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Varios personajes que compartieron un piso en Barcelona mientras se formaban como escritores reconstruyen en el futuro, en entrevistas y en monólogos, lo que sucedió con los misteriosos hermanos Terán. Como hace Roberto Bolaño con Ulises Lima y Arturo Belano, los hermanos permanecen en un centro ignoto que quienes los conocieron rodean con círculos y más círculos de lenguaje. Pero a diferencia del autor chileno, Mónica Ojeda (Guayaquil, 1988) no diseña un misterio que tiene que ver con cuestiones del siglo XX, sino que inserta en el corazón de su novela problemas del siglo XXI: la deep web como nuevo sótano moral, la pornografía infantil pixelada, la reformulación radical del estatus de víctima.
Nefando es un auténtico cóctel molotov. Novela de iniciación, teoría queer, videojuego y abyección se combinan en un artefacto complejo, que fluye narrativamente gracias a una estructura polifónica muy bien construida, pero que te obliga a detenerte en la lectura ante capítulos que ―literalmente― te estallan en la cara. O bien por su inteligencia, cuando los narradores reflexionan sobre la identidad sexual, la pantalla, la pornografía, el código o la literatura. O bien por su dureza, cuando asistes a escenas de violaciones familiares, contadas entre la crudeza y la inesperada poesía.
Particularmente brillantes me han parecido dos fragmentos de la novela. Por un lado, el relato pornográfico protagonizado por niños, que rescata inesperadamente el camino que en los cincuenta y los sesenta transitaron autores como Virgilio Piñera (pienso en La carne de René), remezclado con el de Alan Moore en Lost Girls. Por el otro, la descripción en zapping del videojuego Nefando, que aunque también pueda revelar un rastro de modelos (¿el Danielewski de La casa de hojas?), sobre todo demuestra que estamos ante una escritora seria, valiente, exigente, que ya puede ser considerada una de las mejores narradoras jóvenes de la literatura hispanoamericana.
Mónica Ojeda, Nefando, Candaya, 2016, 208 págs.
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