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Como casi todo lo excelente, Contratiempo es un libro raro. Lleva siete epígrafes al final, consta de poemas sin título unidos por un sentimiento de época –esta– y los primeros versos dicen: “Un año largo de algo hoy hace / y el martes hará cincuenta meses / y pico de otra cosa no menos importante”. Epa, dice uno. Los tres pies diferentes y tersos, la correosa rima interna, el conceptismo ligero y ese “algo” huidizo exigen concentración extra. Acto seguido lee “eso anuncia el diario de mañana / –a la mañana– y el noticiero también de anoche”, y entiende que esa voz se está armando contra la repetición, más cuando encuentra la palabra “pícea” e imágenes burlonamente lujosas: “El mar –máquina perpleja– / la playa abrillanta en su jabón”. En general el paladeo del lenguaje y el hermetismo resistente se asocian con el neobarroco; pero Edgardo Dobry ha escrito sobre poesía tan variada (de Lugones a Gabriel Ferrater) y traducido tanta literatura que no podría militar en una estética definida. Desde sus primeros poemas la imaginación amplificaba el mundo operando sobre esbozos de relato, al menos de descripción. Luego, en El lago de los botes (2005), percepciones sencillas (“el roce de la brisa sobre el toldo”) se solapaban con el sueño, el ensueño y el recuerdo en vivencias que de otro modo se habrían perdido. En Cosas (2008), los poemas casi epigramáticos eran tramos de un pasaje constante entre calles distantes, entre vivos y muertos (Dobry es de Rosario y vive en Barcelona), entre libros y otros libros. En Contratiempo la movilidad afecta a todo, incluidos el que habla y el destinatario, y la realidad, grave o trivial pero asible, se afirma en su periódico desvanecimiento. “Un tubo de escanearlo / es una clase de introducción al cementerio: medita / ahí dentro en la primera noche / del muerto, cuando el deudo último se ha ido, / olor a cemento fresco y a gladiolo… // La enfermera tiene anillos como baobab. /En la placa y bajo tierra hígados / pulmones germinan”. Por todo lo que se extingue algo prospera, así en la materia como en el lenguaje; y, si de las personas verbales inestables, de la confusión de planos de experiencia, de las iteraciones sarcásticas (“estamos preocupados pero no tanto”) emana un spleen declinante, siempre irrumpe la analogía para que el poema remonte: “…o la glicina certifica el óbito del día / y lo tapa de sábana celeste”. Ya se sabe que la consecuencia del automatismo verbal tecno-financiero, molde de lo posible, es la pérdida del lado sensual de la palabra. La poesía nunca será más ardua que los torrentes de información que las redes neurales del ciudadano apto comprimen en giros de utilidad inmediata; pero en ese plano la poesía es insolvente. Sabiéndolo. Contratiempo es un empeño por encargarse de toda la complejidad de un estado de cosas, sin rebajarse a la ironía arrogante, a tientas por las palabras hasta que asome una sensación verdadera. “Lección sobre los tres / estados del dinero: / líquido el billete, / sólido el oro, / gaseosa la burbuja / –que hiede y explotó”: la suma de kitsch monetario, metro redoblante y ese “hiede” tiene efecto somático: un escozor, un asco, una restitución del nexo entre significado y cuerpo. Dobry conecta lo que el régimen de la conexión acelerada desecha: no sólo cosas, climas, instantes singulares, sino las innumerables palabras que los nombran en varias regiones del español: tanto “fiaca” o “arveja” como “portulano” o “zopilote”. Mezcla el tú y el vos en una sola estrofa. Encuentra una posición en pleno rumor del desarraigo, y con endecasílabos falsos y sonetos diestramente imperfectos hace una música que anula el ritmo digital inscrito en las mentes. En las arritmias, calmas y apneas de un discurso sin remate se oye la pregunta elemental, ¿Adónde cuerno vamos?, que nadie se da tiempo de hacer y sólo algunos poemas ponen en carne viva.
Edgardo Dobry, Contratiempo, Adriana Hidalgo, 2013, 98 págs.
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