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Rojo Floyd

Michele Mari

OTRAS LITERATURAS

Como corresponde a toda épica, los comienzos del rock fueron narrados por miles de vates y juglares anónimos que multiplicaban excesos y exotismos, rarezas y performances demenciales; el rock era audición siempre y sus héroes jóvenes, desobedientes: el exceso es la consecuencia de quien se sabe libre e inmortal. El relato Rojo Floyd, del escritor italiano Michele Mari, narra en un tono intimista la caída de uno de los ángeles más hermosos, Syd Barrett, el creador de Pink Floyd, el flautista que se quedó para siempre a las puertas del amanecer.

La novela, estructurada sobre la base de unos ciento veinte monólogos que llevan el nombre de confesiones, testimonios, lamentaciones, informes…, no es la historia de Pink Floyd ni la de su genio creador. Tal vez pueda leerse como un fresco coral donde el progresivo y dramático deterioro de Syd Barrett pareciera ser el emblema de la transformación inevitable de los sueños de una generación sin programa. La rebeldía condenada por su propio peso, dirigida por aquellos que, a la manera de Peter Pan, fueron hechos para no crecer nunca.

Mari construye un Barrett a modo de una entidad gaseosa que coloniza estados de ánimo, que da la impresión de hacerse presente cuando dos o más personas se congregan en su nombre. Una suerte de espíritu santo que a veces se hace carne y aparece subrepticiamente en un estudio de grabación o en una foto jugando al cricket. Es que hay algo de trinitario en todo el relato.

Múltiples voces narran la caída del ángel. Y de todos los que hablan –los integrantes, familiares, amigos, técnicos–, la voz de él es una ausencia que brilla como un diamante, claro. Acaso, parece sugerir el autor, habla por la voz de los otros miembros del grupo. De alguna manera Rojo Floyd comparte ciertas resonancias con el libro de David Grossman Más allá del tiempo (2012). En esta novela, una serie de personajes salen en busca de sus hijos muertos. Una peregrinación dolorosa cuyo blíndex poético evita que se caiga en el sentimentalismo más banal. Los padres se dirigen hacia allí, un lugar que no es el cielo. Un lugar innombrable que pareciera retumbar o ser el mismo desde donde se escuchan muchas de las voces de Rojo Floyd. En ambas novelas ciertos personajes fantásticos aparecen para dar testimonio de una realidad que se nos escapa, si queremos acceder a ella ignorando su dimensión poética; los siameses Pink y Floyd, por ejemplo, en el caso que nos ocupa. Voces que se multiplican y dan cuenta de que Syd Barrett es precisamente ese flautista del amanecer que sigue tocando aun cuando el sol ha cumplido su tarea, o bien se encuentra eclipsado por la luna.

Datos ciertos, interpretaciones semióticas acertadísimas, malversación de fuentes. Una intensa exégesis lírica que agrega al imaginario del rock una atmósfera de realidad mágica. Acaso esta sea la mejor forma de enfrentar desde la literatura lo que alguna vez encarnó los pliegues más brillantes de una edad que se imagina dorada.

 

Michele Mari, Rojo Floyd, traducción de Eugenia Leva, La Bestia Equilátera, 2013, 256 págs.

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