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CINE y TV

Alanis recorre la calle con su hijo en busca de un lugar donde pasar la noche. Pasa frente a un hotel alojamiento en el que el plano se detiene. Corte a Alanis con su hijo, acostados en una cama suntuosa, con respaldo de diseño. Las reglas del montaje cinematográfico (que de tantas veces expuestas se han convertido en nuestro sentido común) nos indicarían que ambos entraron al hotel y van a pernoctar allí. Es una situación rara e incómoda, que nos lleva a cuestionar la decisión, especialmente porque, dada su condición de prostituta, estamos esperando todo el tiempo que la protagonista falle, que desbarranque llevándose a su hijo consigo para así reforzar todas nuestras ideas preconcebidas. Pero algo ocurre: pasa un auto, pasa gente (como sombras o fantasmas) y por fin comprendemos que están jugando a tener la vida de la que fueron privados por la policía y unos vecinos hipócritas. Entonces nos sentimos estúpidos, prejuiciosos, malpensados.

Esta estrategia es uno de los pilares de la puesta en escena de Anahí Berneri, que demuestra saber que el cine comunica con el plano y con el montaje, no con la palabra. Los diálogos reproducen el discurso de los personajes, nunca el de la directora. En varias ocasiones esperamos que ocurran cosas que finalmente no ocurren, o que suceden de una manera distinta. Así, Alanis se convierte en imagen especular, molestándonos, obligándonos a repensar nuestras ideas sobre los temas que aborda.

Pero hay otro recurso que, en este caso, demuestra cuán comprometida está la película con su protagonista: el encuadre. Sofía Gala casi nunca aparece en el centro del plano. Está siempre en los márgenes, recortada, duplicada, re-encuadrada, tapada parcial o totalmente. Y casi nunca se mantiene quieta en él. Como si el ser encuadrada (pensemos en todas sus acepciones) la incomodara. Rehúye el plano, entra y sale de él, lo atraviesa como si hubiera una fuerza centrífuga que le impidiese adoptar la centralidad. Eso es lo que hace Alanis en su vida: vive en los márgenes, escapa de la ley —la escrita y la otra—, se resiste a ser etiquetada y juzgada por una profesión (la prostitución) y una condición (ser madre) que eligió y elige en todo momento, afirmándola plano a plano.

Alanis nos muestra un mundo de mujeres; los hombres, o bien son personajes opacos o están flagrantemente fuera de campo, como el que le toma declaración a la protagonista. Allí también se derriba otro prejuicio: no hay proxenetas, sí mujeres (quizás con más experiencia) que regentean los lugares de trabajo por los que transita Alanis. Pero Berneri no es tan inocente o deshonesta como para hacernos creer en una utopía feminista craneada por AMMAR (la Asociación de Mujeres Meretrices de Argentina, a la que se agradece en los créditos), y por eso expone un universo posible en contacto con otros, pero con una complejidad que desconocemos los que no formamos parte de él. Seguramente (o probablemente), las afro que persiguen y golpean a Alanis trabajen para un fiolo. No lo sabemos, porque tampoco lo sabe la protagonista, y la película tampoco lo niega, porque su tema es Alanis y no la Prostitución (así, con mayúscula), y así la directora refuerza el compromiso total con su personaje. Todos estos aciertos, esa inteligencia para la puesta en escena y la sensibilidad para interpretar el guión no bastarían para que Alanis fuera la brillante película que es si en ella no hubiera una actriz enorme como Sofía Gala Castiglione. No hay otra —quizás con la excepción de Martina Gusmán— que pueda poner el cuerpo entero al servicio de una película. Su naturalidad es tal que parecería imposible que haya podido interpretar papeles tan diferentes. Sofía Gala es cada personaje que interpreta, y Anahí Berneri se acerca a ella y a su mundo con una mirada sincera, irreverente y despojada de todo preconcepto, para decirnos que primero tenemos que ver y entender antes de juzgar.

 

Alanis (Argentina, 2017), guión y dirección de Anahí Berneri, 82 minutos.

12 Oct, 2017
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