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De los varios rostros que Kazuo Ishiguro viene ofreciendo a sus lectores, este quizá sea el que más perplejos los ha dejado. Sin dejar de interrogar sus temas habituales (la mixtura entre recuerdo, olvido e identidad) y de recurrir a sus ardides predilectos (escamoteo de información en consonancia con el uso del punto de vista), Ishiguro se las arregla para urdir un relato pródigo en peripecias en la Britania postartúrica del siglo sexto o séptimo en el que pululan ogros, duendes y dragones. Axl y Beatrice, la pareja de ancianos que comparte el protagonismo de la historia, viven en una aldea dispuesta como red de madrigueras en la ladera de una montaña. Corren tiempos de paz entre britanos y sajones, y tiempos de olvido: nadie recuerda nada. Una de las hipótesis que campea en la novela es que una niebla corroe los recuerdos en un espesor vaporoso. A pesar de eso, la realidad convoca y cualquier ocasión —un hombro al viento, por ejemplo— es propicia para activar los resortes oxidados de la memoria (evocación que se detiene antes del reconocimiento). Astillas de reminiscencias son las que persuaden a Axl y Beatrice de emprender un viaje en busca de su hijo. En el camino se encontrarán con un guerrero sajón de notable parecido con el Beowulf del poema épico; con un niño con un don natural para la caza y la guerra y que porta la marca de un monstruo; además de las esporádicas apariciones del quijotesco y algo vetusto Sir Gawain, último sobreviviente de los Caballeros de la Mesa Redonda y sobrino del difunto rey Arturo. Este elenco dispar, suerte de “comunidad del anillo” enclenque y desmemoriada, se enfrentará al ejército de Lord Brennus, a ogros y duendes, a una orden de monjes penitentes y al dragón hembra Querig.
En medio del olvido generalizado, que vuelve caduca toda apelación a la memoria como reservorio de vivencias compartidas, sólo se tiene un par de muletillas para nombrar al otro y así evitar que se desvanezca en el paisaje cenagoso. Pero a medida que despunten los recuerdos, las dudas y flaquezas dirán presente, y Axl y Beatrice comenzarán un gradual cuestionamiento de su vínculo amoroso. Este es el otro trayecto que hace la novela, paralelo al de las peripecias, relacionado con el amor, la vejez y la muerte, y en el que algún papel jugará un barquero semejante al Caronte de Virgilio.
Por más tentadora que sea —después de todo están presentes sus características principales: viaje, batallas, magia, criaturas fantásticas—, la adscripción de la novela al género de la fantasía heroica o épica es problemática, en la medida en que la aceleración del pulso narrativo y el emplazamiento por fuera de la mirada del lector de las escenas resolutivas proponen un juego de expectativas truncas; de ahí la decepción ante el tratamiento expeditivo de estas. No es casual —pienso— que a Axl y a Beatrice se les prohíba el uso de velas; algunas cosas van a quedar a oscuras. En definitiva, lo que Ishiguro se propone es desbaratar el género por dentro. Sutil, sigiloso, como saboteador encubierto.
Entre lo individual y lo social, entre la alegoría y la parábola, la novela interroga los modos en que una sociedad administra su pasado, y sugiere que el fundamento de toda sociedad es el olvido; que sienta sus bases sobre un gigante enterrado. La pregunta es, ¿qué pasa si se recuerda aquello que se pretendía silenciado? En esta novela de ritmo hipnótico y cautivante, Ishiguro vuelve a mostrar su particular tendencia a la volubilidad.
Kazuo Ishiguro, El gigante enterrado, traducción de Mauricio Bach, Anagrama, 2016, 368 págs.
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