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Este nuevo trabajo de Yaki Setton retoma y profundiza una zona ya explorada en parte de su obra, principalmente en Niñas (2004). Pero El beso también es un ahondamiento en el gran abordaje de su autor: la palabra ante el vacío de lo indecible. Es que el amor, en su fase más carnal y espiritual, se convierte en un campo donde este antagonismo queda mayormente expuesto, y probablemente, como ya se señala en el poema de apertura, no exista un mudo más hondo que el enamorado: “Con la devoción / del que es mudo pero habla / decimos palabras de amor / sin convocarlo”.
Se trata entonces de un decir y no de un llegar. La crisis de la voz no se concentra en la imposibilidad o en la pérdida de lo que nunca pudo asirse, sino en la conciencia siempre abierta y clara de estar resbalando en lo eterno. Es así como El beso se presenta a los lectores: no se desarrolla una voz puertas adentro en la interioridad del sujeto, así como tampoco se realiza un recubrimiento de la amada y sus proyecciones sobre esta. De pronto, aquello que parece un constante padecer por la irrealización del deseo se convierte en una fuente que, en su manar sin término, disfruta sin pausa de la forma de sus aguas.
Poema a poema, la voz viajará a través de figuras, escenas, tópicos y sensaciones propios de su condición prendada y no se lamentará ni se ruborizará ante su estado: “Atado / al palo mayor de esta terraza / te observo pasar, querida, con tus / frágiles alas. Cantás muy suave, / endulzás el oído hasta que pierdo / la cordura. ¡Vida mía!, no tengo / nombre ni visión ni palabras y sólo / tu boca pegada a mi oído me da / su aliento”.
Los cuarenta poemas que, divididos en dos partes, componen el libro parecen buscar sin culpa el florilegio, como si en ello se jugara la razón misma de la lengua: “Sabemos / qué decir pero no lo hacemos. / Así, las palabras ascienden / por estas enredaderas mientras / los cuerpos separados, laten. / Ellas crecen rápido, dan perfume, / flores, sombra”. Pero se trata de un florilegio de tangente, un florilegio totipotente como esas enredaderas en que se transforma el lenguaje del que ama por el simple acto de amar, para despegarse de él y de su objeto deseado hasta encontrar la inesperada concisión de una forma: “(terciopelo mío, / te soplo al oído, / nunca mi boca ávida, / pausada y húmeda / podría apagarte)”.
Por otro lado, si en la primera parte del libro la dominante reside en la concisión verbal de un torrente incorpóreo, en la segunda el lector sentirá que la llama de lo amoroso se torna carnalidad contemplada desde el fragmento: “Muerdo tus manos con ternura. / La piel ahí es delicada y tirante, / me cuesta hincar mis dientes sin / lastimarla; fina lámina de arroz / que cruje y parece a punto / de quebrarse”.
Los cabellos, la boca, el aliento, el vientre, el pecho, los pies se vuelven zonas de exploración de un vasto campo, sin que por ello deje de percibirse que, detrás de la delectación del amante, la gran figura de la amada ronda en la oscuridad bajo su forma completa, como en el poema “Dragona”, donde queda expuesto el diálogo que subrepticiamente el libro mantiene de principio a fin con el soneto de Baudelaire y el cuadro homónimo de Magritte “La Géante”: “Ahí, ¡en el aire / está el riesgo! y suspendidos ambos / y aferrados bebo tu rostro espigado, / tu boca de ángulos cincelada / por el tiempo, tus manos de membranas / ásperas y lánguidas para que lentos, / con cuidado y juntos reposemos / en la hierba húmeda, sí, entre sueños”.
Yaki Setton, El beso, Bajo la Luna, 2018, 64 págs.
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