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Sobre «Star Trek: Discovery», de Bryan Fuller y Alex Kurtzman

DISCUSIÓN

¿Se puede decir que hay una nueva Star Trek para cada generación? No creo: aunque la muletilla suena bien, las fechas no coinciden. Entre la serie Star Trek “original” (de sólo tres temporadas, un dato que suele sorprender a la gente) y la segunda, The Next Generation, hubo una laguna de dieciocho años. Esta última empezó una seguidilla de cuatro series que abarcó tres décadas entre 1987 y 2005. Ahora ha pasado otra laguna más corta de once años hasta la serie más reciente, Star Trek: Discovery, disponible en Netflix (si incluimos las películas de Star Trek y Star Trek: TNG, la cobertura ha sido más continua).

Lo que sí se puede decir es que cada nueva encarnación de Star Trek ha sido producto de sus coyunturas políticas, tecnológicas y artísticas. La primera de esas esferas suele ser malinterpretada, especialmente por los que instintivamente gritan “¡imperialista!” cada vez que escuchan un acento estadounidense (o británico…): aunque sí fue producida durante la Guerra Fría y en Estados Unidos, las influencias políticas más significativas en Star Trek fueron los movimientos radicales de los sesenta y un cierto idealismo hippie/geek. El elenco ―particularmente si incluimos personajes secundarios― demuestra una diversidad de razas y nacionalidades insólita para el momento, pero más osada todavía fue la premisa subyacente: aunque esté señalado de manera casi clandestina, la Tierra y la Federación que representa la nave Enterprise son una utopía socialista: pobreza, guerra, enfermedad y dinero han sido relegados al pasado. Es una visión para un mejor mundo bastante más clara que la que nos ofreció Marx y en la que, en lugar de la turbia dictadura del proletariado, el progreso viene de la mano de la ciencia y la tecnología. Pensado así, no sorprende mucho que la serie fuese cancelada en 1969, en coincidencia con el declive de los distintos movimientos utópicos en Estados Unidos y muchas otras partes del mundo. El otro gran factor determinante de la serie original fue, por supuesto, el imaginario de ciencia ficción de ese momento, dominado por revistas pulp y comics, lo que quizás explica los altibajos en la calidad de los episodios y, seguramente, los atuendos ridículos de las actrices.

Hacemos fast forward a 1987: según varios pensadores que deberían haber sido más cautos, la Historia está agonizando. Este fenómeno, paradójicamente, deja vía libre para, una vez más, las visiones utópicas. Sigue lo que se podría describir como la edad de oro de las series Star Trek. El mundo ha cambiado y también el universo de la ciencia ficción: las narrativas ahora son más sofisticadas, matizadas, conscientes. Los representantes de la Flota Estelar siguen fielmente los pasos corajudos del Capitán Kirk et al., pero con mucho más énfasis en sus ideales y principios y menos en la aventura pura. Donde sea posible, los problemas se resuelven con ciencia (por cierto, una ciencia de fantasía), diplomacia, inteligencia y tolerancia. Para satisfacer nuestra hambre de drama tenemos los alienígenas: Klingon, Romulan, Borg, Ferengi, Dominion, etcétera. Que, si bien son alegorías de cuestiones humanas, dejan que la Tierra pueda seguir siendo un paraíso. No es un dato incidental: un tema recurrente en todas las series 1966-2005 es el juicio de la humanidad, una evaluación de quiénes somos y qué podríamos llegar a ser. Una y otra vez, las acciones de la humanidad pasada, presente y futura son juzgadas por todo tipo de ser poderoso o llanamente omnipotente, como si los escritores siempre estuvieran buscando reafirmar sus ideales.

Llegamos al nuevo milenio y resulta que la Historia no ha muerto para nada. Desaparece Star Trek otra vez.

Once años más tarde, el mundo está plagado de movimientos populistas de derecha y nacionalistas… hasta la ciencia ficción ha sido tocada por el auge de este pensamiento venenoso: los autoproclamados “Sad Puppies”, usando las tácticas y opiniones de la alt-right, han arruinado varios premios para la literatura de ciencia ficción en los últimos años. Y ahora, quizás por primera vez en un clima así, vuelve Star Trek.

Star Trek: Discovery sigue con el espíritu de rebootismo que ha dominado el mundo de la ciencia ficción y la fantasía audiovisual en los últimos años. Su estética es la de las películas recientes de 2009, 2013 y 2016, que presentan nuevas versiones de la serie original: más rápida, más ruidosa, más sexi… menos Star Trek. Siempre hubo algo noble en los interiores mundanos de las Enterprise (y otras naves); con sus marrones y grises, parecían algo que uno podría haber visto en un centro cultural de la Unión Soviética alrededor de 1965. Y por supuesto, el amateurismo de las maquetas, disfraces y efectos especiales (que mejoraron con el tiempo pero siempre requerían un gran esfuerzo imaginativo de parte del espectador) no está más. Ahora todo está digitalizado y es bien realista. Pero si eso es perdonable ―después de todo, si no vamos a aceptar nuevas tecnologías en Star Trek, ¿dónde lo vamos a hacer?―, el comienzo de la primera temporada no lo es. Aunque la apuesta por la diversidad ha sido reforzada de manera elogiable, otros principios trekianos no son tan obvios. Ambientada diez años antes que la serie original, Star Trek: Discovery sigue las peripecias de la lugarteniente Michael Burnham, una oficial que arruina un futuro muy prometedor en la Flota Estelar cuando mata a un klingon de manera involuntaria y, en un intento de rectificar su error y aconsejada por su maestro vulcano (?!), trata de tomar el control de su nave para destruir una nave klingon con la esperanza de evitar una guerra (repito: !?). En poco menos de una hora se han desechado principios cultivados cuidadosamente a lo largo de medio siglo y veintiocho temporadas. Y la situación no mejora en los siguientes episodios: por primera vez en el universo trekiano, los creadores han sucumbido a la tentación de presentar exclusivamente una guerra interplanetaria. En lugar de la exploración, el progreso científico y la diplomacia, los esfuerzos de la tripulación de la Discovery están canalizados a ganar una guerra. El enfoque cerebral, que de vez en cuando llegaba a una seriedad casi sontaguiana, ha sido sacrificado en favor de la emoción por la batalla; y ni hablar de su coqueteo con el torture porn, una tendencia lamentable popularizada por una saga manifiestamente sin principios: Game of Thrones. Justo cuando el mundo, y especialmente la cultura estadounidense, necesitaba un recordatorio de los mejores valores humanos, o por lo menos de la posibilidad de alcanzar estos valores, tenemos una serie Star Trek que podría entretener a un trumpista.

Así las cosas, hasta en las profundidades más oscuras hay esperanza. Burnham está en la cárcel por sus acciones y aunque sale bastante rápido para juntarse con la tripulación de la Discovery, hay señales en los episodios siguientes de que algo del viejo Star Trek ha sobrevivido: dilemas morales resueltos más o menos éticamente y algunas tramas que tratan cuestiones clásicas de la ciencia ficción, aunque todavía haya mucho daño para reparar. Es de esperar de manera muy ferviente que la serie siga este camino: el futuro de la Federación está en juego.

 

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