El año fue 1989, cuando apareció Haz lo correcto y Spike Lee encendió la mecha de ese cartucho de dinamita que iba a estallar en el 93, cuando Los Ángeles se transformó en una bola de fuego indignada por la absolución de los policías (blancos) que apalearon salvajemente a Rodney King. Detrás de Lee apareció una nueva generación de cineastas negros alimentada por las letras percutantes y combativas de NWA, Public Enemy, Ice-T y Queen Latifah, dispuestos a mostrar la otra cara de la experiencia afroamericana enterrando, primero, a Bill Cosby y su angelical familia. Del tridente ofensivo de la época, Mario Van Peebles, los hermanos Allen y Albert Hughes y John Singleton, el último fue quien mejores augurios despertó. Boyz n’ the Hood (1991) era la clase de relato urbano que el nuevo cine negro había necesitado para sacarse de encima todo el burdo blaxploitation que vino después de Sweet Sweetback’s Baadasssss Song (1971) de Melvin Van Peebles (padre de Mario), y al que Dr. Dre iba a completar sin restricciones para terminar de definir la mitología gangsta en el seminal The Chronic (1992).
La carrera de Singleton se había ido apagando, diluyendo entre proyectos cada vez menos personales, hasta su incrustación definitiva en lo peor del mainstream. Nada hacía pensar que después del remake de Shaft (2000) y de su incursión en la franquicia de Rápido y furioso iría a reincidir en los espacios y contextos que lo hicieron conocido, y es por eso que Snowfall sorprende en más de un sentido. No es estrictamente un run for cover, aunque tenga plena conciencia de ciertas tensiones sociales que fueron saltando entre épocas y sepa reconfigurarlas en un formato televisivo que ahora, después de The Wire de David Simon, parece mejor dispuesto a recibirlas. Snowfall es un relato coral que retrata la llegada del crack a Los Ángeles durante ese vértigo desvaído que se llamó la “era Reagan”, una ecuación problemática que cambió los paradigmas político-económicos de Estados Unidos para siempre y parió en forma marginal una economía sumergida basada en la creación de un nuevo régimen de hábitos, que incluía tanto el consumo de bienes de diseño como de drogas producidas y distribuidas con similares técnicas de mercadeo. La serie de Singleton funciona a la perfección como precuela de aquella avanzada del cine negro de los noventa, pero no se agota en su condición de presupuesto, porque en los ojos tristes de Franklin Saint (Damson Idris), que en el verano de 1983 pasa de vender marihuana a traficar con crack, no sólo respiran el descontento y la frustración de toda una generación, sino, también, el lamento de toda una nación que ve desmoronarse el andamiaje social construido en las tres décadas anteriores y observa, impávida, la jungla de luces y cemento que va ocupando su lugar. Lejos de la etnografía publicitaria, Singleton ha sabido, en esta primera temporada, cartografiar la memoria de su gente sin temor de volver a parecer lo que fue. Y así como en los años noventa no estuvo solo, ahora también tiene quien lo acompañe en el regreso. El lado B de Snowfall está en la más estridente The Get Down de Baz Lurhmann, que va por Netflix y tiene la misma pasión por el desciframiento de imágenes y cultos en la memoria de un pueblo consciente de su historia como ningún otro.
Snowfall (EEUU, 2017), creada por John Singleton, Eric Amadio y Dave Andron, FX, 10 episodios.
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