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Espectralidad materialista

ARTES

 

“Lo que queda” en las calles de México: fenomenología de lo muerto en el arte de Teresa Margolles. 

 

La trepidación del imaginario. Según la prensa mexicana, 2008 fue el año en que más balas se dispararon en la historia reciente de México1. De acuerdo con las cifras compiladas tanto por fuentes oficiales como periodísticas, en 2008 más de cinco mil personas perdieron la vida en los diversos episodios de violencia ligados con la actividad del tráfico de sustancias y su represión, cuando durante el año 2007 la cifra fue de aproximadamente dos mil ochocientos2. La abultada aritmética de esas estadísticas, que en números netos rebasan los niveles de violencia en varias de las zonas de conflicto bélico del mundo, hizo que a principios de 2009 México saltara a las notas principales de las agencias informativas, lo que llevó a autoridades e intelectuales mexicanos a sonar la alarma por el deterioro de la “imagen del país en el exterior”3. La trepidación del imaginario llegó a su punto más alto cuando, en enero de este año, el Departamento de Defensa de Estados Unidos hizo público un reporte de una de sus varias agencias de análisis estratégico que dibujaba la posibilidad de que el país pudiera sufrir un “colapso súbito y rápido”, como resultado de la presión que las bandas criminales ejercían sobre su sistema judicial, policíaco y financiero4.

Si bien la aseveración de que México era un “Estado fallido y débil” fue inmediatamente repelida por el aparato diplomático mexicano, y semanas más tarde la nueva administración estadounidense pareció adoptar un cambio de discurso que aceptaba la corresponsabilidad de su país en la violencia, tanto por su insaciable demanda de las sustancias declaradas ilegales como por ser el mercado de origen de la inmensa mayoría de las armas utilizadas por los brazos armados de la criminalidad5, la crisis forzó al gobierno mexicano a desplegar miles de soldados para patrullar las calles de las ciudades fronterizas como única vía para reducir la intensidad de fuego6. Aun así, durante los primeros cuatro meses de 2009, cerca de mil novecientas personas han caído en el remolino de las ejecuciones, decapitaciones y tiroteos7. Si bien la visión de que las organizaciones delictivas pueden desplazar al Estado-nación en el control de territorios y poblaciones y plantear un serio desafío a su hegemonía es exagerada, lo cierto es que la exacerbación de la violencia vino a establecer un estado de conmoción que parecía reservado a los estallidos sociales. En un país donde, como en la mayor parte del mundo, la modernidad es la experiencia desquiciada (es decir, fuera de marco) que va de la turbiedad del colonialismo a la eterna deriva del Estado-nación, es imposible no reconocer que la emergencia de la pura destructividad es también signo y motor de un cambio de época.

 

Fenomenología de lo muerto. Por más de tres lustros, en sus distintos avatares, el trabajo de Teresa Margolles en torno al manejo institucional de los cadáveres y la materialidad de la muerte ha operado como una suerte de historiografía inconsciente de la brutalidad de la experiencia social en México. Ese relato no resulta de una ambición directa de reportaje, sino del ejercicio de una experiencia heterodoxa de conocimiento y de una investigación límite de la ética. La obra de Margolles es, como sucede con mucho de lo que cae en la categoría marchita de “arte político”, una transcripción visual de un proyecto de opinión pública. Es políticamente corrosiva, antes que nada, por el apartamiento que representa de cualquier otro modo de intelección y sensación de lo social. Esta aventura límite, como pocas hay infiltradas en el mundo del arte, combina la heterogeneidad de un punto de vista alimentado de la negatividad individual y subcultural, que escogió desde su inicio el riesgo de operar desde uno de los puntos ciegos de nuestro imaginario: el del contacto, aprendizaje y trabajo sobre lo muerto. Esta aventura de una epistemología ominosa ha sido capaz de establecer una dolorosa pertinencia pública a lo largo del tiempo. Sin que ello fuera la expresión de un programa, el trabajo de Margolles ha efectuado un tránsito por diversas posiciones subjetivas y estéticas que fungen como un acompañamiento de procesos históricos concretos. Aunque en rasgos generales, es perfectamente factible bosquejar una fenomenología de las fases en que lo muerto captura lo vivo en este trabajo artístico. Pues si bien Margolles interviene en un registro sensible y visceral en torno a datos con los que la mayoría de sus contemporáneos buscan denodadamente evitar todo contacto, esa elaboración de perspectivas aparece como el doble siniestro de una etapa social. Las fases del trabajo de Margolles son un desdoblamiento cifrado e hipersensible de una etapa que ha sido todo menos la expresión de la inercia histórica8:

La modernidad gótica. El despliegue de una estética gótica del grupo semefo cuando, a principios de los años noventa, investigaba una estética centrada en la “vida del cadáver” mediante performances, videos y objetos escultóricos híbridos, coincidió tétricamente con la perturbación de los órdenes sociales que el viraje al neoliberalismo y la globalización introdujo en la economía del sur. En retrospectiva, la forma en que semefo aludía, a partir de sus referencias a Artaud, Bataille o José Clemente Orozco, constituía una reacción nihilista a la propaganda de una modernización sublime que prometía el ingreso en la normalidad democrático-mercantil del “Primer Mundo”, siempre y cuando se aceptara el descarte del contrato social post-revolucionario. El juego lúgubre de semefo concebía la experiencia mexicana como un montaje de conflictos y catástrofes: la sumatoria del sacrificio indígena, el exterminio colonial y la violencia de las revoluciones modernas9. En efecto, más que estar confinado a un margen subcultural que hubiera podido derivar de sus orígenes en el death metal rock y las inclinaciones por la oscuridad de las tribus urbanas de la periferia10, el grupo semefo quedó instaurado como un componente esencial de las formas de arte de crisis que emergieron en México en los años noventa, en buena medida porque su negociación con lo espantoso operaba como referente límite de una zozobra común. Fue precisamente su tajante antihumanismo lo que lo diferenció del conjunto de los otros artistas y colectivos que provenían de la contracultura del período. Al aludir extáticamente la experiencia de un contacto con lo bajo y abyecto, al vilipendiar la modernidad con el objeto expulsado de la putrefacción histórica, semefo anticipó el hecho de que la fiesta capitalista tuvo por efecto instituir en México, como en prácticamente todo el sur, una inestabilidad cíclica. “Lo gótico” de semefo (incluso en sus alusiones frankensteinianas) expresaba una clásica condición estética de la modernidad, donde la alusión al terror y lo “no-muerto” sirve como reacción primaria a la violencia de la modernización, en tanto que expresaba un presente perseguido por el temor del retorno de lo reprimido y la anticipación de un cambio estrictamente opuesto al que aludía la ilusión del progreso y la homogeneidad.

La morgue como atelier. En una segunda fase, que en términos generales corre en la segunda mitad de la década de los noventa, Margolles transitó (primero como parte de semefo y después como solista) hacia una apropiación cadavérica de los protocolos de la producción del arte, usando la institución forense como estudio artístico. Doble trastocamiento: la artista ejercía un abuso de una institución del aparato legal, desviándola de sus fines aceptables. Y simultáneamente contaminaba de horror sagrado11 el aparato estético contemporáneo. 

Más allá del valor de las obras particulares que salieron de aquella fábrica, el uso de Margolles de la morgue como taller tuvo una consecuencia estructural. Todas sus operaciones artísticas estaban definidas por el hecho de ocupar un espacio institucional clásico de lo que Michel Foucault definió como “heterotopías”: espacios que cada civilización designa como “fuera de todos los espacios”, aunque sean plenamente localizables, e instituciones “dominadas por una sorda sacralización”12. Operar acerca, dentro y desde la morgue, desde ese “espacio del afuera”, permitió a Margolles realizar una “heteropología”: una descripción o lectura de un territorio que aparecía como “una contestación, a la vez mítica y real, del espacio de la vida13. El potencial crítico de esa ubicación vino a exacerbarse por la contingencia histórica, cuando el romance de la modernización mexicana encontró su Némesis en la violencia. El estallido de la rebelión zapatista, la pandemia de la criminalidad provocada por la crisis económica de 1994-1995 y una serie de prominentes asesinatos políticos marcaron el colapso del régimen de partido único que gobernó México desde 1929 hasta el año 2000. Esos eventos transformaron el enclave de Margolles en la morgue en un referente público de la experiencia de la crisis política y social de mediados de los años noventa en México. El taller necrofílico devino en la vitrina de la necropolítica.

Exportación fantasmal. En la primera mitad de la década de 2000, el trabajo de Margolles planteó un complejo desbordamiento. Aunque el territorio de su investigación, sus materias primas y su referente técnico siguieron enclavados en la morgue mexicana, su esfuerzo poético consistió en desarrollar una serie de metodologías de emisión hacia el exterior de la institución forense que involucraban, a la par, un creciente rechazo del encuadre del “objeto artístico”. Con una prolijidad extraordinaria, Margolles desplegó un arsenal de tácticas de producción encaminadas a hacer posible un contrabando siniestro de los subproductos y experiencias del trabajo forense hacia otro tipo de heterotopía: la sala de exhibición del arte global. Margolles emprendió toda clase de intervenciones de los espacios y superficies de exhibición, o la impregnación de obras de sitio específico en el territorio urbano, por medio del agua utilizada en los ritos lavatorios de la morgue, la grasa proveniente del procesamiento técnico de cadáveres e incluso fragmentos de cuerpos, a fin de espectralizar el espacio de exhibición. Salvo algunas excepciones clave, Margolles exportaba, más que el cadáver, los desechos de su espacio de trabajo. Los fluidos y sustancias corporales fueron traspasados al espacio y los cuerpos de sus espectadores, a través de medios contaminados: su dispersión por medio de vapor, la mezcla con cemento, la producción de burbujas de jabón, etc. A la vez, la artista usó grasa humana para pintar instalaciones monocromas o “resanar” las fallas de la arquitectura y el cuerpo social. Desde el punto de vista estético, Margolles hacía posible ese contrabando sometiendo el repertorio posminimal y la poética de la desmaterialización a un proceso de contaminación simbólica. La estética visual “purificada” del monócromo, la producción de condiciones ambientales y sensibles al nivel de la pura exposición material, el uso de esculturas minimales para transportar el cuerpo de un feto y el abuso sistemático de las metodologías del readymade tienen en Margolles la tarea de parasitar la estética dominante. Bajo la apariencia del minimal-conceptual, la artista efectuaba operaciones subrepticias con lo material-cadavérico que implicaban exponer a su audiencia a todo lo que George Bataille articuló como un “materialismo bajo”: la cosa no clasificable ni controlable, “que no puede servir para imitar cualquier clase de autoridad” y permanece “exterior y extraña” a la idealización y el consumo productivo14. Pero esa infiltración sólo puede apreciarse en todo su radicalismo si se comprende que en sus obras contaminadas, Margolles invertía la relación contemplativa de la estética moderna. En lugar de la observación neutra y desinteresada de “lo bello”, Margolles exponía los afectos y el cuerpo del espectador a obras-sustancia que, profanaban la distancia de la apreciación estética para amenazar con infundirse en la carne, respiración y el torrente sanguíneo de su receptor.

Esa invasión, propulsada por las comisiones e invitaciones del circuito cultural mundial, tendía a generar una analogía abyecta del proceso de mundialización. El desplazamiento fuera de la morgue-estudio de Margolles remedaba, sin proponérselo o especificarlo, el efecto insidioso, invisible y disolvente del capitalismo global como abolición de fronteras y transposición constante de identidades. En efecto, desde operaciones que exploraban frecuentemente un vacío legal, Margolles emulaba una desregulación del intercambio entre los muertos y todo aquello que destinamos a ser (ex)puesto. No es un mérito menor de toda esa operación que lo que culturalmente es de inmediato vomitado entrara en el torrente de circulación de la cultura. 

 

Precio e inocencia. Toda muerte tiene un efecto multiplicador. Por eso, las ejecuciones no tienen como único destinatario a la víctima. Son y establecen un perverso sistema de comunicación15. Los señores de la guerra de las drogas, los narcotraficantes y sus persecutores, lo mismo que los medios y sus públicos, saben bien que cada cadáver es una bomba semiótica que atemoriza a la población pero también puede azuzar al adversario16. Cada vez que alguien es asesinado, deja detrás familias eternamente dañadas, aterroriza poblaciones, redefine el espacio urbano y marca la memoria de varias generaciones. En particular en las ciudades cercanas a la frontera entre México y Estados Unidos17, la violencia envuelve, sobre todo, la vida de los jóvenes, que con cada vez mayor frecuencia enfrentan el riesgo de perecer intempestivamente. En la red de afectos que es cada familia y comunidad, cada muerte violenta, sin importar circunstancias o motivos, produce un trauma duradero. “La violencia ha roto la continuidad de la línea de la vida. El superviviente no sólo es distinto, es otro”18.

Hasta hace poco, hacer eco de la afectación de cada una de estas muertes estaba en gran medida impedido por una interferencia moral. La prensa, los vecinos, los propios familiares y, sobre todo, el Estado suelen exorcizar el trauma de las muertes violentas con el doble rasero de la caracterización de “culpables e inocentes”, “criminales y víctimas”. Aunque en lugares como México la pena de muerte no sea un castigo legal, un gran número de las muertes violentas se trata con una indiferencia que oculta una celebración nada sutil: se las percibe como si fueran merecidas. Mientras “se maten entre ellos”, nada pasa. Por decenios, en el largo siglo de la criminalización del tráfico de drogas, los homicidios en torno a las bandas criminales se asimilaban como un gaje del oficio y el efecto de una justicia inmanente. Más que el propio consumo de sustancias prohibidas, la economía asesina que se levanta en su entorno entrevera el moralismo con la indiferencia ética que prevalece, también, ante la muerte de la prostituta.

Tenemos aquí en operación una división del trabajo y clase del acto de morir. Los criminales, adictos, usuarios e incluso el personal policíaco acabó por ser tenido como parte de una masa eminentemente desechable. Son los malditos, la carne de cañón, los sacrificables. En cambio, los medios tienen adscrita la función de excitar el máximo estremecimiento frente a cualquier historia donde la víctima de un crimen aparezca como una ilustración de la “ausencia de mal”19.

Detrás de esas diferenciaciones, lo que se asoma es un proyecto de sociedad. No en vano la etimología de la palabra “inocente” es “no-nocivo”: innocens, “el que no perjudica”20.

Al momento de pensar las consecuencias de las metáforas militares de otra “guerra” simbólica contemporánea (el horror de la pandemia), Susan Sontag exponía con toda lucidez las consecuencias de la obsesión por la “inocencia radical” que atraviesan el lenguaje contemporáneo: “Las víctimas sugieren inocencia. Y la inocencia, por la inexorable lógica subyacente a todo término que expresa una relación, sugiere culpa”21.

En un territorio donde la violencia aparece como mediación entre la obligación de enriquecimiento del capitalismo y el cierre de las oportunidades de los márgenes, designar culpables y víctimas es una estratagema que concierne a un régimen histórico que celebra la integración a los dispositivos “normales” como “no culpabilidad”. El culto a la inocencia que se ejerce en la narrativa sobre los crímenes bendice la intrascendencia como el principal valor ético. Entre menos afecte un individuo su tiempo y su colectividad, tanto más se llora su muerte. Procreamos infiernos para seguir imaginando que el paraíso está lleno de ovejas silenciosas.

 

Necro urbanismo. En sincronía con la exacerbación de la violencia en la región norte de México, el trabajo de Margolles, ya enquistado (aunque no sin tensiones) en los circuitos del arte global, aparece atravesado por un nuevo dispositivo heterotópico. No sin estremecimiento, cada una de las obras recientes de Margolles constata la redundancia de la morgue como reservorio de lo cadavérico: la violencia generalizada tapiza literalmente el espacio público, el lenguaje mediático y la sensibilidad urbana de evidencias y restos de una extendida economía de lo abyecto. Lógica consecuencia de esta pérdida del monopolio del depósito de cadáveres, Margolles ha abandonado el atelier de la morgue para investigar, tanto material como simbólicamente, la forma en que la “globalización baja” del narcotráfico (la máquina que articula la solidaridad denegada entre placer consumista y soberanía sacrificial) impregna de muerte lo público. La artista ha redirigido su investigación hacia el exterior, para explorar los espacios físicos y simbólicos de lo que Sergio González Rodríguez ha bautizado como “la arquitectura abyecta”: “Una construcción ominosa, suerte de ramal del drenaje profundo que, en lo simbólico, amenaza a toda la sociedad y quiere instalarse en la permanencia más anestésica con su mandato inaceptable: no te metas en lo que no te corresponde”22.

En esta nueva fase, que simbólicamente tiene su inicio con la instalación de un pavimento hecho con fragmentos de parabrisas de automóviles provenientes de ejecuciones en las calles de México, en un espacio socialmente degradado de la ciudad de Liverpool (Sobre el dolor, 2006), Margolles ha desplegado toda una gama de nuevos procedimientos destinados a concentrar en el espacio de exhibición, y por medio de acciones y obras performáticas, el desecho social del terror extendido. Los proyectos de Margolles, si bien amplían todas las metodologías de exportación clandestina de su trabajo previo, ahora invierten una mayor energía en el proceso de búsqueda de evidencias materiales en la calle. Por una vía inédita, su trabajo ha devenido en nomadismo. Ya no es la presentación abstracta de una u otra substancia: es más bien el resultado de recorridos necro geográficos. La feliz fórmula de Walter Benjamin sobre el flâneur, que en su deambular por la modernidad “acude al asfalto a ‘hacer botánica’”23, encuentra aquí su doble monstruoso. En el peinado de escenas del crimen en las que Margolles y sus redes de colaboradores están involucrados, el flâneur resucita como tropa de fiscales amateurs que recogen del pavimento lodo, sangre y fragmentos de cristales, registran el horror vacío de territorios heridos de muerte con la cámara o la grabadora y expurgan la prensa y el habla popular en busca de las sentencias y admoniciones que acompañan las ejecuciones. Estas derivas en pos de la materialidad y oralidad baja ocurren después de que los policías y peritos han peinado el terreno, no sin dejar, al levantar los cuerpos, toneladas de remanentes y efluvios de la vida cercenada. Todo ese residuo (lodo, sangre, vidrio, manchas, fragmentos, sonidos) es lo que Margolles refiere bajo la fórmula de “lo que queda”.

Esa experiencia (usualmente refractaria a ser representada) es en sí misma un acto de desafío y restitución, que vulnera la geografía del miedo que las matanzas instituyen en las urbes. Pisar el polvo de estos muertos degradados es de por sí una forma de restituir el derecho a la ciudad. Pero ese deambular tiene luego una transportación. “Lo que queda” es reelaborado por la artista a fin de remitirlo, como se traslada el cuerpo mismo al cementerio, al terreno público de la cultura, claro está que por la pregnancia de una intervención bajamente material. La sangre y el lodo impregnados en telas son rehumectados y recuperados en la sala de exhibición. Los fragmentos de vidrio se incrustan en joyas idénticas a aquellas que demandan los jerarcas de las organizaciones criminales. Las frases que acompañan las ejecuciones se “tatúan” en los muros o se bordan en oro sobre la tela con sangre, a fin de establecer una fricción entre el lujo, la codicia y el peculiar orden moral que, supuestamente, procura cada ejecución. Todo esto es, en suma, la utilización del espacio artístico para desplegar la compleja economía de abyección y deseo que borbotea como homicidio pertinaz. Si Margolles actúa ahora como un flâneur, como la cronista y filósofa de las nuevas necrópolis de la periferia, es porque requeriríamos hacernos cargo del modo en que el triunfo universal del capitalismo y la democracia electoral guarda una relación íntima con el laissez faire de la violencia. 

 

Crisis de sobreejecución. La diferencia del valor de la vida que hace que una sociedad tolere que las “clases desechables” se asesinen arriba a un punto de saturación donde ya resulta imposible discernir los muertos inocentes de los culposos. La relativa normalidad que permitía a los dirigentes de las organizaciones de tráfico y a su personal de administración mezclarse libremente con las élites entra en crisis cuando la “guerra” no hace distinción entre combatientes y espectadores. En efecto, en situaciones de un desbordamiento de la violencia como el que ha ocurrido en México, la llamada “guerra de las drogas” llega a convertirse en una suerte de “guerra total” que ya no acepta límites convencionales tales como la indiferencia ante las familias del adversario, la contención ante los individuos ajenos al submundo del tráfico o el relativo respeto a toda clase de figuras de autoridad. 

Las estadísticas de los medios y la protesta ciudadana, al hacerse cargo de las cifras totales de los ejecutados, dejan de girar en torno a cuántos de ellos participan o no de los círculos criminales. La escalada de ejecuciones no sólo parece poner en entredicho la estabilidad de la república, sino que desafía los límites de lo sensible y concebible. La producción de cadáveres llega a ser tan descomunal que desfonda los almacenes del bien y del mal. El argumento de la culpabilidad individual está también entre las víctimas que han caído en la nueva “fiesta de las balas” que asola a lugares como México.

 

De “lo que queda” a lo que no aparece. Margolles nos coloca en una terca, tensa, difícil negociación intelectual y anímica. El referente de la violencia no es aquí un contexto, pues es traído a cuentas como un índice casi desmaterializado. El fenómeno que alude no puede articularse como metalenguaje y tampoco se aloja figurativamente en un objeto. Su traslado deriva en una serie de instancias donde ocurre un cortocircuito no mediado entre la suciedad y el oro, sangre y riqueza, decadencia palaciega y barro suburbano. He aquí una maquinaria, pero no se ve bien cuál es su producción. Si acaso, conviene decir que “de lo que queda”, el mecanismo arroja un “aparece”. Sólo mediante el desenvolvimiento inmanente de los dispositivos con que un artista contemporáneo establece su campo de práctica un determinado rango de autonomía estética sigue operando en la obra contemporánea, incluso (si no es que sobre todo) cuando el principal medio de la producción poética parte de la combinación de momentos de captura e intervención de lo real. Bien vista, la fricción que la obra de arte contemporánea establece entre los fragmentos y episodios de lo social que absorbe e incorpora, y su destino consistente en parasitar o intervenir espacios, circuitos sociales, afectos colectivos y discursos públicos, negocia un rol que es todo menos la representación, pues las operaciones estéticas pierden su carácter inerte e ideal de no-cosas, y el registro que ellas dan de “la realidad” ya jamás puede estabilizarse como un dato de la conciencia. En medio de la confusión entre crítica y afirmación, ese no-producir y no-consumo no tiene nada que enseñar: su designio es perturbar epistemologías y prácticas. Ese rango es político, en la medida que se niega a contemporizar con la increíble capacidad del campo artístico para procesar la inquietud histórica en apaciguamiento curatorial. Al menos estamos ante una operación que se niega, con todos los dientes y garras, a ofrecernos una violencia domesticada.

En ese trayecto, es también imprescindible desprenderse de la idea de que el artefacto artístico es un todo suficiente, garantizado por su distanciamiento. Sería por demás triste que lo residual y fragmentario pudiera consignarse como un todo, por más quebradizo que este fuera en su interior. El registro del residuo es refractario a la noción del material y la técnica. Ciertamente, el gesto que establecía el artefacto estético como producción de una diferenciación abstracta y negativa frente al objeto útil o cosificado ya no es factible, pues la disonancia dejó de ser siquiera perceptible ante la cacofonía del llamado “mundo del arte”. El residuo puede traerse a cuenta tan sólo como el insumo de una maquinaria que produce más residuo. Esta es la figura de un proceso o fluido, que no puede ser coleccionable. Se experimenta, sí, o más bien habría que decir, nos embarra. Es así, quizá, que incrustó una que otra basura.

No obstante, ese barrer lo barrido para sólo revolverlo permite ensayar una epistemología provisional. Su interacción con colectividades e instituciones lleva a una fricción en la que el texto, en lugar de postular un “contexto”, lo introduce parcial o localizadamente a su textura. Esta realidad alterada no es en ningún momento generalizable. Como todo barrer, empieza para volver a empezar. Recoge y dispersa, pero no sedimenta nada. Entremezcla saberes sociales, los absorbe, los difumina y los vuelve de nuevo al polvo. Si alguna escritura puede acompañar esta experiencia, esa escritura también debe ser una mezcla de luces y suciedades, datos y quejas, interjecciones y aforismos. La máquina de Margolles aparece en la forma de una inteligencia sucia. Este “casi nada” de “lo que queda” es probable que ni siquiera alcance a percibirse como “obra de arte”. Lo mismo da: lo que importa es que el artefacto agite ese fantasma. Del mismo modo, su valor como indicio es más bien exiguo. La violencia trasladada sólo indica que allá sigue la violencia.

Una intervención como la que Margolles efectúa en Venecia debe tener como correlato producir una enorme insatisfacción. Por descontado, no puede ser el escaparate y vehículo de los intereses de autopromoción nacional, atracción turística y validación del aparato cultural burocrático. Pero tampoco ha de asegurar a su receptor ningún resquicio de controlar su materia ni su referente en términos de producir un conocimiento global. El traslado de la cosa y la muerte no debe sedimentar ningún supuesto de justicia, verdad o seguridad.

Como sabe bien el que ha vivido en una ciudad sitiada por una pandemia, detrás del “no es nada” lo que asoma, lo que aparece, es una espectralidad materialista. Lo sucio aquí no se sublima: se aplica, eso sí, en un grado de dilución suficientemente bajo para permitirnos preservarlo del asco. Pero la dosis tiene que ser suficientemente concentrada para inducir sospecha sobre su virulencia microscópica. 

 

Atrofia e hipertrofia de la soberanía. Bajo la anodina irrealidad de las estadísticas y la batalla por contener su efecto simbólico, se despliega un continuo drama que deriva, como toda batalla de dominio, en el límite final de los cuerpos y los afectos. La violencia entre los llamados carteles y las organizaciones del Estado se libra en los juegos de la percepción, la afiliación y el lenguaje, pero tiene su espacio último de ejecución sobre las vidas y los tejidos, las ilusiones y los terrores, la intimidad y la integridad de individuos concretos. Lo que era una persona, con una diversidad de potenciales, fallas, neurosis o destellos, queda reducida a una materia infecciosa e informe. Como constatan las imágenes gore de la prensa policíaca, pero también las tomas producidas como trofeos de guerra por los ejércitos de ocupación contemporáneos, la muerte del ejecutado tiene la peculiaridad de que no se espiritualiza. A diferencia de los que mueren “por causas naturales”, el asesinado ve interferida su memoria por la imagen amenazante de sus despojos.

Más allá de confirmar la criminalización de la circulación y el consumo de drogas como “causa de la violencia criminal”24, en el caso mexicano hay que añadir el modo en que en los últimos años las batallas por el control del mercado negro se han exacerbado no sólo en cantidad sino en teatralidad. Una ejecución no puede llevarse a cabo sin implicar la creciente inducción del terror, la publicidad de la tortura y el desmembramiento del cadáver; es decir, el ejercicio constante de lo que los medios llaman “lujo de violencia”. Lo que resulta intolerable es comprender que ante el retiro, retraso o fracaso del “monopolio de la violencia legítima” no tenemos una diversificación de las “violencias legítimas” que suponen las rebeliones. Estamos, más bien, frente a la exacerbación, teatralización y progresión de una violencia espectacular y sin medida. De modo muy especial, la fiebre de decapitaciones25 sugiere que en el norte de México se ha expresado el espantajo de una soberanía sacrificial: la búsqueda de afiliación, fascinación y estupor de una clase de poder premoderno que se caracteriza por “hacer sensible a todos, sobre el cuerpo del criminal, la presencia desenfrenada del soberano”26. Deberíamos, por consiguiente, ver una relación íntima entre la atrofia de una democracia que no puede implantarse en términos de su violencia mesurada27 y la hipertrofia de la soberanía de un ejercicio sacrificial que, sin embargo, no aspira a crear ninguna hegemonía política, sino tan sólo a ejercer el control necesariamente inestable de un comercio que, en tanto que prohibido, tiende a ser una rama particularmente desregulada del capitalismo contemporáneo. 

En efecto, la violencia que ocurre en muchos lugares del mundo no tiene posibilidad organizativa: no puede proyectarse como origen de un posible orden futuro28. Aparece como una soberanía hipertrofiada porque su enorme despliegue de transgresión, su revivir la economía del sacrificio, acaba actuando como el espejo del mercado laboral del presente. Lo sorprendente de lo que la policía denomina “crimen organizado” es que opera como una maquiladora. El sicario recurre al exceso más extremo, tan sólo para no ser el siguiente muerto. Esto es precisamente lo que testimonia un decapitador entrevistado por Sergio González Rodríguez, al confesar que su principal tarea es complacer al patrón: “En el momento pienso: Que no me lo vayan a hacer a mí. Pero éste se lo buscó, ni sé quién es. Que me salga bien la orden para que vean que cumplí y que no me vayan a quitar de mi trabajo. […] Luego ya me veo solo en la casa esperando que el jefe hable para saber cómo le pareció el jale”29.

La muerte, viscosa y espectacular, que inunda calles y campos, es una figura del desempleo. La única diferencia es que los despidos se efectúan con el gesto tajante de un machetazo.

A cien años de haberse impuesto el criterio del prohibicionismo americano bajo el pretexto puritano de que las “drogas pueden destruir el alma”30, lo que Richard Nixon bautizó como “guerra contra las drogas” ha demostrado ser la campaña más inútil de la historia. Su saldo efectivo es haber hecho crecer, en torno a la prohibición, un mercado cada vez más extendido, con “sustancias prohibidas” cada vez más baratas y, eso sí, una interminable montaña de muertos. Ni siquiera es que la violencia se concentre en el sur: algunos cálculos sitúan en cosa de diez mil homicidios lo que el crimen asociado al mercado ilegal produce en los Estados Unidos31. Que los principales focos de la violencia del narco, Estados Unidos, Colombia y México, aparezcan como los principales defensores de la ortodoxia del prohibicionismo en los foros internacionales, frente a los gobiernos occidentales que se inclinan cada vez más por la herejía de ejercer una política de “manejo de daños” en lugar de la mera represión32, es una de las mejores ilustraciones de cómo las ideologías se articulan en torno a la compulsión a la repetición. Como ha señalado con toda precisión Luis Astorga, este perseverar en “continuar una política de fracasos con efectos multiplicadores e insistir en ella” expresa la tautología constitutiva de la guerra de las drogas: “el fin mismo de la llamada guerra parece ser el mantenerla”33.

La “guerra contra las drogas” tanto como la “guerra contra terror”, la contención de los inmigrantes, el manejo de las pandemias e incluso la batalla contra el calentamiento global son modelos de la “guerra perpetua”. En lugar de una dinámica en la que los Estados situaban su fundación en una violencia originaria, transitamos hacia una administración que asegura la inmortalidad del capitalismo y la democracia con “guerras” sin tregua ni victoria. El escándalo del cuerpo social no debe permitirnos contemplar el caudal de violencia bajo la asepsia del distanciamiento. Es más apropiado ahondar en el shock, mancharnos del dolor, aspirar sin saber cómo a fundar una política del malestar, porque de otro modo corremos el riesgo de disponernos a la interpelación de un nuevo orden fundado en el miedo y la cruzada infinita.

 

Teoría del escándalo. Las experiencias que Margolles confabula e instrumenta no pueden ser absorbidas sin angustia. Si algo tienen de hechicería, en el nivel de su cocina material, es su habilidad de concitar toda clase de terrores no especificados. La intervención de Margolles pone a sus espectadores en una casa poblada de fantasmas. Es un espacio que, como Freud señaló para referir a lo ominoso –unheimlich–, es a la vez familiar y lejano, entrañable y desconocido, velado y obsceno. El pabellón es un espacio donde se intima “con la muerte, con cadáveres y con el retorno de los muertos, con espíritus y aparecidos”, bajo la aprehensión de que “el muerto ha devenido enemigo del sobreviviente y pretende llevárselo consigo”34. Es por ello que, tanto para los espectadores como para los organizadores, el pabellón aparece por momentos como vector de contagio. La materia que es la obra sin jamás ser obra, el proceso de lavar-contaminar el piso del pabellón de exhibición, nos invade mientras deambulamos por allí, convocando a los muertos para que sigan a otros muertos.

Esta operación espectral (este aparecer y comparecer) ha tomado posesión, incluso, de la pregunta retórica que sirve de título a la intervención. “¿De qué otra cosa podríamos hablar?” es, claro, la réplica a una interdicción. La frase encierra una reacción visceral ante la expectativa de las élites mexicanas de que por proteccionismo de la imagen nacional o por sostener las ilusiones del turismo, preferirían que guardáramos un compungido silencio ante la falta de discreción que ha tenido la sociedad al masacrarse ruidosa, voraz y espectacularmente en público. Vana ilusión. Al final de cuentas, lo único que puede acallar la obligación de hacer y decir sobre la catástrofe presente será la catástrofe venidera. El horror de experimentar la historia como una compulsión a los desastres es que ya habrá “otra cosa de qué hablar”: la próxima matazón, la futura revolución fallida, la cíclica hecatombe económica, la renovada desilusión democrática, el siguiente cataclismo natural o la pandemia en ciernes. Así como la masacre interminable de las batallas del narcotráfico tuvo por efecto acallar el clamor por los cientos de mujeres asesinadas en lugares como Ciudad Juárez, la única manera de romper el hechizo de las decapitaciones en el norte de México fue el modo en que la ciudad de México se convirtió, en abril y mayo de 2009, en el foco de irradiación de la nueva oleada de influenza global. Transitar de crisis a crisis; vivir de un escándalo a otro. Pero aquí no se pretende ningún diálogo. Al curador le resulta delicioso compartir que la etimología griega de la palabra “escándalo” (skandalon) significa “trampa u obstáculo para hacer caer”35. Lo que sigue…

En una ciudad fantasma llamada México, 2009.

 

Notas

1 “El 2008 se convierte en el año con más balas disparadas en la historia reciente de México.” En: “Entre el horror y el luto”, Reforma, México, 5 de enero de 2008. Anuario 2008.

2 “Más de 5.000 asesinatos en México en lo que va de año”, El País, Madrid, 3 de diciembre de 2008, www.elpais.com/articulo/internacional/5000/asesinatos/Mexico/va/ano/. Según los reportes que ofrece el diario Reforma de la ciudad de México, hechos a partir de la suma de sus reportes diarios, esas ejecuciones incluyeron 50 soldados, 552 policías, 626 víctimas con huellas de tortura y 170 decapitados. Junto a 312 de esos cadáveres, los asesinos dejaron alguna clase de mensaje. “Ejecutómetro 2008”, gráfico animado disponible en http://www.reforma.com.

3 Enrique Krauze, “La defensa de nuestra imagen”, Reforma, México, 14 de enero de 2009.

4 US. Joint Forces Command, “The Joint Operating Environment 2008”, 25 de noviembre de 2008, p. 36. Disponible en www.jfcom.mil/newslink/storyarchive/2008/JOE2008.pdf.

5 Mary Beth Sheridan, “Clinton: US Drug Policies Failed, Fueled Mexico’s Drug War”, The Washington Post, 26 de marzo de 2009, p. A01.

6 Rolando Herrera y Benito Jiménez, “Prometen duplicar la fuerza en Juárez”, Reforma, 26 de febrero de 2009, y Rolando Herrera, “Arriban a Juárez 1.800 militares”, Reforma, 1 de marzo de 2009.

7 “Narco: Ejecuciones 2009”, Reforma, 25 de abril de 2009, p. 2. Entre las cifras consignadas al 25 de abril de 2009, el diario especificaba que las ejecuciones habían abarcado 188 individuos que presentaban huellas de tortura, 129 cuerpos asociados con mensajes y 64 decapitados.

8 Apoyo varios de los asertos de esta sección, en la lectura que en 2001 ofrecí del trabajo de Margolles en el texto “Zones of Tolerance: Teresa Margolles, semefo and beyond”, Parachute N° 104, octubre-diciembre de 2001, pp. 32-49. La versión más reciente de este texto traducido al español se encuentra en: “semefo: La morgue” en Rubén Gallo (ed.), México DF: Lecturas para paseantes (Madrid, Turner, 2005), pp. 341-356.

9 Toda esa gama de referencias estaba explícitamente convocada en las acciones y exhibiciones clásicas de semefo de los años noventa, muy prominentemente en su primera exhibición para museo, Lavatio corporis (1994), en el Museo Carrillo Gil de la ciudad de México.

10 Lourdes Morales ha elaborado una lectura detallada de las corrientes subculturales del grupo semefo, y en particular de la categoría de “lo obscurón”, en su tesis de maestría titulada “De la oscuridad a la metonimia. Un ensayo sobre semefo y Teresa Margolles”, tesis para obtener el Grado de Maestra en Historia, Facultad de Filosofía y Letras, México, UNAM, 2006.

11 “Lo sagrado es justamente la continuidad del ser revelada a los que fijan su atención, en un rito solemne, en la muerte de un ser discontinuo.” George Bataille, El erotismo (trad. de Antoni Vicens, Barcelona, Tusquets, 1979), pp. 36-37.

12 Michel Foucault, “Different Spaces”, en James D. Faubion (ed.), Aesthetics, Method, and Epistemology (Nueva York,The New Press, 1998), pp. 177-178.

13 Ibíd, p. 181.

14 George Bataille, “El bajo materialismo y la gnosis”, en George Bataille, La conjuración sagrada. Ensayos 1929-1939 (sel. y trad. Silvio Mattoni, Buenos Aires, Adriana Hidalgo, 2003), p. 62.

15 Para una lectura artística del sistema de señales de la violencia en Colombia y cómo está codificado bajo una gramática católica de origen contrarreformista, ver José Alejandro Restrepo, Cuerpo gramatical. Cuerpo, arte y violencia (Bogotá, Universidad de los Andes, Fundación Valenzuela y Klenner, 2006).

16 Luis Astorga, uno de los principales estudiosos del fenómeno y la historia de las drogas en México, apunta que varios de los ex militares alojados en los ejércitos de los sicarios de las organizaciones criminales pudieron haber tenido entrenamiento en la guerra psicológica contra la subversión, y que han querido aplicar la lógica del aturdimiento del adversario por el terror para obtener en reciprocidad una violencia más acusada (comunicación personal, 21 de abril de 2009).

17 “Son cuatro las ciudades más violentas en México: Patricia Espinosa”, La Jornada, México, 14 de enero de 2009, p. 1.

18 Wolfgang Sofsky, Tratado sobre la violencia (trad. Joaquín Chamorro Mielke, Madrid, Abada, 2006), p. 79.

19 Como se sabe, Agustín de Hipona, al rechazar tanto el argumento maniqueo del dualismo de mal y bien, como el argumento neoplatónico de la jerarquía de las ideas, acabó definiendo la noción de que el “mal no es sino la privación del bien” (La ciudad de Dios, XI, 22). La concepción actual y pragmatista del bien aparece siempre insustancial, como el mero postulado del alejamiento o disminución del mal en la búsqueda de seguridad. En efecto, para la actual hegemonía el bien es sólo la privación del mal.

20 Joan Corominas, Breve diccionario etimológico de la lengua española (Madrid, Gredos, 1990), p. 415.

21 Susan Sontag, La enfermedad y sus metáforas. El sida y sus metáforas (trad. Mario Muchnik, Barcelona, Suma de Letras, 2003), p. 135.

22 En su extraordinario ensayo sobre las decapitaciones en México, Sergio González Rodríguez apunta que la proliferación de túneles del narcotráfico, casas de seguridad en forma de sótanos, la transmisión “subterránea” de imágenes y discursos de violencia de los medios e Internet, y la multiplicación de espacios de culto heterodoxos relacionados con el crimen (“los templos y altares de Malverde y la Santa Muerte”) confluyen en crear una especie de nuevo urbanismo: “la arquitectura abyecta” que “acoge lo funesto, lo cadavérico, los desechos”. Ver El hombre sin cabeza (Barcelona, Anagrama, 2009), pp. 161- 163. No obstante, es argüible que esa especialidad abyecta es más bien una manifestación anti-arquitectónica, pues opera en los márgenes opuestos a la definición batailliana de “arquitectura” como una metáfora de la fisionomía de la autoridad, el ocultamiento monumental de la muerte y la estructuración del pensamiento racional. Ver Denis Hollier, Against Architecture. The Writings of Georges Bataille (trad. Betsy Wing, Cambridge, Ma.,The MIT Press, 1989), pp. 46-56.

23 Walter Benjamin, “Charles Baudelaire. Un lírico en la época del altocapitalismo”, en Obras. Libro I, vol. 2 (eds. Rolf Tiedemann y Hermann Schweppenhäuser, trad. Alfredo Brotons Muñoz, Madrid, Abada, 2008), p. 123.

24 Por la necesidad de los traficantes de zanjar sus disputas sin poder recurrir a un sistema legal, por la acumulación de armas que hacen para protegerse de sus competidores y la policía, además de la forma en que el “combate a las drogas” distrae al aparato judicial de la persecución de otros delitos. Ver Arthur Benavie, Drugs. America’s Holy War (Nueva York, Routledge, 2009), p. 38.

25 Probablemente desatada, como ha sugerido Sergio González Rodríguez, por el “impacto planetario” de las imágenes de tortura de Abu Ghraib y la contestación del islamismo radical por medio de videos de decapitaciones en línea. Ver Sergio González Rodríguez, ob. cit., p. 73.

26 Michel Foucault, Vigilar y castigar. Nacimiento de la prisión (trad. de Aurelio Garzón, México, Siglo XXI editores, 1976), p. 54.

27 No es, para referir los términos de Benjamin, ni una violencia “fundadora y mítica” (como la que invocan los Estados en su origen), ni una violencia “conservadora-represora” (con que se reestablecen las leyes), pero tampoco constituye una “violencia divina” que derrumba el derecho como expresión de una redención revolucionaria. Walter Benjamin, Para una crítica de la violencia y otros ensayos. Iluminaciones IV (intr. y sel. Eduardo Subirats, trad. Roberto Blatt, Madrid, Taurus, 1991), p. 33.

28 Ibid, pp. 41-45. Es por demás interesante el modo en que Slavoj Žižek ha concretado la noción de violencia divina benjaminiana en términos del Terror revolucionario jacobino en Francia en 1792-1794. Slavoj Žižek, Violence. Six Sideways Reflections (Nueva York, Picador, 2008), p. 196.

29 Sergio González Rodríguez, ibíd., p. 148-149.

30 Proceedings of the Association of the American Pharmaceutical Association N° 51, 1903, p. 447. Citado por Antonio Escohotado, Historia general de las Drogas. Completada por el apéndice Fenomenología de las drogas (8ª. ed. aumentada, actualizada y ampliada, Madrid, Espasa Calpe, 2008), p. 607.

31 Arthur Benavie, ob. cit., pp. 4 y 37. Como señala Benavie, la evidencia estadística muestra que a lo largo del siglo XX la tasa de homicidios en Estados Unidos se eleva al menos al doble en los períodos de prohibicionismo.

32 Esta división se hizo particularmente clara en la reciente declaración de la United Nations Commission on Narcotic Drugs (CND) en Viena, en marzo de 2009, donde 26 gobiernos, incluyendo Alemania, el Reino Unido, Australia y Croacia signaron la interpretación disidente en el sentido de que la resolución internacional incluía las políticas de “reducción de daños”. “After months of talks, UN still split over strategy on drugs”, The Guardian, 12 de marzo de 2009.

33 Luis Astorga, El siglo de las drogas. El narcotráfico, del porfiriato al nuevo milenio (México, Plaza y Janés, 2005), p. 180.

35 Sigmund Freud, “Lo ominoso” (1919), en: Obras completas XVII (Buenos Aires, Amorrortu, 1997), pp. 241-242.

36 Joan Corominas, ob. cit., p. 241.

 

Imágenes [en la edición impresa].Teresa Margolles, ¿De qué otra cosa podríamos hablar? Preparación de sangre recuperada (2009), conjunto de acciones con voluntarios recogiendo lodo en sitios donde se han ejecutado personas en la frontera norte de México, primavera-verano de 2009, p. 29; ¿De qué otra cosa podríamos hablar? Narcomensajes (2009), textos bordados en hilo de oro sobre telas impregnadas de sangre recogida en lugares donde ocurrieron asesinatos, Bienal de Venecia, p. 32. c Teresa Margolles.

Lecturas. Este ensayo fue publicado originalmente en ¿De qué otra cosa podríamos hablar? (Madrid, RM Editores, 2009), editado por Cuauhtémoc Medina en ocasión de la muestra de Teresa Margolles en la Bienal de Venecia 2009.

Cuauhtémoc Medina (México, 1965) es doctor en Historia y Teoría del Arte por la Universidad de Essex y licenciado en Historia por la Universidad Autónoma de México. Es investigador del Instituto de Investigaciones Estéticas de la Universidad Nacional Autónoma de México. Entre 2002 y 2008 fue el primer curador asociado de Arte Latinoamericano en las colecciones de la Tate Modern (Reino Unido). En 2009 tuvo a cargo el proyecto de Teresa Margolles ¿De qué otra cosa podríamos hablar?, que se presentó en el Pabellón de México en la Bienal de Venecia. Tiene a su cargo la columna quincenal “Ojo Breve” del periódico Reforma en la ciudad de México. 

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