

Una buena mirada podría hacer interesante cualquier objeto, pero si además lo tenés, mucho mejor. No hay malas historias sino malos periodistas, pero si un buen periodista además tiene una buena historia es mucho más interesante para leer.

 Pero vos tenés una posición muy diferente a la de los cronistas que hacen del in situ un valor fundamental. En Larga distancia escribís: “Lástima que haya que viajar para contar”. Y ponés el ejemplo de Catalina la Grande, a la que Potemkin le organizaba pueblos de escenografía con campesinas que la vivaban al pasar. Y aclarás que nada hay más artificial que un viaje.

Bueno, era una linda imagen. Lo que quería decir era que esa es la parte humillante de escribir, porque si para escribir algo hay que ir a mirarlo es una humillación. Cualquier movimiento que implique sudor para ganarse el pan lo es.

En la crónica hay toda una tradición de no ir. Martí escribía a partir de las notas que leía en la prensa de Nueva York. Fray Mocho escribió En el mar austral. Croquis fueguinos sin conocer el sur.

Y está el Roberto Arlt de Al margen del cable.

Esas prácticas hacían del estilo todo. Pero insisto: muchos de los que hoy se arrogan el lugar de cronistas ni siquiera conocen el arte de la elipsis: describen como si estuvieran levantando un inventario.

Una parte pequeña debe ser culpa mía porque hago muchas enumeraciones.

No, justamente porque en la enumeración caótica se colocan elementos heterogéneos cuyo contacto genera cierta resonancia. Yo me refiero a un rodeo del objeto en una especie de objetivismo trucho. Y es una pena, porque la enumeración caótica es la figura retórica del cronista. En los cronistas de Indias era el inventario de lo desconocido, un caos a ordenar pero también, como en los Diarios de Colón o en los Naufragios o los Comentarios de Álvar Núñez Cabeza de Vaca, la enumeración coincide con un informe sobre aquello a obtener: “Estos indios son mansos, estos terrenos son fértiles, estos ríos son ríos navegables”.

Trasladando eso a una cosa menos político-militar, es muy común en la crónica la apropiación del espacio por asimilación. Me encantan los cronistas que para contar un mundo desconocido necesitan referirlo al conocido.

Es Martí diciendo que el elevador de Gable “es dos veces más alto que la torre de nuestra catedral”.

O “se parece a las manzanas de Castilla, sólo que es violeta, ovalada, tiene pepitas dentro y chorrea”. Me parece que es como tener un punto de partida para generar el efecto de que una manera de mirar el mundo puede funcionar en otro.

También la crónica hace la operación contraria: traduce la “barbarie” a la “civilización”. Mansilla decía que lo mullido de la pampa le hacía pensar en las camas como lechos de Procusto.

No había pensado en Mansilla como cronista de Indias. ¿Qué sería Mansilla? ¿El último cronista? ¿O el primer cronista de Indias argentino?

Él iba hacia “el otro”.

Pero no a una civilización radicalmente otra porque ya no había. Había bolsones de otredad.

Pero él cree en el in situ. Sarmiento, en cambio, en Facundo, es el gran refritador: “Me informan que Fulano de Tal escribió…”.

Es el sistema de verosimilización de Herodoto: “A mí me dijeron que esto era así, y si usted lo quiere creer, créalo, y si no lo quiere creer, no lo crea”.

Siempre te quejás de que no haya lugares para escribir crónicas. ¡Después de lo que venimos hablando tendría que haber menos!

Los cronistas actuales juegan muy poco. No tienen esa idea de pelotudear con el lenguaje.

Los que hoy se autodenominan cronistas no hubieran logrado ni entrar como noteros en los medios de Timerman. Sin embargo, a los que se considera maestros vienen de ahí. Lo que sucede es que muchos murieron. Uno de los últimos debe haber sido Tomás Eloy Martínez. No creo que haya habido una renovación de esa escuela ni con el nuevo periodismo.

La idea de “nuevo periodismo”, entre comillas, que consiste en apropiarse de ciertos recursos de la ficción para aplicarlos a la no ficción que se hizo en los cincuenta y en los sesenta, cristalizó en un género. Es decir, se toma el resultado del procedimiento y no el procedimiento. Porque en los cincuenta y sesenta había un procedimiento: buscar en otras formas literarias aquellos elementos que te permitieran narrar no ficción, elementos que se habían usado en otros tipos de género: el policial, la novela social, por ejemplo. De ese procedimiento que fue usado en aquella época por Capote, por Walsh, por todos los que sabemos, salió una forma de contar la no ficción. De ahí en más, la mayoría retomó el resultado y no el procedimiento. El procedimiento sería volver a buscar en la innumerable oferta de las formas literarias. Eso es lo que valdría la pena hacer.

Tenés fama de negociar muy bien…

¿Qué tiene que ver eso con la cultura?

En el cronista es fundamental por su inversión de tiempo, viajes, libertad. Por algo Walsh rara vez estuvo fijo en una redacción.

Ahora me es fácil porque ya tengo esta fama de que soy caro. Mi mecanismo siempre fue el desdén. El precio de eso es que siempre estuve dispuesto a vivir con muy poquito. Yo me he pasado mucho tiempo comiendo mortadela (ahora como de nuevo pero porque me gustó con pistacho). Además soy muy impaciente, muy caprichoso y la paso muy mal cuando hago algo que no me gusta. No porque diga “Oh, esto no corresponde dentro de mi obra”.

Pero siempre tuviste changüí. Porque esto que decís es bárbaro pero ¿cómo se sostiene?

Siempre tuve un departamento. Nunca pagué alquiler. Y diez pesos para mortadela nunca faltan, tampoco amigos que te inviten a cenar. Y siempre tuve la idea de no conservar los laburos y de hacer en cambio lo que quería hacer. La última vez que escribí para Clarín fue cuando hice un arreglo maravillosamente rentable para publicar diez episodios de El interior en Viva antes de que saliera el libro. Cuando vieron el primero, que tenía buena parte escrita en verso, se querían matar. Y yo, que tenía que elegir los otros ocho o nueve, podría haber dicho “bueno, voy a elegir los que son un poco más clásicos…”, pero les seguí metiendo esos. Y se los tuvieron que comer porque ya los habían pagado. Pero hay una que salió muy mal, con Clarín justamente. Por el año 1998 les propuse algo que me hubiera encantado hacer, que era la vuelta al mundo en ochenta días. 

Un poco caro.

Pero como siempre estaba el canje. Cada día iba a mandar un texto y una foto de un lugar diferente. Eran las once semanas anteriores al 31 de diciembre de 1999 y el mundo estaba entrando en el tercer milenio. Era muy bueno para ellos y muy bueno para mí. Laburé mucho y al poco tiempo me dijeron que no lo iban a hacer porque hubiera provocado mucha envidia. Tampoco me salió bien un proyecto con Jacobo Timerman. Cuando en la radio terminamos de hacer Sueños de una noche de Belgrano, Dorio y yo queríamos fuegos artificiales de despedida; entonces se nos ocurrió algo que todavía no había hecho todo el mundo que era reproducir el viaje del Che Guevara por América Latina. Después de muchísimas vueltas conseguimos que Timerman nos recibiera. Le hicimos la propuesta para La Razón. Dijo “qué interesante, pero ustedes tienen problemas: escriben demasiado perfecto”.

Che, parecés una de esas actrices que dicen “Mi defecto es que soy demasiado buena”.

Lo que él quería decir era que era una escritura demasiado ambiciosa, artificial para su idea de la prosa periodística. Nos dijo primero que sí y luego que no. Pero de no haber sido por eso habría empezado a escribir crónicas diez años antes.

Hablando de otro tipo de materialidades. En Una luna, por primera vez, parece no importarte que haya un límite de caracteres, respetar el formato que te impuso el trabajo en Naciones Unidas: entrevistas en primera persona de menos de 2.000 palabras.

Es que ya estoy un poco desencarnado. No tengo que demostrar, sobre todo demostrarme que puedo hacer el perfil de una chica nigeriana sólo si me dan 25.000 caracteres y la banda del Regimiento de Granaderos.

Una luna tiene elementos de diario hacia atrás, de autobiografía o de memorias.

A lo mejor me empiezo a correr de la crónica por la cantidad de semianalfabetos que dicen que hacen crónica.

¿Hacés cambios de estilo de acuerdo con el medio? Tengo la impresión de que cuando escribías en Viva empezaste a usar frases más cortas y más narrativas.

Pero no era Viva, era yo. Eso formaba parte de este camino al alivio de no tener que demostrar en cada frase que conozco todas las palabras del idioma. Al principio tenía esa tendencia: “mirá qué vivo que soy, cómo puedo euforizar cualquier cosa”.

O entraste en ese modelo borgiano que exige una economía de las palabras.

En ese barroquismo había una intención de belleza que por momentos me empalaga. Pero en ese momento necesitaba hacerlo.

Julio Ramos cuenta la dificultad de los poetas modernistas para reconocer que sus crónicas tenían el mismo valor que lo que ellos llamaban sus “obras”.

Yo creo que escribí un libro y medio. El libro es La historia y el medio es El interior.

¿Qué es “un libro”?

Un libro del que yo puedo decir “encontré algo”. Y el haber encontrado algo que no estaba necesariamente en otro lado. Si acaso algo me apena es que nadie lea el único libro que escribí. Me alegra que lean otros, o que lean el medio libro que escribí, que alguno crea que hice algo ahí. ¡Eso sí que es un devenir voltaireano! Porque Voltaire creía que era un dramaturgo, que lo importante eran esas tragedias que había escrito y nadie más leyó, cuando en cambio leen los cuentitos que escribía para entretener a las marquesas. Tom Wolfe pensó que era un novelista muchos años después de creer que era un nuevo periodista. En cambio Voltaire estuvo toda su vida convencido de que era un gran dramaturgo y lo único que se leyó después es lo superfluo de su producción. Pienso la crónica como algo que me gusta mucho hacer pero que no tiene la supuesta trascendencia –con perdón de la palabra– que tiene una buena novela.

Cuando publicás una novela, ¿la figura del cronista te perjudica?

En la contratapa de la última que salió en Anagrama decía “esta novela demuestra que Caparrós no sólo es un cronista sino también un novelista”. ¡Pero si yo ya lo sabía! Nunca fui otra cosa que un novelista. La diferencia grande entre las novelas y las crónicas es que las novelas a veces no salen, lo que las hace más respetables. Las crónicas siempre salen. ¿Cómo se hace para que una crónica no te salga?

Te imaginás que el referente te hace el aguante.

Tenés la gran legitimación de lo real. Y de que las cosas que están ahí están porque se han ganado el derecho existiendo. Una novela tiene que formar parte de un aparato de legitimación mucho más complejo, mucho más opinable.

Te suelen poner en serie más con los cronistas que con los novelistas más “puros”.

No sé cómo me ve el gremio. Con la ficción yo tengo la sensación de que hice lo que tenía que hacer, lo cual me alivia, y por otro lado sé que nadie leyó eso que hice. Entonces, cuando me pongo a escribir ficción, que es lo que hago todo el tiempo, por un lado está ese alivio, por el otro, la desesperación de decir “esto ya lo hice” y que, si es una satisfacción, sea una satisfacción totalmente solitaria.

¿Alguna vez te quedaste pegado a un entrevistado?

Con un pibe con el que quise ser Papá Noel y me salió mal. Un liberiano, llamado Richard, hijo de un pastor bautista, Theophilus Allen. A Richard y a su familia los habían atacado los rebeldes de la etnia krahn, por lo que decidieron huir a Sierra Leona. En un retén, unos soldados quisieron meter a su hermanita en un mortero para molerla pero la abuela la apretó fuerte; entonces un soldado la apuñaló y luego se la comieron entre todos. Y este pibe, Richard, que había visto cómo se comían a su abuela, estaba muy ofendido porque se la habían comido cruda, como si hubiera sido mejor si la hubiesen cocinado. El padre consiguió asilo en los Estados Unidos para él, su mujer y cuatro de sus hijos pero no para Richard. Entonces yo imaginé que Naciones Unidas lo podía invitar al lanzamiento del informe para el cual yo trabajo y que Estados Unidos tenía que darle la visa, justamente porque era un pedido de Naciones Unidas. Empecé a agitar con esa intención y parecía que sí, pero dijeron que no porque no querían malquistarse con la administración americana por una cosa tan tonta, y no lo hicieron. Richard se tuvo que quedar ahí en Liberia.

Siempre ha habido conflictos en cuanto a la propiedad de una historia. Perry Smith siempre tuvo la impresión de que Capote se había aprovechado de él. Manuel Puig logró que uno de sus testigos firmara un contrato pero luego igual fue demandado por supuestos daños y perjuicios. Elena Poniatowska les dedica un largo texto a sus escrúpulos porque la mujer que bautizó Jesusa Palancares nunca aceptó una remuneración por contar su historia.

Efectivamente, estás apropiándote de la historia de otro que te la está entregando, y vos de alguna manera quedás en deuda. Pero esa deuda se autopaga. Porque la contraparte es que a los dos días el entrevistado te olvida mientras que vos primero desgrabás la historia y después seguís pensando el personaje, reinventándolo, puliéndolo durante mucho tiempo.

¿Cuidás de algún modo al entrevistado? ¿De los dichos que podrían perjudicarlo y no lo sabe? ¿Nunca te pasó reproducir algo que al testigo le causara perjuicio?

Me pasó una vez. Publiqué en Clarín una nota sobre el asesinato de un cantante bailantero llamado Carlos Chávez. Yo no investigué nada, lo hizo otro, pero escribí la crónica demostrando cómo la proximidad puede ser perfectamente una puesta en escena. ¿Viste esa anécdota que le atribuyen al actor inglés John Gielgud?

No.

Una vez, en Londres, se encontró no sé con quién, suponete que De Niro, que le contó que como tenía que hacer de homeless se había pasado tres meses viviendo con vagabundos, sin bañarse, comiendo desechos, etc. Y Gielgud lo miró raro y le dijo “¿No podía actuarlo?”.

Una variante de “lástima que haya que viajar para contarlo”.

Y esa investigación para una crónica que parecía tan sentida, tan íntima, la hizo otro. Pero una de las pocas cosas que sí hice yo fue la entrevista con el acusado que estaba prófugo. El abogado me hizo el contacto pero resultó que el tipo se hizo el vivo: “Yo estoy acá porque ellos quieren, porque si me quisieran agarrar me vendrían a buscar, me podrían intervenir el movicom, seguir a mi familia, lo que pasa es que los policías están todos entongados”. El tipo, que se llama José Carlos Olaya, le mojó tanto la oreja a la cana que yo pensaba: “Boludo, te van a hacer cagar porque los dejás muy mal”.Tuve ese momento de “¿Qué hago, transcribo esto o no?”. Después lo hice, porque al fin y al cabo el tipo había hablado en pleno uso de sus facultades, era un muchacho grande. Quizás si hubiera tenido alguna empatía con él… pero no. A los tres días salió en el diario que lo habían agarrado de las pestañas en el aeropuerto de Chile y lo habían metido preso. Después de esa tocada de culo la cana debió pensar: “¿Así que decís que nosotros te dejamos libre? Ya vas a ver cómo te dejamos libre”. Así que cuando publiqué la crónica en La guerra moderna –“Cae la noche tropical”, se llamaba– puse una aclaración diciendo que seguramente la crónica de Clarín había tenido algo que ver con la detención. Y que me incomodaba que el periodismo pudiera servir para semejante cosa.

Esto nos llevaría al tema de la verdad que, como te decía, en la no ficción me parece que sigue un modelo judicial. En la crónica no existe esa exigencia de pruebas, sobre todo porque se asocia más al ejercicio de una mirada que a una investigación. Una vez le pregunté a Walsh si realmente le había consultado a la viuda de unos de los fusilados de José León Suárez qué había comido ese día. ¿Las milanesas con papas fritas eran un dato de la realidad dado por la viuda o un verosímil para un obrero que todavía disfrutaba de un buen pasar? Él primero me hizo una broma, pero muy significativa: “Nadie me va a hacer un juicio por eso”.

Uno busca una verdad más global. No si el tipo ese día comió milanesas con papas fritas, pero sí si de vez en cuando las comía, y ya basta. Siempre pensé que el viejo Kapuscinski era un mentiroso, pero eso era lo que me parecía más interesante de él. Si nos gustó cómo nos contó África eso es lo que importa, no si se encontró o no con Lumumba. En el concurso que hicieron Seix Barral y la Fundación Nuevo Periodismo Iberoamericano, que ganó el proyecto de Iglesias Illa, yo, que era jurado, apoyaba el de Meneses, La vida de una vaca, y John Lee Anderson me preguntó:“¿Pero ese hombre vive con la vaca?”.Yo le dije: “Bueno, tiene una casa de campo, ahí está la vaca, la va a ver de vez en cuando”. “¡Ah, entonces la historia no tiene ningún valor!” Yo lo miré para ver si venía la sonrisa cómplice pero no vino.

Sigue siendo significativa la anécdota de Gielgud.

No importa tanto si hay o no una vaca, se trata de actuarla.  

 

María Moreno se inició como periodista en el diario La Opinión y actualmente escribe en los suplementos “Radar” y “Las 12” de Página/12. Ha publicado la novela El affaire Skeffington y varios libros de ensayo y crónica, el último de los cuales es Banco a la sombra (2007).

Martín Caparrós es licenciado en Historia, novelista, periodista, traductor y viajero incesante. Entre sus obras de periodismo narrativo están La voluntad con Eduardo Anguita (1998), La guerra moderna (1999), El interior (2006) y la indefinible Una luna (2009). Su novela más reciente es A quien corresponda (2008).

 

1 Mar, 2010
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