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El Topo comparte con un amplio fragmento de la escena teatral contemporánea porteña dos tics: la autorreferencialidad y el regreso a una concepción temprano-esquileana del teatro, que se niega a incorporar la gran innovación del segundo actor. Las nubes, La muerte en Venecia, La noche americana, “Pierre Menard, autor del Quijote”, Pálido fuego, El retrato de Dorian Grey, La mandrágora, Synecdoche New York son ejemplos de que el teatro sobre el teatro, el cine sobre el cine, la literatura sobre la literatura y, en general, el arte sobre el arte no están condenados necesariamente a la insignificancia; muestran que, incluso al mirarse el ombligo, el arte puede realizar una gran obra. Esa es la suerte que corre la pieza escrita y dirigida por Luis Cano y actuada por Luciano Suardi. ¡Gran y grata sorpresa! A pesar de esas dos premisas manieristas, El Topo es una obra excelente, que presenta una historia inteligente y atrapante por el contenido y por la forma.
Tres virtudes contribuyen para este logro: una enorme actuación de Suardi, que interpreta con virtuosismo a una diversidad de personajes: el Topo que da nombre a la obra, una actriz vieja del teatro, el padrino del Topo y una suerte de doble erecto del personaje epónimo; una acertadísima elección del Teatro La Comedia y, allí, de la pequeña sala número 3, que nos sumerge en un tiempo más antiguo y en un ámbito que en sí mismo parece el trasfondo de un viejo teatro; una historia que retoma uno de los motivos más universales —si es que existe tal cosa— del arte: los vínculos complejos con el mundo del individuo singular y singularizado, el motivo por antonomasia de la literatura infantil de Hans Christian Andersen.
El Topo —previsiblemente más cercano al patito feo que a la princesa que no puede dormir cómodamente a causa del guisante— es un individuo pequeño y jorobado, parido huérfano dentro del viejo teatro —pues su madre muere al dar a luz—. Es una especie de personaje de circo colocado adentro de un teatro, un individuo contrahecho que ha nacido en el teatro y nunca ha salido de allí. La historia del Topo se nos cuenta en parte en la narración de esa suerte de doble erecto del Topo, en parte también a partir de la escenificación de fragmentos de vida del Topo y el resto de los personajes. En este sentido, todo en la obra se limita al espacio del teatro, especialmente a la materialidad del escenario teatral y sus mecanismos: las bambalinas y los decorados, las trampas y los escotillones, la tramoya y los sistemas de cuerdas y poleas, el ciclorama, los puentes, etc. Es un gran acierto la perspectiva que enfoca esta materialidad teatral y no las cuestiones abstractas de la representación y la puesta en abismo, que —utilizada en la heráldica con regularidad y sin subrayados— se volvió en el arte una ingenua marca de falta de ingenuidad.
La historia del Topo es, por lo tanto, la de un fenómeno de circo que nace, vive y muere en el teatro. En ese ámbito del decoro y la impostación teatrales, la naturaleza inocultable del Topo lo condena a la imposibilidad de la representación y, así, dentro de las limitaciones de ese mundo, al aislamiento y la soledad. Para comprender lo que sucede en el teatro, el Topo recurre constantemente a un libro —nunca sabemos cuál—. La literatura parece ofrecer a este nuevo Quasimodo un paradigma de interpretación de la realidad teatral, o al menos una esperanza de encontrar allí un poco de bondad, en contraste con el trato despiadado del mundo del teatro. En última instancia, es imposible decidir si el Topo muere aferrado al teatro o a la literatura.
El Topo, dramaturgia y dirección de Luis Cano, Teatro La Comedia, Buenos Aires.
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