Miserere de Germán García narra un tiempo suspendido. No es otra novela de las que hemos visto proliferar en los últimos años, cuyo punto de referencia es la dictadura militar, sino que, de acuerdo con el estilo de García como psicoanalista, imputa que todo habría comenzado antes: en la bisagra de la década de 1950. Como si fuera un guiño sartreano, he aquí una “situación”.
La novela trabaja en dos frentes simultáneos: por un lado, la interpretación novelada del ensayo de inspiración nacional, en el que el recurso al tiempo previo permite desleír las lecturas simples que imponen perfiles definidos o excepciones románticas a la condena moral. El nacionalismo como tal es uno de los personajes, construido desde sus contradicciones internas y no desde la mirada de sobrevuelo que arroja el presente. García nos ahorra la piedad de la identificación o la soberbia de quien ya sabe el final (¿quién puede saberlo sin soberbia?). De esta forma construye un ambiente ubicuo, a contrapelo del facilismo de proponer rupturas en la historia. La Historia avanza, lenta, y todos estábamos ahí y respirábamos ese aire caliente que concluyó con el secuestro de Eichmann. Y el día siguiente fue otro día, como siempre, y empezaron los sesenta.
El segundo frente, por otro lado, lo instituye el despliegue de escenas para una suerte de autobiografía imposible. García narra el presente sin recaer en la anécdota. No hay flashback en Miserere, sino construcción de un tono para un narrador que se salva de la ironía y el falso cinismo. Se sueña con la vida pasada, con el paso de la vida que recupera el testimonio. La Historia siempre estuvo, pero la vida tiene un comienzo discreto: “la desolada decisión de convertirse en Nadie para sus padres y en alguien para los otros”. Otra vez un dejo sartreano que, al igual que en las grandes biografías de escritores, concluye con el instante que precede al acto.
García se narra a sí mismo sin hacer del “yo” el tema de una literatura. El “yo” no tiene contenido, siempre es “otro”. En un grupo de amigos entre los que no es uno más, sino el que llaman el “oriental” (por efecto de la ambigüedad que lleva a lo zen, pero más a lo extranjero: uruguayo). En un desfile de mujeres que tejen una versión rioplatense de la educación sentimental: sin enamoramiento; cuyo acto erótico más realizado es el de fumar y beber.
Germán García es un escritor de estilo o, mejor dicho, que escribe sobre el estilo (sin que este sea un objeto temático). A las escrituras del después (de Borges, de Saer, de Walsh, de Aira, y la ternura de lo que hoy se llama “postautonomía”), responde con un “escribir sobre” (que no es lo mismo que “acerca de”). García podría ser un escritor de palimpsestos o, de otro modo, de pizarras mágicas, en las que se borra con una nueva escritura. Por eso cualquier comentario de Miserere no se agota en el intertexto, la cita o la referencia cruzada. Al igual que el salmo bíblico, esta novela busca la carne (la tabula rasa) que nace en un acto de lujuria que antecede, y del que sólo queda la letra que mata.
Germán García, Miserere, Mansalva, 2016, 176 págs.
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