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Las novelas de David Markson provocan extrañas situaciones de lectura, no sólo porque marcan un ritmo especial de acercamiento –su arte de la cita y el aforismo articula un fraseo rasante y seco, como si lo que llegara a nosotros fueran los restos de textos más amplios o complejos–, sino porque repiensan en el mismo acto los límites y alcances de la posición del lector. La resistencia a la trama y la política del epitafio –cada una de las brevísimas líneas del texto supone el lenguaje como un objeto mortuorio hecho para despedirse del mundo– tienen la belleza de una elegía por la novela, la teoría y la crítica, todo junto y no necesariamente en ese orden. La pregunta inicial “¿Cuántos libros leyó Markson?” –primera parada en el circuito de asombro al que lleva la proliferación inagotable de referencias que aparece en sus novelas– cede rápidamente su lugar a la más compleja “¿De qué manera los leyó?”, para finalmente derivar en una especie de perplejidad ciertamente incómoda que podría resumirse de la siguiente manera: “¿Qué estaba pensando o buscando cuando los leyó?”. Intuitivo y desesperante, el proyecto narrativo que Markson encaró hacia el final de su vida de escritor resulta en el progresivo alumbramiento de una trayectoria psicológica, en la que cabe suponer que el autor no haya entendido la lectura como una actividad enteramente placentera sino como una especie de terapia de shock. Markson vivía en un apartamento repleto de libros apilados desde el piso hasta el techo y vagaba por las librerías de Manhattan revisando las últimas páginas de las biografías de artistas famosos sólo para interesarse por las circunstancias de su muerte. Estos detalles de su vida personal pueden resultar anecdóticos, pero enseñar ese recorrido de lecturas y sus circunstancias al mismo tiempo que se oscurecen sus huellas implica otorgar a ese proyecto la estructura misma del suicidio, práctica esta última con la que no casualmente parece obsesionado el autor. La concepción de la literatura como una reserva caótica de recursos, una zona devastada proclive a las asociaciones inesperadas y las vinculaciones inconcebibles en lo real, no necesariamente dominada, es lo que conecta a Markson con la compleja modernidad literaria en la que abundan y chisporrotean los cortocircuitos entre literatura y crisis mental, aquello que lo transforma en el producto final y perfectamente acabado de esa variación clínica: el legómano atrapado en un universo paralelo y en sombras, cuyas notas y subrayados, puestos en conjunto y (des)ordenados adquieren, en un instante preciso de lectura, un sentido nuevo, extremo y desesperado.
David Markson, Esto no es una novela, traducción de Laura Wittner, La Bestia Equilátera, 2013, 214 págs.
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