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Con la excepción de algunos fanzines y colaboraciones en antologías, poco era lo que se conocía del joven Nick Drnaso (Palos Hills, Illinois, 1989) hasta la aparición de Beverly, uno de los más entusiastas debuts de historietas de los últimos tiempos. Tomando el (biográfico) paisaje suburbano de una población del medio oeste estadounidense como decorado, Drnaso gesta una casa de muñecas de vidas privadas como la ilustrada en tapa para diseccionar a fondo los miedos, angustias y pesadillas más urticantes de la realidad contemporánea. Como una Springfield retratada por Todd Solondz o Michael Haneke, nadie sale sano y salvo de Beverly: adolescentes, hombres y mujeres son las víctimas de una escenografía vacía y congelada, tan nítida que duele.
Fiel a la fidelidad genealógica norteamericana, Drnaso es una triangulación perfecta entre el nihilismo arquitectónico de Chris Ware (con cuyo arte geométrico de línea clara y colores planos al borde de la impostura se enlaza de manera evidente), el menos-es-más narrativo con personajes solitarios de la gran ciudad de Adrian Tomine y el grotesco sociológico de Daniel Clowes, tres pivotes del cómic clave (a su pesar) en la propagación de ese fenómeno que es la novela gráfica.
La narración y poética de Drnaso son tan precisas y contundentes que cualquier explicación sólo puede caer en la obviedad o la redundancia: Beverly es minimalismo puro y duro que dice con lo que muestra y no muestra lo que dice, aunque su ambición es tan expansiva como el desolador mundo de este lado. Tal condición es posible gracias a que sus seis historias son sutilmente corales y permiten seguir de manera fragmentaria y causal a un par de personajes de la infancia a la adultez: el conjunto pinta una tragedia generacional, la de una juventud de esperanzas prediseñadas y prontamente frustradas libradas al reinado idiota del Yo, la xenofobia y la apariencia desfondada, y por eso la estética superficial, de pasteles deslucidos y paisajes gentrificados es tan acorde al relato, a ese manto fatal que se desliza en quirúrgico in crescendo.
El primer capítulo es el único traspié de Beverly, una comedia bucólica de púberes que recolectan basura entre los que sobresale un gordinflón parlanchín que se nota boceto temprano —hay algo aquí de Mike Judge— de lo que vendrá; al menos sirve para introducir a Cara —que junto a su hermano Tyler serán los malogrados protagonistas reincidentes— y para engañar con un preámbulo falsamente jocoso. Seguirán, ya más turbios y acechantes, un piloto de sitcom cínica evaluado por una madre e hija (Cara, otra vez) desde su living de sitcom deprimentemente real; unas típicas vacaciones de clase media con padres obesos y niño (Tyler) propenso a las visiones psicóticas; el reencuentro con sabor amargo de dos ex amigas de colegio en una fiesta de mansión opulenta; el despertar paranoico-racista de una comunidad por la desaparición de una empleada de pizzería; y el deambular nocturno de Tyler en vías a una sesión de masaje en la que afloran los fantasmas de la soledad, pequeña obra maestra por sus diálogos, silencios, secuencias, contención y resolución.
El sagaz pesimismo de Beverly no es preocupante si se observa el contrastante optimismo que sugiere al trasluz, el de un autor precoz y en estado de gracia que promete mucha desesperación.
Nick Drnaso, Beverly, traducción de Alberto García Marcos, Fulgencio Pimentel, 2016, 123 págs.
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