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El libro de David Lapoujade trabaja algunos aspectos del continuo énfasis en la individualidad del ser que inunda buena parte de la filosofía de la primera mitad del siglo XX, tendencia que entró en una suerte de crisis de impenetrabilidad cuando se trató de llevar el dato o la idea al terreno inestable de “lo colectivo”. Cada vez que se intentó migrar hacia la corriente continua de los movimientos masivos de sentido, se terminó replicando experimentos científicos más que ejecutando obras de reflexión. La filosofía moderna se desvió, entonces, hacia la técnica y la tecnología porque advirtió el descontento y la frustración que la mecanización de la realidad iba a arrojar a un mundo “doblado”, duplicado por el aumento artificial de un modo interferido de captura de la experiencia. Esa fue la coyuntura que volvió a Marshall McLuhan —teórico de un saber práctico— la cabeza de un movimiento heterogéneo y fatalista de resignación existencial (el de Paul Virilio, Jean Baudrillard y otros), que se detiene, en el mejor de los casos, en la fijación y fascinación estética por el medio antes que en la problemática inherente a la “situación” y sus agentes. Cuando el énfasis pasó de la idea al producto, la filosofía no pudo resistir la tentación de volverse, ella también, un artículo comerciable, un tipo de pop art trabado en la necesidad ontológica de imaginar sin referentes —y desde un nihilismo “de diseño” muy propio de la posmodernidad— las cosas a las que aludía en ese desquicio que insinuaba la futura era de la hipercomunicación.
Lapoujade señala que la auténtica filosofía de la resistencia de los años sesenta es la filosofía de los movimientos “aberrantes”, precisamente por la torsión que practica en ese contexto de agotamiento. Las figuras características de esa respuesta son la “diferencia”, la “repetición”, los “descentramientos”, los robos, las emisiones secretas y otros procesos “esquizofrénicos” que van a ser descritos en El anti-Edipo (1972) y Mil mesetas (1980), pero que ya estaban anticipados en la más temprana Lógica del sentido (1969) y, por supuesto, en Historia de la locura (1960), El nacimiento de la clínica (1963) y Arqueología del saber (1969), de Michel Foucault. La filosofía abandona así la estrechez de miras que la empuja hacia la cibernética y se vuelca a las distancias sin dimensiones de la vida inorgánica que cuestiona la idea de integridad cognoscible, y de allí al inconsciente concebido en términos de conflicto y deseo. Deleuze y Foucault se toman en préstamo mutuamente para otorgarle un nuevo lenguaje a una época frustrada por su imposible aspiración analítica a la “verdad”, y trasladan la discusión a las zonas inestables de la neurosis, la perversión y la psicosis para pensar un poder transformado que se ejerce en nuevos espacios y según nuevas estrategias. El nuevo léxico libera posibilidades: permite pensar “en enjambre”, abre los espacios y crea los conceptos para investigaciones que, según Lapoujade, ponen en el centro de la controversia cuestiones que hasta entonces, y por una carencia epistemológica, resultaban pura y simplemente indecibles. “Lo propio de una investigación trascendental es que uno no puede detenerla cuando quiere”, se señala en Deleuze: los movimientos aberrantes, y así se eleva el aporte del filósofo en cuestión a la potencia constitutiva de sujetos sometidos a una crisis masiva de impresiones y certidumbres. Lo mejor, sin embargo, estaba por venir, porque la filosofía de Deleuze no se agotó en el diagnóstico de esa nueva realidad y de la economía libidinal y sumergida que la rige, en cuyo seno cuestionó el imperativo de permanecer dentro de ciertas medidas reduccionistas propias de la categorización política, a las que retiró de circulación por el sobrepeso específico de las ideas que aportó a la discusión. El hecho de que algunos de sus conceptos sean hoy aplicables al estudio de áreas y desarrollos nodales de un saber maquínico al que él mismo no llegaría a apreciar en su pleno desarrollo —la eclosión de Internet y sus ramificaciones fantasmales en la vida de relación globalizada— permite suponer que la filosofía de Deleuze no sólo estaba adelantada a su época, sino que trazó, también, el horizonte contrastado de los acontecimientos que habrían de ilustrar a futuro algunas de sus ideas más potentes e inquietantes.
David Lapoujade, Deleuze: los movimientos aberrantes, traducción de Pablo Ires, Cactus, 2016, 320 págs.
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