En un notable ensayo para la revista canadiense CinemaScope, el crítico Michael Sicinski señala a Terence Davies como un cineasta “conservador”, paradójicamente nostálgico de una sociedad (la británica de la segunda posguerra) que difícilmente se hubiera permitido asimilar a la mayoría de los personajes que protagonizan sus películas. Sicinski pondera la condición “moderna”, “experimental” del cine de Davies —muy especialmente en el seno de un cine como el inglés, que alguna vez Godard definió como “una contradicción”, sumamente proclive a la fosilización y el anquilosamiento de las formas—, pero cuestiona su apego a un sistema de valores extremadamente conservador, una contradicción que vuelve un film como Del tiempo y la ciudad (2008) casi una obra de ciencia ficción, desde el momento en que evoca una ciudad de Liverpool que sólo parece haber existido en la imaginación del propio Davies. De ahí que casi todas sus criaturas (desplazados u outsiders por motivos que van de la estricta razón de clase a la preferencia personal sexual) encuentren severas dificultades al momento de integrarse a un entorno que los repele por rebeldes, anómalos o “distintos”, ajenos a una idiosincrasia en la que los lazos de solidaridad social y cultural suponen un estricto apego a una moral predeterminada y estrictamente definida. Desde ese punto de vista, Una serena pasión, minimalista biopic que Davies dedica a la poeta norteamericana Emily Dickinson, conecta de manera curiosa con las anteriores películas “feministas” de Davies. Si las protagonistas de The House of Mirth (2000) y The Deep Blue Sea (2011) volvían a pagar con el escarnio las ansias de progreso o reconocimiento social, la propia vida de Dickinson ofrece ahora la excusa perfecta que le ahorra a Davies el correctivo demiúrgico y ex machina. La rebeldía de la poeta frente a las convenciones de su época, la necesidad de gestionar su propia alma sin hacer coincidir necesariamente ese curso con el mandato colectivo, se pueden resolver aquí con la liviandad y el sentido del humor que les faltaba a las otras películas precisamente porque fue la propia Dickinson la que se “autoexcluyó” del mundo. Ese corrimiento voluntario le permite a Davies la construcción meticulosa, exquisita de un marco donde la rebeldía no encuentra el imperativo de ser castigada porque, al jugarse en la intimidad, requiere de una estética de la soledad y no de un fresco social en el que algunos elementos no puedan darse el lujo de hacer demasiado ruido. Una serena pasión es, por lo tanto, la prueba latente de que una buena película puede estar hecha “con” y “partir de” las contradicciones que señala Sicinski, porque con la vida de una poeta extraordinaria a la que casi nadie leyó sino hasta que estuvo muerta, Davies ha construido una pequeña caja musical que suena sin estridencias ni solemnidades, y que deja llamativamente de lado casi todos los motivos y constantes que lo han transformado en uno de los pocos cineastas verdaderamente importantes de nuestra época.
Una serena pasión (A Quiet Passion, Reino Unido/Bélgica, 2016), guión y dirección de Terence Davies, 125 minutos.
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