La obra de Raymond Roussel (1877-1933), precursora de algunos de los principales movimientos vanguardistas del siglo XX, como el surrealismo, OuLIPO y el nouveau roman, es una muestra de lo que puede lograrse cuando se acoplan la imaginación y el rigor. De hecho, la invención más desatada surge en Roussel del férreo control de los materiales. Sus dos únicas novelas —la otra es Locus solus (1914)— están escritas con un procedimiento basado principalmente en el uso de parónimos y homonimias.
La matriz inicial del procedimiento consiste en escoger dos palabras que difieran en una letra (parónimas) e insertarlas en dos frases idénticas en cuanto a su escritura pero disímiles en su significado (homónimas); y, a continuación, escribir un relato que una ambas frases. Esta transición de la primera a la segunda frase se le ofrece a Roussel como una ecuación a resolver; de ahí que sólo pueda admitir, para desarrollar el relato, los elementos que provee cada una de las frases.
El procedimiento, confiesa Roussel en el póstumo Cómo escribí algunos libros míos (1935), derivó en nuevas búsquedas, cuya forma final sería la dislocación de un enunciado en sus variantes fonéticas. Por ejemplo, de la frase demoiselle (señorita) à pretendant (con pretendiente) obtenía demoiselle (pisón —o martillo neumático—) à reître (soldado antiguo) en dents (hecho con dientes).
En la traducción, estos juegos de palabras se pierden o quedan diluidos. Pero el lector no pierde nada, porque el procedimiento no es un método de lectura, sino un disparador escritural: una restricción formal que permite liberarse de la inspiración, de lo real.
En Impresiones de África (1910) —recientemente reeditada por Mansalva, que no sólo recupera la novela sino también la traducción de Estela Canto que publicó Ediciones de la Flor en los setenta—, los viajeros del buque Lyncèe, con destino a Buenos Aires, naufragan en las costas del África ecuatorial; allí son retenidos por Talú VII, emperador de Ponukelé, quien pretende obtener un rescate a cambio de liberarlos. Mientras esperan, deciden ocupar el tiempo en la formación de un grupo autodenominado “Los incomparables”, donde cada miembro deberá distinguirse “por una obra original, o por una exhibición personal” que se representará en un escenario construido para la ocasión. Entre los miembros del navío hay cantantes, hipnotistas, ingenieros, químicos, una troupe circense e inventores diletantes.
Pero no todo es tan simple. En el universo ficcional de Roussel, el tiempo del relato —gélido presente atemporal— se desdobla en dos instantes: el de la descripción y el de la explicación. En la primera parte el lector recorre, entre atónito e impertérrito, la minuciosa descripción de cada uno de los cuadros representados (entre los que se incluyen una orquesta termodinámica, un gusano melómano, un caballo que habla como un loro, un cantante de voz cuádruple, un tirador que logra separar la clara de la yema de un huevo escalfado), y recién en la segunda parte se puede restituir un sentido a lo leído, debido a una rigurosa explicación de cada uno de los elementos. Sólo que esas explicaciones derivarán en múltiples historias, y no harán más que difuminar la eficacia explicativa de la narración, a la vez que renovar el pasmo inicial. En medio de ese círculo, Roussel logra algo inusitado: hacer de la representación un acontecimiento.
Raymond Roussel, Impresiones de África, traducción de Estela Canto, Mansalva, 2016, 232 págs.
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