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El CNBA cumple ciento cincuenta años

DISCUSIÓN

Las clases, como se viene escribiendo, volvieron. Esquivarlas es uno de los rasgos fundamentales del Colegio Nacional de Buenos Aires. En este cumpleaños, no obstante, con suficiencia se deja huella de la operación. “Hay un lugar donde el apellido y los contactos no abren puertas, donde el reconocimiento no se obtiene por la riqueza o la clase social a la que uno pertenece. Allí, la única tarjeta de presentación y fuente de prestigio es la excelencia intelectual”. Así arranca la larga nota que le dedica La Nación. La de Clarín es reticente, como si desconfiara.

Más que de la clase media a secas, el CNBA es un dispositivo central en la imaginación del ascenso social en nuestro país, una forma también de incluirse en la historia argentina. Junto con la excelencia, el mérito es palabra clave, y ambas obtienen su brillo porque el país las rechaza. No es una falla, no delata incapacidad hegemónica alguna; es su orgullo y distinción. Una isla. Hablar del Buenos Aires es hablar siempre del hijo del almacenero que, con esfuerzo, ingresó a sus claustros y coronó. Las clases son duras, el mérito las perfora.

Pero el Buenos Aires es de fierro. Tulio Halperin Donghi, en Berkeley, le toma examen a un muchacho coreano. Se dice que sospecha que es ex alumno, como él, que en sus memorias aclara que no entró por fortuna sino por aptitudes. No sólo puede más que las clases, el CNBA puede más que Berkeley y que Corea. Halperin le saca la ficha por la manera de hablar, esa mezcla de “dejadez oligárquica y pedantería judía”. ¿Caparrós y Kohan? No, nada que ver, pero ambos están en la celebración de La Nación. Tentados podemos estar de revisar si pidieron derecho a réplica para mostrar su disconformidad con la nota, después de todo tienen frescas lecturas que enseñan la prudencia de desconfiar de orígenes así de puros. Googleen por favor “1863”. Pero no vale la pena, no quisieron ser prosaicos. El Buenos Aires perdura. Por eso, aunque uno ponga el paraguas de Saer y Foucault, prevalece la invitación a titear a la preceptora que duerme con el rosario y amanece con olor a remolacha hervida; a hacer pasar por inteligente que la situación represiva argentina se puede condensar en ella y en un jefe de preceptores degeneradito, que fastidian a alumnos y profesores, inalcanzables en sus intercambios, hieráticos. Ya no hay alumnos del Interior como en Juvenilia, sí muchos apellidos italianos. La novela de Cané se transfigura en otra cosa, exagera aún más el clasismo, y La Nación acompaña el proceso completo. ¿Llegará a ser Ciencias morales lectura obligatoria para el ingreso? Probablemente no, por el sexo, aunque el jefe de preceptores es torpe incluso en eso.

El Buenos Aires irrita. De repente, hace pensar que tiene sentido lo de “Las ideas no se matan”. O conduce a que alguno se rompa la cabeza como si valiera desmontar semejante cosa. Alelado, nunca falta quien sale convencido de que el mérito cuenta y tarda en entender que el crédito obtenido iba por otro lado. Desvaríos argentinos de todo tipo toman carrera y se pasean por sus claustros. Miren si no es lindo esto de Mitre, contemporáneo: “Debemos tomar a la República tal como la han hecho Dios y los hombres”. Bueno, el Buenos Aires enseña lo contrario. Escuela de inconformismo. Despreciar al país o a la clase media, o un rato a una y otro a otra, valen todas las combinaciones, pero de ese laberinto es difícil que se salga. Ante un horizonte en el que, si todo va más o menos bien, sólo hay chance para que se expanda la clase media –incluso con reparos inhibitorios de mostrarse en exceso egoísta–, no es de despreciar que un puñado de jóvenes burgueses aprendan a odiarla al viejo estilo, por su idealismo, su sublimación, su hipocresía. Autoinfligido todo.

Sólo incendiando París Hitler se hubiera redimido. Un amigo, sabe de poesía, me cuenta que esto escribió Perlongher. En nuestra escala, batalla naval en hoja cuadriculada, a Roca –ex alumno del Colegio del Uruguay– lo hubiera salvado terminar de una vez por todas con el Buenos Aires. Tranquilo, le digo, no es para tanto. Mientras, sin apretarnos de más por la cuota de los institutos preparatorios, si surge que nuestros hijos vayan a la consabida institución, no nos opongamos.

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