OTRAS LITERATURAS

¿Quién no ha sentido extrañeza al ver la foto de ese bebé de pupilas diáfanas y cachetes rozagantes que alguna vez fue Adolf Hitler? Algo parecido sucede con el personaje de esta novela de la francesa Sarah Cohen-Scali: un bebé nacido en el programa Lebensborn, organización creada por Heinrich Himmler, que contaba en la Alemania nazi con una red de hogares de maternidad y orfanatos donde nacían y crecían niños “racialmente puros”, en lo que pretendía ser un semillero para las SS.

Ficción documental, novela de aventuras y Bildungsroman con toques picarescos, Max está escrita como un monólogo interior desde el punto de vista de un hablante imposible. La madre del protagonista es una joven recluta que firma un contrato por el que se compromete a embarazarse para “ofrecerle” su primer hijo al Führer. Proyectando su sombra siniestra sobre el imaginario de la infancia, el bebé constata antes de nacer, flotando en el caldo de cultivo racial de su líquido amniótico, que “aparearse es un DEBER, para servir a la patria”. Es hijo de Alemania más que de su progenitora —desconocida para él—, y su lengua materna no es el alemán sino el idioma del Tercer Reich, del que no tarda en aprender sus eufemismos. Oyendo desde la cuna al doctor Ebner —quien decide no darlo en adopción, como a los demás niños, para reservárselo como “objeto de  estudio”—, el personaje se entera, por ejemplo, de que “reinstalar” significa darles una inyección a los bebés “no adecuados” para concederles una “muerte misericordiosa”.

Racista, antisemita, misógino, manipulador, delator (a los cuatro años, la Gestapo lo utiliza en Polonia como anzuelo en el secuestro de niños rubios para su germanización; a los seis, ingresa como agente encubierto en uno de los reformatorios donde van a parar los menores apropiados), Max es un nazi hecho y derecho, pero no por eso deja de ser una víctima. La monstruosidad no reside en él sino en la política de “higiene racial” que lo concibe y lo hace nacer, en la estatización de lo biológico. Es admirable, en este sentido, cómo la autora traduce literariamente la política eugenésica del Tercer Reich y la pedagogía con que los nazis moldeaban a las generaciones más jóvenes.

Comparado con el Hitler niño que Norman Mailer compone en su novela El castillo en el bosque (cuyo narrador, un emisario de Satán, presencia su concepción y guía sus primeros pasos), el personaje de Max es mucho más rico e inquietante, ajeno a esa tradición que insiste en representar el mal como algo diabólico. El adulto que razona en su conciencia como un enano fascista evoca, en su desparpajo y artificiosidad, al Oskar Matzerath de El tambor de hojalata, de Günter Grass, quien a la edad de tres años decidía dejar de crecer. En ese desfase, en el efectismo de esa inadecuación, es donde la mordacidad y el humor revulsivo de Max hallan su expresión más acabada: el niño piensa y dice mucho de lo que un nazi podría pensar y decir, pero lo hace con una cuota innegable de inocencia y candidez y con la impunidad del que se sabe inimputable.

Sarah Cohen-Scali ha escrito una novela contundente, ácida, de prosa ágil y clara, llena de inflexiones que le aportan gracia y verosimilitud a la voz del narrador, uno de los personajes más singulares y controvertidos que la literatura francesa ha dado a luz (¡literalmente!) en los últimos tiempos.

 

Sarah Cohen-Scali, Max, traducción de Ludovic Masson, Seix Barral, 2014, 424 págs.

19 Jun, 2014
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