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A las obras de Rafael Spregelburd se llega con la expectativa de un vendaval que agita el pensamiento y sacude los sentidos. Sopla infalible desde hace años, con torbellinos de imaginación, inteligencia y gracia, con uno, cuatro o veinte actores, en salas de todo tipo y tamaño. No hacía falta por lo tanto que la última pieza de su Heptalogía llegara finalmente a Buenos Aires para confirmar el lugar que Spregelburd ocupa en el teatro nacional desde las primeras, pero sí que un teatro nacional por fin le hiciera lugar a su obra más ambiciosa, a la medida de los teatros internacionales que lo alientan desde hace tiempo y los muchos años de su obstinada gesta en el teatro independiente.
Tampoco hace falta resumir el argumento de La terquedad (¿podríamos?), una trama rocambolesca que en el último día de la Guerra Civil Española reúne a un comisario valenciano, un terrateniente, un cura, un miliciano inglés, un traductor ruso, una sirvienta francesa y otros tantos personajes, los enreda en una mezcla de vodevil y melodrama y los pone a discurrir sobre la reforma agraria, la lucha de clases, el internacionalismo y las lenguas inventadas. Porque aunque la escrupulosa sucesión de enredos sostiene el aliento narrativo durante más de tres horas como un hiperbólico McGuffin (hay incluso una bomba que promete estallar en cualquier momento), lo que cuenta es el giro que recrea la misma hora del primer acto en los dos siguientes, un giro literal del escenario que faceta la acción y los personajes, deja ver lo que no habíamos visto y sucedía “mientras tanto” o, con un sutilísimo medio giro, sigue sucediendo en el fondo del cuadro. Todo se vuelve doble o triple en el juego de perspectivas de los tres actos: el comisario fascista es también un humanista que ha creado una lengua artificial con la que quiere acercar a los pueblos, la ex mujer altanera sigue estando enamorada del comisario, el cura exorcista es un vivillo, y la sirvienta francesa… mejor no revelarlo. Pero Spregelburd no se contenta con la alternancia de figura y fondo. Tampoco le basta con quebrar la linealidad del relato y volver atrás en el tiempo que avanza implacable en el reloj digital proyectado sobre la casa del comisario. Quiere un imposible. Quiere que el espacio del teatro se expanda en tiempos simultáneos. Cierto que el lenguaje es sucesivo y no hay texto que pueda doblegar su terca fuga hacia adelante, pero Spregelburd no se resigna. Los giros y medios giros del escenario, los destellos en el fondo de una acción que ya hemos visto y recordamos, el afinadísimo ballet de actores animando al mismo tiempo distintos cuadros crean la ilusión de la simultaneidad irrepresentable. Gran metáfora del espesor del tiempo multiplicado en haces de otros tiempos y otros sucesos, La terquedad consigue reunir en el teatro lo que ni siquiera el hipertexto de la web (una proeza cibernética que el lenguaje artificial del comisario parece haber adelantado) acierta a poner junto. Y aunque está claro que la ilusión teatral se sostiene con la aceitada tramoya, la paleta colorida de registros de grandes actores y el paroxismo final del segundo acto en que el tiempo parece enloquecerse y perder el cauce, el “como si” pone en marcha un mecanismo no menos prodigioso. Los dilemas de la Guerra Civil (“una guerra que durará por siempre”), las batallas perdidas o la ilusión sepultada del internacionalismo facetan el presente del que mira, como cuadros que todavía destellan en el fondo y nos recuerdan que el fascismo a veces se disfraza de humanismo y la banalidad del mal campea todavía en el siglo XXI. Sucede todo junto en el “aquí y ahora” vibrante del buen teatro, con el prodigio temporal añadido de que las tres horas se pasan volando. Conviene asegurarse un lugar en el Teatro Cervantes felizmente renovado antes de que el vendaval amaine.
La terquedad, dramaturgia y dirección de Rafael Spregelburd, Teatro Cervantes, Buenos Aires.
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