En la industria de la música, las etiquetas, los rótulos, la idea de aquello que llamamos “géneros musicales” se han vuelto demasiado importantes. Parece existir una necesidad de clasificar, de determinar exactamente qué lugar ocupa cada producción para poder saber cómo pararnos frente a ella. Y es que de alguna manera ponerles nombres a las cosas resulta tranquilizador porque permite ejercer cierto control, cierto poder, como el enfermo que logra sentir algo de alivio cuando el médico diagnostica sus dolencias con el nombre de una enfermedad conocida, que siempre es un mal mucho menor que una misteriosa. Pero, a la vez, se torna empobrecedor.
A esta altura de la historia, la necesidad de ampararse claramente dentro de un género musical suena algo anacrónico y aburrido, cuando no cobarde (excepto, quizás, en el caso de estudiantes o musicólogos). El compositor que no se anime a ejercer la libertad de hacer música más allá de cómo se llame eso que hace quizás logre encontrarse más a gusto como matemático o ajedrecista o en otras áreas con reglas claras, predefinidas y previsibles (y no por ello carentes de lugar para la creatividad). Hoy en día, encerrarse tras los límites de un género, aun (o peor aún) en nombre del respeto por la tradición o de alguna pretendida pero inexistente pureza, es pecar de, por lo menos, una falta de curiosidad imperdonable.
La música de Edgardo Cardozo tiene quizás uno de sus grandes méritos en el hecho de que no sabemos qué es. No es tango, no es folclore, no es jazz, ni rock, ni académica ni popular; ni siquiera es una fusión de varias de ellas. En la aparentemente simple soledad de una voz y una guitarra, por momentos parece tomar una u otra forma conocida, pero rápidamente esa ilusión se desvanece, casi como en un espejismo.
Sin embargo, las melodías de estas canciones sobre textos propios y poemas de Juan L. Ortiz no dejan de ser cantables, y la guitarra, más que acompañar el canto, es una voz paralela y tan interesante como la palabra. Con cada audición, nuevos detalles y formas de oír se revelan y transforman las mismas canciones en otras que pueden volver a sonar casi como nuevas. Por momentos parece que Cardozo va a caer en los excesos de la música académica contemporánea, de hacer música “para entender” y no para escuchar, pero siempre logra volver a tiempo al cauce sensual de la canción, logrando combinar creatividad con placer, sin renegar del oído del público.
Edgardo Cardozo, 6 de copas, Musical Antiatlas Producciones, 2012.
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