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Una pregunta, “¿Considera que todo el arte que se produce hoy es ‘contemporáneo’?”, deviene disparador de una breve revisión de Catherine Millet (1948) en torno a lo contemporáneo en materia de arte. Parcelado en dos apartados (“El mundo del arte” y “La realización del proyecto moderno”), el libro intenta abordar las sucesivas transformaciones que ha sufrido la percepción de la materia (cómo pensar las transformaciones internas, las digresiones, los altercados, los “tira y afloja” de un arte que cambia, pero conserva su nombre, que deja atrás el concepto de vanguardia —o mejor dicho de vanguardias— y revisita el arte desde y para el mercado), en museos, galerías de arte y bienales, entre otros espacios de difusión de las obras, y para los mismos artistas, curadores, marchands y público en general.
Una de las premisas del libro gira en torno a la idea de que “el arte contemporáneo unifica [allí] donde la modernidad marcaba una ruptura”; es decir que, para la fundadora de Art Press, el arte contemporáneo apareció como una solución de continuidad que permitió expandir el campo de lo que antaño se consideraba como arte. Con la idea de “corte” suprimida, el arte deja de construirse a partir de una suerte de “dialéctica de las partes” para pasar a un estadio de absorción: desde el arte povera al simulacionismo; desde los “efectos de contrastes de colores” del op art a la “reevaluación de los principios de la modernidad” de la transvanguardia, el arte contemporáneo cambia su fisonomía, y esto se manifiesta en dos fenómenos bien característicos: uno que tiene que ver con la circulación desmesurada de obras y otro relacionado con la circulación (también desmesurada) del capital.
En otra de las premisas fuertes del libro y buscando escapar un poco de lo estrictamente material, la autora de La vida sexual de Catherine M. (2001) sugiere que el arte contemporáneo no es sino la realización del “proyecto moderno” que busca —a veces sin demasiado éxito— despegarse de este: “[el arte contemporáneo] es una realización del programa de la modernidad. Y muchas veces, si se encalla en lo real, es por haber seguido ese programa al pie de la letra. Cuando una obra de arte busca ser la transcripción literal de un precepto de la modernidad, necesariamente abandona toda distancia simbólica”. Esto hace librar al arte al campo de lo discursivo y lo hace ver doblemente alienado: “Presa de la realidad del mundo, la obra choca además contra los límites que ella misma se impone. Y se vuelve cada vez más difícil de identificar”.
Plagado de personajes que han nutrido el mundo del arte y con un pormenorizado conocimiento de las corrientes estéticas, el libro de Millet no invita, sin embargo, a una reflexión demasiado profunda en cuanto a su finalidad como tal. Abundan llamativas frases de una naïveté abrumadora (como esta del principio que dice: “el arte se volvió contemporáneo hablándonos de nuestra vida cotidiana” o esta, de cierre: “el arte contemporáneo es un polo de atracción. Nada más ni nada menos”) y una propensión a la repetición de ciertas figuras o estéticas arbitrarias que constituyen un marco de referencia para la autora.
En suma, El arte contemporáneo ayuda a preguntarse acerca de lo sintomático y lo testamentario de las prácticas del arte en la actualidad, pero genera alguna duda sobre su capacidad para cohesionar ideas (nunca termina de dar cierre a la pregunta que formuló en un principio) y no parece perseguir un programa definido. Salvo, claro está, que su programa sea eludir uno.
Catherine Millet, El arte contemporáneo. Historia y geografía, traducción de Matías Battistón, La Marca Editora, 2018, 144 págs.
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