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El calentamiento global y el equívoco de las prioridades (parte 2)

DISCUSIÓN

Capitalismo obcecado; sujetos de todo matiz progresista estupefactos y secretos reos de claudicación al consumo: ¿hay una ética vital, una forma de acción política (aun si de eficacia incierta) ante la cercanía de conmociones desmesuradas, la obcecación del capitalismo y la incuria de los Estados? Para la militancia revolucionaria del cercano pasado argentino (leninista, maoísta, trotskista o peronista), la afirmación de prioridades era una divisa. En parte se trataba de establecer consignas claras, tácticamente movilizadoras, divididas en reivindicaciones económicas inmediatas y metas políticas máximas; pero no siempre, y no sólo de eso. En 1974 conocí en Mar del Plata a un biólogo marino que estudiaba el ciclo de reproducción de la merluza; era la época de los acuerdos pesqueros entre el gobierno de Perón y los soviéticos, parte de un intercambio comercial más grande, y el hombre le expuso al Ministerio de Economía que a ese ritmo de captura la población de peces, un contrapeso esencial a la dependencia malsana de la carne vacuna, desaparecería en dos décadas y había que renegociar. Lo levantaron en peso. Tanto para el gobierno como para los montoneros y hasta para el PC, entonces filoperonista, la relación con los soviéticos era más importante para la soberanía del país que el consumo de pescado; en veinte años ya se vería; gracias por avisar.

Una rama perversa del juicio de prioridades fue siempre la determinación estratégica del enemigo principal. Muchas amonestaciones que se empezaron a oír cuando aún no mediaba la década K eran signos de esa mentalidad, combinación de movimientismo identitario y síndrome del partido monolítico. Bien podía uno haber elogiado y apoyado el renacimiento de la pasión política, el matrimonio igualitario, la ampliación del acceso al bienestar, la subordinación de la economía a lo político, etcétera, y dar el voto y defender a Cristina frente a los panzers de la rebelión campera; por poco que señalara que el verticalismo estaba cerrando el camino a nuevos cuadros bien formados, que deplorara la pérdida de alianzas y la quema de dirigentes capaces, que propusiera una televisión pública menos tosca, que preguntara por el retraso de una ley del aborto, por la tolerancia a coimeros o por las desaprensiones o matufias de la política extractiva, de pronto (de nuevo) le sugerían que estaba trabajando para la oligarquía, haciéndole el caldo gordo al mitrismo gorila, perdiendo el tiempo cuando había que avanzar antes de que los medios de comunicación y el neoliberalismo cerraran filas; cosa que sucedió de todos modos, o sucedió justamente porque no se puso en cuestión nada interno.

Sin duda hay urgencias: el salario, la ocupación, la salud y la educación públicas, la atención a los niños y los viejos, la reforma completa de un aparato carcelario inútil y pervertido, la reanimación de la asfixiada industria nacional, la reducción de la violencia delictiva y la revisión de la justicia punitiva, un sistema de transporte que no inflija horas de tormento diario, el cese del endeudamiento por muchas generaciones y la renegociación de la deuda, la eliminación del riesgo hipotecario… paz, pan, trabajo. Pero, en definitiva, nadie podría demostrar que estas necesidades están desligadas de la difícil, múltiple lucha por mantener un hábitat sustentador para todos y a la vez la producción necesaria. Ahora que vamos llegando al tan buscado hito en que las denuncias de abuso a mujeres inician una revolución en la democracia, sé que para demasiades militantes, de toda posición social, de todo grado de fama, organizarse y pelear ¡en este momento! contra los factores que aceleran el cambio climático sería derrochar energías y defender la biodiversidad tiene algo de tilinguería.

Con todo, posponer la amenaza climática a otros problemas no sólo da argumentos a los facinerosos que priorizan el déficit fiscal cero a la protección del trabajo, la ciencia, la alimentación, la salud y la educación; también disculpa a los que antepusieron la solvencia social del Estado a la integridad de los glaciares, el equilibrio en la balanza comercial a la fecundidad y el equilibrio del suelo. Porque si en los dos bandos hay terquedad ideológica, también hay en los dos cálculo electoral: ¿qué eslóganes, reivindicaciones, propuestas o medidas son más recaudadoras de votos que…? La amplitud de los términos en que puede plantearse la lucha contra el cambio climático y la complejidad del debate sobre metas posibles que pueden ser descorazonadoras. Pero si la negligencia, el desinterés y la impotencia son tan generales y la ceguera tan autodestructiva, la cuestión es: ¿qué hace uno, que se supone consciente de la enormidad que está en juego? ¿Uno que escribe en una revista como esta?

Se vuelve a oír la voz autonomista diciendo que lo de un escritor es la especificidad de la palabra, que la política de la literatura y el pensamiento se hace en el lenguaje, que en el deber siempre urgente de reformar las formas no puede reemplazarnos nadie; o al revés, que uno es lo que hace y que por eso está aquí, que para qué sumarse a la historia triste y a veces ridícula de los grandes artistas cautivados por la responsabilidad o los honores de la tribuna, por el precepto de usar el oficio para hacer algo realmente útil. Pero no es así. No, señor. Bueno, no me parece que sea así. Ahora no me arrastran el mesianismo histórico, el sectarismo ideológico, el viejazo maximalista, la ilusión de influir, el narcisismo del artista trasladado al teatro político. Me llama algo contiguo al hecho de escribir: el caudal del río en que me baño, el sabor y la bondad de los alimentos, los animales, la sombra, el azul del cielo, la sucesión de la existencia en un lugar, las capacidades de los cuerpos, la mayor parte de lo que da valor a la existencia y la realidad de lo que nombramos, la civilización ya casi no percibe y es la base de toda imaginación.

La ubicua civilización se disuelve. Aparte de algunos pueblos enconadamente aislados, lo único indemne es el capitalismo; financiero o industrial, demócrata-tripartito o dictatorial. Gracias a su espíritu mudable, está en mejores condiciones que nunca de decidir cómo funciona el planeta y seguir exprimiéndolo porque cuenta con inmensas porciones del público mundial muy idiotizadas, carentes de la elasticidad verbal para pensar por su cuenta, de sentimientos individuales y de opinión, aunque no de una ansiedad agotadora que canalizan en odios. ¿Y nosotros?

Soy de los que reciclan. Lo hago bastante a conciencia; enjuago los envases de lácteos y las latas de conservas, corto los frascos de aceite para desimpregnarlos, limpio de restos de verdura un papel y deposito todo en el contenedor adecuado dentro de bolsas verde loro. Aun así siempre se me va algo no biodegradable con la basura común y me culpo de estar aportando materia a las islas de plástico que colonizan los mares. Me siento como si lustrara todos los días el hermoso pelaje de un caballo manco. Lo hago porque una artista de la materia me mostró objetos útiles hechos con cosas que los consumidores abandonan en la calle, porque es mejor que no hacerlo, porque es una forma de meditación, porque todavía estamos y vamos a estar en este planeta un buen rato, porque somos el planeta y porque la naturaleza y la atmósfera pueden tardar mucho en liquidar a los que quedemos acá, amenazados de liquidarnos entre nosotros, cuando unos autoelegidos se hayan escapado a arruinar otro mundo. Lo hago porque tenemos hijos y nietos. Por el aire me llegan sarcasmos, quizá lanzados por mí mismo: que sirve tan poco como dar limosna, que lo hago para satisfacer la conciencia, para librarme de deudas oscuras, por vacua disciplina cívica, como penalidad por haber claudicado ante el capitalismo. Otros murmullos contestan que también puede tomarse como una actitud, una forma de estoicismo. Una oposición incluso. Por supuesto, sé que no es muy efectivo.

Así considerado el reto, y bajo el embate de la trivialidad (por capítulos como la reunión del G20), nos deslizamos al nihilismo. La humanidad no va a cambiar, y menos desde que la Ilustración justificó el dominio humano de la naturaleza como condición de felicidad y paso previo al dominio de la razón sobre la barbarie social. La ilusión del progreso es testaruda y loca, la razón es sectaria, el deseo, la madre del conflicto y la muerte; el ímpetu humano aspira a la consunción. En un creciente clima de abatimiento haragán y, digamos, no problematizado, hacen racha las ficciones apocalípticas, cuyo somnífera monserga de que vamos a terminar pronto y mal no llega a esconder que podemos —vamos a— pasarnos siglos empeorando. O bien cunden las fantasías paranoicas, o la ironía de sobremesa que exime de preguntarse si cuando acose la calamidad uno mantendrá el humor, será aplomadamente estoico o un desesperado llorón. Así que pocos se lo preguntan, y menos todavía se preguntan si hay algo que preguntarse. Al fin y al cabo la pulsión de muerte es inacallable; y al fin y al cabo durante millones de años la materia universal se las arregló perfectamente para existir sin humanidad; sin vida, incluso.

Dadas las opciones, el estoicismo es una posición justa. Se puede leer a Marco Aurelio: “El orden universal y el orden personal no son otra cosa que diferentes expresiones y manifestaciones de un principio común fundamental”. Aunque más certero parece el zen, la práctica de la meditación sentada como transición constante entre la lábil interioridad, el cuerpo y la acción en el mundo de las relaciones. Los hijos o nietos del materialismo histórico, cismáticos o espiritualistas, que lo traducirán como vida pública, lo social, lo político, deberían situar el mundo de las relaciones en una realidad inmensurablemente mayor que la hecha por los humanos. Algo de eso, situar lo que uno hace en un continuo infinito de contingencias, es lo que intentamos en esta revista; no es que nos salga fácil ni acabado, pero como dice Harold Bloom que dice el Talmud: “El constructor no exige que terminen la obra, pero no tolerará que dejen de hacerla”. Ahora bien: los llamados trabajadores de la cultura tienen una vida social muy nutrida: trabajan en colegios, en universidades, en la edición, en medios de prensa, en centros de arte, en la investigación, en la traducción, la corrección, la enseñanza alternativa, a menudo en varios rubros a la vez, y salen al debate, al intercambio político y a la calle por lo que el juicio les indica que corresponde pelear o los toca tanto como para ponerlos en marcha. Pero algunos igual hacemos revistas. Los de esta, como otros de nuestras tribus, tratamos de mantener con vida el arte, de redefinir qué podrá ser y darle aliento a la crítica, cosas estas de las pocas que, mirando hacia atrás, valen la pena en la historia. Pugnamos por la vivacidad y el uso reflexivo y suspicaz del lenguaje. Y, en definitiva, hacemos la revista para tenerla; porque como en revistas parecidas, podemos escribir… sin muchas inhibiciones.

Todo bastante bien. Son elecciones para nada secundarias. Pero ¿y el planeta? Mejor decirlo de golpe: la lucha contra el calentamiento global es una lucha de clases. ¿Vamos a renunciar de antemano a hacer algo mínimamente efectivo para frenar la aplanadora del provecho y la ruina, a movernos al menos por ampliar la conciencia del peligro, a colaborar con los que la tienen, a aportar al cuidado de una totalidad posible, a “encontrar en el infierno lo que no es infierno, y hacerlo durar, y darle espacio”? Quizás la única lucidez esté en gente como los militantes del movimiento Extinction Rebellion, que un sábado de hace un par de meses ocuparon cinco puentes de Londres denunciando la falta de medidas para enfrentar nuestra propia extinción —y causaron un no desdeñable revuelo—. Quizás haya que limitar la dedicación ferviente pero obstinada al arte, el conocimiento, el pensamiento (¿o no conocemos y hemos pensando bastante?), para sumarse a una ONG y aportar experiencia (la de escribir, por ejemplo) a la difusión del problema y la propaganda política, estrujarse el seso para inventar consignas efectivas, particularizadas, a ver si renovamos la sintonía con la época; promover y exigir inversiones en energías no contaminantes; ayudar en la administración de asociaciones ambientalistas barriales. Coordinar con otras la oposición a proyectos destructivos. Como no es la primera vez que habiéndome hecho un reto de esta especie, paso al acto y termino corroborando, no sin sentir que me arrugo, que no aporto nada, que es mucho más eficaz actuar donde me corresponde, vuelvo a mis oficios. Vuelvo a cavilar si hay modos en que la porfía con el lenguaje, sus equívocos, sus ambivalencias, su eros y su tánatos, sus ilusiones y postergaciones de sentido, puede jugar un papel en las contingencias materiales. Porque lo que sacude de una narración o una imagen tenebrosa, Crash (la novela de Ballard más que el film), o la Figura con carne de Bacon, es descubrir que una obra siniestra, más que el fruto de una cultura, es el destino de una civilización. Pero estos sacudones no son meramente íntimos; aclaran la necesidad de proyectarlos y debatirlos e impulsan a crear espacios ad hoc. Para los que en julio pasado estuvimos en las jornadas Inminencias. El arte frente a la crisis ecológica y la duplicación digital del mundo, escuchar a pensadores y artistas discutiendo cómo se conectan y hasta realimentan las dos fenómenos funestos, prestar atención pormenorizada a la situación como la ven artistas, pensadores y activistas (muchos de ellos las tres cosas) fue un acontecimiento. Del sobresalto de conciencia proviene la primera conclusión: “en esta contingencia” lo que hay que hacer es pensar lo que hay que hacer, si no queremos gritar al cohete ni desperdiciar potencias. Ese sábado de julio escuchamos a Maristella Svampa, que ha llevado la sociología a la militancia socioambiental, investiga las alianzas extractivistas político-empresariales en Latinoamérica, difunde conocimientos de geología e información fehaciente sobre piqueteros, movimientos territoriales y experiencias de lucha con resultados concretos y publicó tres novelas. Ahora ha reunido todas las facetas en la primera autoficción documental ecológica: una historia de vida ligada a un pueblo del Alto Valle del Río Negro, esa huerta fecunda que la minería del fracking ha condenado a una enorme destrucción económica y natural. Chacra 51, escrita en una primera persona sin remilgos, es ejemplar: literatura que sublima la nostalgia, sin diluirla, en lecciones de agricultura, paisaje, desastres de la industria y minuciosa descripción de la minería del fracking, sin ahorro de alertas, combatividad ni pruebas de la potencia de resistir. Días después, en el número de diciembre de ExactaMente, la revista de la Facultad de Ciencias Exactas y Naturales de la Universidad de Buenos Aires, encontré un dossier documentadísimo y en absoluto quimérico sobre las energías renovables (hidráulica, eólica, solar, biogás), los consumos y las potencias alcanzables en la Argentina, el futuro energético del hidrógeno y la posibilidades de autosustentarse con formas de generación algo más caras pero a la larga más provechosas.

De todos modos, uno procura no engañarse: no sólo este artículo en esta revista, sino todo lo que se escriba sobre el tema en publicaciones resistentes, disidentes o agitativas, e incluso encuentros internacionales como Inminencias, incide en un número de humanos apenas mayor que el de los ya mínimamente informados y convencidos; es como cuando una alianza de izquierda llena estadios enteros que la derecha no llenaría pero pierde las elecciones por escándalo. Esto que hacemos —mantener la vigilancia, expandirla mediante formas módicas de vida pública— no va a dar ningún resultado sin un reflejo en la política institucional. Por este hilo se llega a la idea algo desesperante de que hay que instalar gobiernos que se muevan; más peliagudo: hay que lograr que los gobiernos que instalamos se muevan. Praxis y resignación: el Estado (los Estados) pasa a ser el único medio para tomar las medidas imprescindibles, y es posible hacer que se ocupe. Pero la historia sugiere otra cosa: con los recursos limitados de los movimientos de justicia climática y el poco tiempo que hay para asegurar un porvenir vivible, proponerse manejar el Estado sería un camino al fracaso. El Estado nunca ha mostrado gran inteligencia para la gestión del ambiente, ni tiene buenos antecedentes en la tarea de mitigar el deterioro; pero, sostienen sus defensores actuales, tiene la capacidad única de organizar la vida colectiva y evitar las violencias que se acercan. A Geoff Mann y Joel Wainwright (Climate Leviathan, 2018) no les parece que sea tan cierto. Para instituciones varias como el Banco Central o la Convención Marco de las Naciones Unidas sobre el Cambio Climático, el sentido común dice que los medios para salvar a la humanidad los proveen los mercados y el Estado. Pero muchos progresistas, populistas y socialdemócratas comparten la premisa de que el Estado es la mejor herramienta al alcance para un “keynesianismo verde”. Para mí, para nosotros, sin embargo, no está tan claro, ni en las democracias capitalistas ni en otros regímenes, que un Estado vaya a hacer lo que hasta ahora sistemáticamente no hizo; tampoco que pronto vayan a gobernar en suficientes países fuerzas realmente preocupadas por la vida común. Menos claro todavía es que, considerando el peso del capitalismo, un tipo de Estado verde, si pudiera llegar, aplique las medidas necesarias que promueven los movimientos territoriales. Es por esto que en todo el mundo más y más ciudadanos se unen para frenar obras calamitosas y elaborar plataformas socioambientales no dispuestas a ceder.

Nuestra dificultad, en la Argentina, en el Cono Sur, en Latinoamérica, sigue siendo que podríamos tener, creemos, o hemos tenido gobiernos con una idea del Estado más sensible a las necesidades de la población, y más combativos contra la codicia del capital. Es una sensibilidad, desde luego, influida por los índices y manifestaciones de adherencia, tal que algunas necesidades se atienden pronto, otras esperan más y otras —las menos masivas— quedan aplazadas. Y ahora, afinemos el debate frente a las elecciones argentinas de 2019.

 

Ver parte 1.

Ver parte 3.

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