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Los chicos salvajes

William S. Burroughs

OTRAS LITERATURAS

Agotado el caótico material que venía usufructuando desde su no menos caótica estadía en Tánger, William S. Burroughs se topó con la necesidad de inventar (o, lo que es lo mismo en este caso: usar) nuevos materiales. El resultado, Los chicos salvajes (1971), es un artefacto de transición entre el experimento extremo y la búsqueda de una mayor inteligibilidad y marca el punto de pasaje entre la trilogía Nova y la trilogía de la Noche Roja.

De la horda de personajes esperpénticos que satura el texto (en el que no faltan el elenco estable de yonquis, cafisios, crápulas y pistoleros ni las apariciones estelares de viejos conocidos, como el sacrificado multiuso Johnny de El almuerzo desnudo) sobresale una pandilla guerrillera de efebos lúbricos llamados “los chicos salvajes”. Armados con revólveres láser, granadas, cerbatanas, cuchillos y el indispensable pomo de vaselina, surcan semidesnudos el Desierto Azul de Silencio con el objetivo de destruir todos los sistemas verbales dogmáticos, léase Religión, Patria, Familia, Yo. Como dice un general encargado de perseguirlos: “No quieren reemplazarnos con la revolución. Quieren olvidarnos e ignorarnos hasta sacarnos de la existencia”. Los chicos salvajes son la materialización de las fantasías utópicas de Burroughs: una comunidad homosexual disidente sin lideres ni jerarquías, que hablan y escriben en una lengua que es la “transliteración de un lenguaje pictórico” (Burroughs consideraba que todas las artimañas del poder se basaban en la manipulación de los múltiples sentidos de las palabras); una lengua, en definitiva, que abre la posibilidad de reescribir la historia y gestar un nuevo comienzo. Hay anos dilatados, dedos jabonosos, excreciones, orgasmos y desfloraciones a granel (sexualidad que no excluye al reino vegetal), todo con la mirada gélida de quien contempla una versión hardcore de El jardín de las delicias sin inmutarse. Ah, también hay humor picaresco y pases de vodevil. Y una cobertura de barniz sepia de película antigua. Los chicos salvajes es un texto hecho de fragmentos cosidos y repeticiones cuyo programa sería que el lector experimente diversos planos de realidad, impregnando el lenguaje, por naturaleza sucesivo, de cierta capacidad sincrónica. Claro que si en vez de leer con temple de armador de rompecabezas, uno se deja arrastrar por el torrente verbal que tiende puentes hacia lo visual, encuentra “muslos que parpadean en destellos”, “cuerpos desnudos bañados en el rosa ahumado del sol que moría”, “lejanas estrellas débiles y errantes [que] salpican los pómulos con ceniza plateada”, “pezones erectos [que] brotan de una planta bulbosa”, “orquídeas [que] laten erectas dejando caer gotas coloridas de lubricante”, “electricidad plomiza en el aire”, “palabras que vibran y convierten las entrañas en gelatina”.

Cuesta pensar en Burroughs como un escritor. La utilización de las técnicas de cut-up y fold-in le da un halo de artista plástico; sus juicios estéticos suenan a declaración de guerra. La literatura para Burroughs es un efecto secundario de la implementación de tácticas para sacudir los condicionamientos del lenguaje, sus sentidos cristalizados, ya que, por cierto, no aspira a otra cosa que a conmover integralmente la conciencia del lector. Lo que está en juego es la supervivencia. Aunque tal vez no sea el mejor Burroughs el que tenemos aquí, el viejo Bill siempre se las arregla para afilar sus tijeras y entregarnos alguna escena, imagen o frase como botón de muestra de esa poesía visionaria de la mezcla y lo bizarro.

 

William S. Burroughs, Los chicos salvajes, traducción y notas de Márgara Averbach, El Cuenco de Plata, 2017, 192 págs.

30 Nov, 2017
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