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No es sorprendente que un teórico del acontecimiento sea un apasionado de la disciplina artística del aquí y ahora. Autor de varias piezas dramáticas, Alain Badiou cultiva hace décadas una fuerte predilección por el teatro. En Rapsodia para el teatro ensambla una serie de fragmentos ensayísticos sobre este arte y su vínculo con él. Siempre que hay experiencia teatral, hay conjurados; en sus incursiones dramatúrgicas y como apoyo constante de sus reflexiones, Badiou invoca repetidamente los nombres de dos socios: François Regnault (dramaturgo, filósofo, discípulo de Lacan) y Antoine Vitez (figura notable del teatro francés en la segunda mitad del siglo XX y, dato no menor, actor que interpretó a Vidal, el profesor marxista y pascaliano que discute con Jean-Louis Trintignant sobre el destino, dios y el sentido de la historia en Mi noche con Maud).
Filósofo al fin, Badiou ensaya en su rapsodia una analítica del teatro, enumera los elementos necesarios para que suceda eso que llamamos “teatro”: un público, unos actores, un referente textual o algo que lo reemplace como incitación dramatúrgica. Luego extiende a siete la lista de componentes, pero es cuando despliega una analogía formal entre teatro y política que la reflexión se torna más singular y reveladora. Para Badiou, la política tiene lugar de tiempo en tiempo, comienza y termina; como el teatro, no es una permanencia sino un acontecimiento circunscripto. Entendida como “instancia colectiva del pensamiento” en el tiempo y el lugar de una intervención, la política es escasa en la actualidad. Asimismo, tampoco abunda aquel teatro que puede generar una elucidación cuyo espectáculo sea el acontecimiento.
En su desarrollo argumental Badiou plantea una oposición entre Teatro —así, con mayúscula— y “teatro”, ese que opera con significados ya establecidos y que se empeña en eliminar el azar. En cambio, el Teatro hace trabajar al espectador, lo incomoda en su butaca, le exige producir sentido con los vacíos. Al recordar una acción del grupo comunista Foudre en los setenta (¡contra Lacombe Lucien!) y como continuación de su por lo demás muy consistente apología del Teatro, Badiou embiste duramente contra el cine por considerar que allí no hay un público, sino individuos privados: “el cine pertenece sólo al Capital”. Aunque es claro que en un caso hay acontecimiento cada vez y en el otro reproducción técnica, esta mirada sobre el cine resulta miope y quizás anticuada, parece no tomar en consideración todo un panorama cinematográfico, producido y a veces incluso exhibido lejos del mainstream, que está al menos en tensión con la lógica formulaica del cine como industria privada.
“El Teatro, por su parte, siempre dice algo acerca del Estado, y por último del estado (de la situación)”, afirma Badiou y no se refiere sólo al gusto del Teatro por las intrigas palaciegas, sino también a la relación institucional con el Estado, que en Francia es casi inherente tanto en el nivel nacional como en el municipal (muy diferente es lo que sucede en Latinoamérica). Badiou recurre al concepto de multitud y lo articula con el de espectador; retoma las ideas de Regnault en Le spectateur (habría que traducir al español este libro) para pensar cómo el público del Teatro se expone en ese ritual colectivo a enfrentar el “tormento de una verdad”. Cuando medita sobre la densidad conceptual del hecho teatral —encarnación de la idea y el deseo a la vez—, cuando caracteriza el Teatro como una forma de “orientarnos en el tiempo” (al decir de Vitez), en síntesis, cuando ensaya en el cruce de filosofía, psicoanálisis y teoría política, esta rapsodia se vuelve imperdible tanto para el teatro como para cualquiera de las disciplinas involucradas.
Alain Badiou, Rapsodia para el teatro, traducción de Rodrigo Molina-Zavalía, Adriana Hidalgo, 2015, 168 páginas.
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