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Sin Armagedón ni Juicio Final, sin parusía del mesías ni mesías sin parusía, acaso nos espere algo parecido al Diluvio Universal, pero sin cataratas cayendo del cielo. Por lo pronto, los científicos de la Nasa han calificado como irreversible el declive de los glaciares antárticos del mar de Amundsen, y hace tiempo que la Unesco viene alertando sobre la avanzada reducción de los glaciares de la Cordillera Blanca del Perú y sobre una inminente desaparición de las nieves eternas del monte Kilimanjaro. En el verano de 2012 el mundo fue testigo de un derretimiento casi total de la capa de hielo continental de Groenlandia, y cuatro años antes, en mayo de 2008, un grupo de documentalistas filmó el desmoronamiento más grande del que se tenga registro (del tamaño de casi media isla de Manhattan) en el glaciar Jakobshavn, en el fiordo groenlandés de Ilulissat, cuya retracción fue de casi quince kilómetros entre 2000 y 2010 (un kilómetro y medio más que la merma observada en todo el siglo XX). No en vano los estudiosos del clima han empezado a sentirse como “un puñado de Noés”, según reconoció uno de ellos.
Frente a la posibilidad de que en un futuro se produzca una liberación masiva del gas metano atrapado en el permafrost de Siberia y norte del Canadá, una bomba de tiempo climática que se estima contiene dos veces la cantidad de carbono que hoy contamina la atmósfera, ¿no es hora de ir actualizando la metáfora del terremoto que destruye sus propios instrumentos de medición con que Jean-François Lyotard comparaba Auschwitz? ¿O vamos a creer que es sólo fruto de un exceso de precaución que la Bóveda Global de Semillas construida en el archipiélago de Svalbard, en Noruega (el “Arca de semillas”, como se la conoce, creada para resguardar especies de cultivo de un eventual catástrofe mundial), sea a prueba de sismos, explosiones nucleares y tsunamis?
En su encíclica Laudato si (Alabado seas), el papa Francisco no hace mención de la escalinata que sube en dirección al paraíso, como la curva de Keeling, y desemboca en las fauces de san Pedro, con sus ángeles empetrolados y sus peldaños de esmog, ni parece estar al tanto de la construcción del acorazado Après moi le déluge, que navegará siguiendo la línea del Ecuador, de norte a sur, y contará con una réplica del cartel de Hollywood hecha con paneles solares. Lo que sí hace en su primera encíclica —si se tiene en cuenta que él sólo le dio los últimos retoques a Lumen fidei (La luz de la fe), que su antecesor, Benedicto XVI, había dejado casi terminada— es algo que ningún otro pontífice había hecho hasta ahora: escribir un documento de ecología política.
Alguna vez Antonio Gramsci se propuso realizar un examen crítico-literario de las encíclicas papales y advirtió que suelen ser “un centón de citas genéricas y vagas, cuyo objetivo parece ser afirmar en cada ocasión la continuidad de la doctrina eclesiástica desde los Evangelios hasta hoy”. Gramsci imaginaba la existencia en el Vaticano de un formidable fichero con citas para cada tema, provenientes de las Escrituras, de los Padres de la Iglesia y de las encíclicas anteriores, al tiempo que reconocía que “sólo cuando el papa escribe o habla de política inmediata, se siente cierto calor”.
Más allá de los récords que se han batido, en los últimos años, en lo que a temperaturas máximas promedio se refiere, es ese mismo calor el que sentimos al leer Laudato si, cuyo correlato es la primera exhortación apostólica de Francisco, Evangelii gaudium (La alegría del Evangelio), escrita en 2013, donde principia su denuncia contra el “fetichismo del dinero”, la “globalización de la indiferencia” y las “ideologías que defienden la autonomía absoluta de los mercados y la especulación financiera”.
El diagnóstico que hace al comienzo de Laudato si de la actual encrucijada ecológica abarca no pocas aristas: el peso insoportable de la contaminación debida a la industria y el transporte; la acidificación del suelo y del agua y el uso de agrotóxicos (palabra que prefiere a “pesticidas” o “agroquímicos”); el paulatino agotamiento de los recursos naturales y el consumismo desbocado de los países desarrollados; la “cultura del descarte”, que afecta “tanto a los seres humanos excluidos como a las cosas que rápidamente se convierten en basura”; la deforestación y los monocultivos que arrasan con la flora silvestre; la extinción cada año de miles de especies animales y vegetales por la acción del hombre; el descontrol en la extracción de los recursos ictícolas y los métodos destructivos de pesca, y la lista sigue.
Leer la encíclica a la luz de la “infalibilidad papal”, dogma que suele aplicarse a cuestiones de estricto contenido religioso, permite apreciar el cuidado con que Francisco evita meterse en asuntos que pueden ser objeto de controversia aun entre los científicos. Es mediante esta inusitada posición enunciativa, la del discurso ex cátedra, como Laudato si impugna de facto a los negacionistas del cambio climático, al otorgarle estatuto doctrinario al conocimiento en la materia. Si bien Francisco afirma la supremacía de la fe religiosa por sobre la razón y la ciencia en las páginas de Lumen fidei, el hecho de que la crítica al sistema económico imperante se ubique en el centro de Laudato si habla a las claras de que el peso específico del texto es más político que teológico. La manera en que su autor define un destinatario ecuménico y su tácita comparación con Juan XXIII al momento de publicar su encíclica Pacem in terris (1963), cuando el mundo parecía estar al borde de una guerra nuclear, expresan la gravedad que Bergoglio le atribuye a la crisis en ciernes. “Si la actual tendencia continúa —escribe—, este siglo podría ser testigo de cambios climáticos inauditos y de una destrucción sin precedentes de los ecosistemas, con graves consecuencias para todos nosotros”. Y agrega más adelante: “Las predicciones catastróficas ya no pueden ser miradas con desprecio e ironía”.
Se sabe que la religión cristiana heredó del judaísmo no sólo una concepción del tiempo no repetitiva y lineal, que fue adaptada a la creencia de que vivimos en el intervalo entre la primera y la segunda venida de Cristo, sino también una historia de la creación en la que el hombre se arroga la superioridad de Dios sobre la naturaleza. Este sería nuestro “pecado”, declara Francisco: haber pretendido ocupar el lugar de Dios; haber desnaturalizado su mandato de “dominar” la tierra. En su afán por revalidar la minoritaria tradición encabezada por san Francisco de Asís —patrono de los animales— dentro del catolicismo, el papa omite decir que, más allá de una bula del siglo XVI que condena las corridas de toros y de un puñado de frases sueltas deslizadas por algunos de sus antecesores, la Iglesia nunca se caracterizó por enarbolar como bandera la defensa de los animales. Tampoco se hace cargo Francisco de cómo la doctrina católica ha influido en la maquinaria jurídica y filosófica gracias a la cual se ejerce (tiránicamente, es decir, por abuso de poder) la explotación del animal en el alimento, el trabajo, la experimentación, etc. “Dios confió los animales a la administración del que fue creado por él a su imagen (cf. Gn 2, 19-20; 9, 1-4) —leemos en el artículo 2417 del catecismo—. Por tanto, es legítimo servirse de los animales para el alimento y la confección de vestidos. Se los puede domesticar para que ayuden al hombre en sus trabajos y en sus ocios. Los experimentos médicos y científicos en animales, si se mantienen en límites razonables, son prácticas moralmente aceptables, pues contribuyen a cuidar o salvar vidas humanas”.
Lo que no aclara la Iglesia es si son moralmente aceptables las atrocidades que los animales sufren a diario en las industrias que los explotan. Después de todo, ¿qué importancia tiene que Juan Pablo II haya dicho que estos poseen un alma, y que Francisco le haya sugerido a un niño que lloraba porque su perro había muerto que “el paraíso está abierto a todas las criaturas de Dios”, cuando un Padre de la Iglesia como santo Tomás de Aquino nos tranquiliza diciendo que no hay chance de toparse en el más allá con los resentidos espíritus de los animales martirizados aquí en la tierra?
Las religiones monoteístas son la expresión de la subordinación de la naturaleza a los valores del hombre, y en esto no hay vuelta de página. Del mismo modo que el pensamiento de la protección de las especies es una idea con la que el más voraz de los omnívoros lava su conciencia. El papa puede seleccionar del “fichero” lo que más le convenga para su argumento, puede decir que “la Biblia no da lugar a un antropocentrismo despótico que se desentienda de las demás criaturas” y que todo se debe a un error de interpretación que se resuelve leyendo “los textos bíblicos en su contexto, con una hermenéutica adecuada”; puede evocar al san Francisco de Asís que predicaba hasta a las flores, “invitándolas a alabar al Señor, como si gozaran del don de la razón”, pero lo cierto es que el cristianismo es la religión más antropocéntrica que existe. En el paso de la mundialización del monoteísmo a la occidentalización del mundo, y aun en tiempos de globalización, todos los rizomas conducen a Roma.
El punto es discernir en qué Occidente es profundamente cristiano, en qué el cristianismo es occidental, y en qué el capitalismo es occidental y cristiano. Ya Walter Benjamin había observado que al capitalismo se le atribuía la solución de todos los problemas esenciales que hasta entonces eran asunto de las religiones. Lo que no dice Bergoglio es que el Dios en el que todos confían es el Dios norteamericano de nuestros días. Y si tan abominable le resulta el “becerro de oro”, ¿por qué no apunta su pistola de agua bendita contra el dinero propiamente dicho? Hoy el dólar estadounidense es la principal moneda de reserva del mundo. Estados Unidos toma préstamos, salda deuda y adquiere recursos en su propia moneda, que puede emitir ilimitadamente, y así puede vivir por encima de sus posibilidades. ¿No le parece, Su Eminencia, que bien vale un vade retro esa monstruosa forma de acumulación sin límite?
En “Las raíces históricas de nuestra crisis ecológica”, texto pionero de 1967, cuando el ecologismo estaba en sus inicios, Lynn White Jr. define a san Francisco de Asís como el más grande de los radicales de la historia cristiana (sin contar a Jesús), pues él habría intentado “deponer al hombre de su monarquía sobre la creación y fundar una democracia entre todas las criaturas”. Pero White no tarda en señalar que el santo fracasó en su intento de “sustituir la idea de la autoridad humana” sobre la naturaleza. Un fracaso que expresa no sólo el derrotero monoteísta de la cultura occidental (con su verdad relativa ambicionando imponerse como verdad absoluta), sino también hasta qué punto la Iglesia forma parte de este mundo y no de un más allá con nubes de algodón, en las que deberían retozar los pobres animales de los que se alimentaba hasta el mismísimo san Francisco.
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