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Hace unos días caí en una discusión crispada sobre la perpetua vacilación del supuesto librepensador ciudadano: si dar una vez más el voto a una alternativa o coalición más o menos amplia que, aunque sólo sea por mandato heredado, podría detener la corrosión del país y mitigar el sufrimiento (atenuar las muertes, abrir algún horizonte), o inclinarse de una buena vez por una disidencia irrestricta: es decir, militar por el resguardo de una ética política eficiente (esa soñada incongruencia), por la neutralización de las lógicas binarias (Estado-privacidad, orden-anarquía, igualdad-libertad, estatismo-capitalismo, comunitarismo-individualismo). En ese brete, dije que en mi opinión los gobiernos democráticos menos rapaces, pese a sus aversiones maniáticas, su paranoia y las infaltables pandillas de funcionarios ventajeros, no sólo suelen ser más generosos con los desposeídos y tener más áreas mentales libres para pensar en la sociedad; también dejan un poco más de espacio (material) para el asomo de ideas oblicuas; aunque las desprecien y las ignoren, no las reprimen. Porque el secreto de sus eventuales triunfos es el lazo con las reformas que en otros tiempos les garantizaron décadas de fidelidad: una especie de superyó petrificado. Bueno sí, sí, me dijeron, pero no te escapes: ahora, ahora, ¿votarías por… por… una alianza coyuntural de peronistas k y caffierianos, de jefes provinciales, radicales progres y democráticos, socialistas, sectores no dogmáticos de izquierda y liberales republicanos, gremialistas afines, sindicatos no tanto y varios movimientos sociales y territoriales? Esas alianzas ya las vivimos, ¿no?; dependen de las caras en los afiches; ¿cuántas veces nos tapamos la nariz para votar por el postulante de nuestro bando que más nos disgustaba pero medía mejor? Uno sabe que no debe mezclar la autonomía espiritual con la política. Pero ¿y la política con las formas de vida? ¿Los experimentados K, M, S, L, L, M, el gobernador PRR, los intendentes tal y tal…? ¿No te sentís atrapado por la repetición eterna de lo mismo? La disquisición se había vuelto vulgar como la realidad.
Y…, dije, los votaría; a ellos o a similares si se aliaran y nosotros, uniendo fuerzas, lográramos que todos firmaran un programa, de puño y letra, y lo expusieran bien claro en la campaña; si el programa fuera detallado y práctico, estuviera impreso y aun en versión comprimida incluyera puntos que suelen faltar en los programas mínimos o de urgencia, como la reforma del sistema carcelario, la eliminación de la justicia punitiva y una minuciosa propuesta de gestión para minimizar la extracción de combustibles fósiles, promover la industria de las energías renovables, especificar medidas de prevención de catástrofes y de uso doméstico de la energía y discutir el papel de la Argentina en los foros internacionales… De ser así los votaría; no estamos en condiciones de desechar ni una mínima rendija. No podrían hacer todo eso en cuatro años; pero tendrían que mostrar que empezaron. Desde luego, me tildaron de iluso, no sin motivo. Y de incauto. Es cierto; pero no tanto: los que estamos de acuerdo con un programa de esta clase podríamos dividirnos en frentes de presión y relevarnos para exigir en continuo, primero, que existiese el programa, y luego para demandar sin condiciones que el gobierno, si fuera el que firmó eso, lo cumpla punto por punto. Y si no fuera el que firmó eso, ir a la calle para que se entere de lo que piensa una parte de sus adversarios. Después de las luchas por la legalización del aborto, de la agitación física y comunicativa del “No es No” contra el abuso machista, protagonistas del movimiento sostienen que la caterva inepta del estamento político actual se ha cavado la fosa y más temprano que tarde la política va a cambiar. Todos queremos que sea cierto. Pero cuando llegue el momento no olvidemos: si nadie debe tener un hijo que ha decidido no tener, todos deberían velar por que los hijos que desean tener no vivan en comunidades descompuestas sobre territorios devastados. Escribiría incluso, y alentaría a escribir por el respeto a ese programa. ¿Creación de grupos de socorro para situaciones extremas? ¿De fondos para traslado o reasentamiento y reconstrucción? ¿Estímulo de la cooperación vecinal? ¿Foros y talleres sobre formas de organización? Bueno, uno duda de que lleguemos a una ética de las instituciones eficaz en estos asuntos. Sabe que las políticas de enfrentamiento del cambio climático no son del todo populares; que los partidos políticos sólo van a incluir este asunto entre las medidas programáticas primordiales cuando barrunten que no ponerlas puede restarles votos. Y, parece una provocación, el menosprecio se contagia a ámbitos más honorables. Hace poco, en el Foro Mundial del Pensamiento Crítico organizado en Buenos Aires por CLACSO, el calentamiento global fue tratado por algunos especialistas, más cerca de la monografía que de la verdadera crítica y del pensamiento complejo, entre un montón de mesas y conferencias orientadas sobre todo contra la política macrista. Uno duda de que los sujetos del activismo político progresista también reflexionen sobre la contumacia de sus deseos, sobre cuánto están ofreciendo en sacrificio a dioses oscuros.
Claro que el deseo también es vivificante. Hay una expresión de la rabia que modifica la percepción, renueva la energía y empuja las puertas del tiempo. En el mundo hay adolescentes que empiezan a rebelarse contra la irresponsabilidad viciosa de sus gobiernos. Saben que van a ser ellos y sus hijos, no los políticos actuales, los que tengan que vivir en un planeta a la miseria. Con esta idea, por ejemplo, entre el 20 de agosto y el 10 de septiembre del año pasado la sueca Greta Thunberg, de 15 años, se declaró en huelga escolar para exigir ante el Parlamento que su país cumpliera con la reducción de emisiones de dióxido de carbono según las pautas del Acuerdo de París. Thunberg repartía panfletos: “Estoy haciendo esto porque a ustedes, adultos, mi futuro les importa un rábano”. Suecia dejaba atrás un verano de olas de calor, incendios forestales y las temperaturas más altas en 262 años. Pulcramente, la ONU invitó a la chica al foro de Katowice, donde habló con una inflexible calma: “Ustedes se mueren de miedo a ser impopulares. Hablan de seguir adelante con las mismas malas ideas que nos metieron en este desastre […] Se está sacrificando la civilización para que unos pocos sigan haciendo montones de dinero. Se está sacrificando la biósfera para que la gente de países ricos como el mío viva con lujos. Dicen que quieren a sus hijos por sobre todo, pero les roban el futuro ante sus propios ojos […] Nos quedamos sin tiempo […] Si es tan imposible encontrar soluciones dentro del sistema, tal vez tengamos que cambiar el sistema mismo”. Ya cuando la huelga de Thunberg, el ejemplo había inspirado a miles de estudiantes australianos, que dejaron de ir a clases para protestar contra el fracaso del gobierno en el combate al cambio climático. El primer ministro Scott Morrison reaccionó: “Lo que queremos en las escuelas es más aprendizaje y menos activismo”. Los chicos contestaron en la calle: “Vamos a dejar el activismo cuando ustedes dejen de ser una mierda”.
A nosotros nos corresponde matizar las ideas.
Falta recordarme, sin embargo, que “los políticos” no son un conjunto homogéneo. No todos, ni mucho menos, son ambiciosos o adictos al poder, ni todos llevan adentro un pistolero o un tirano, y más de una vez se ha probado que una buena combinación de gente en la calle y debate parlamentario puede saldarse en una ley que sea fundamental. La antipolítica es el aperitivo del fascismo. Por eso conviene no ponerse sectario en cuestión de acciones. Hace unas semanas se lanzó en Vermont la Internacional Progresista; no es que el nombre me inspire, pero ahí estuvieron Bernie Sanders, Yanis Varoufakis, Jeffrey Sachs y varios progresistas más, y el manifiesto que redactaron empieza sin medias tintas: "Hay una guerra global en marcha contra los trabajadores, contra el medio ambiente, contra la democracia, contra la decencia. Una red de facciones derechistas se está extendiendo a través de las fronteras para erosionar los derechos humanos, silenciar la discrepancia y promover la intolerancia. Desde 1930 la humanidad no se enfrentaba a una amenaza así”. No está mal; el programa de un movimiento de regeneración argentina podría empezar de la misma manera: con la defensa del trabajo y el medio ambiente; a nosotros nos correspondería exigir que los dos puntos se cumplieran en la misma medida, una forma más económica que la que propuse antes. No debo de ser el único sorprendido de que, mientras la socialdemocracia arrugada sigue amontonando en la misma bolsa populista a Trump y a Cristina, a Marine Le Pen y a López Obrador, estos neoprogresistas, que reivindican a Keynes, el New Deal y la políticas públicas de estímulo, recuerden que el verdadero populismo tiene más que ver con Roosevelt que con Trump. “El populismo”, dijo el economista Dani Rodrik, “empezó a germinar a finales del siglo XIX, al calor de los movimientos de trabajadores y granjeros, y, como hoy, fue una respuesta a la ola de globalización que se vivía en aquel momento y que también causaba daños colaterales. Culminó con el New Deal”. Pero el primer ministro español Pedro Sánchez, socialista muy socialdemócrata, lamentó tener que aceptar que la cuestión de la lucha contra el deterioro ambiental no es muy movilizadora.
Ni está del todo bien encaminada. Por empezar, ahora que el asunto empieza a arder, es hora de abandonar la fe en la objetividad y fiabilidad de los modelos predictivos del Panel sobre el Cambio Climático, que algunos ya tildan de “futurología”. Modelos que interpretan pasado y futuro sólo en relación con las economías de mercado, dan por sentado que todo sucederá en un marco de hegemonía capitalista y ocultan, si no más que por defecto, que el culpable mayor del cambio climático no es el Homo sapiens sino el capitalismo industrial, soslayando la posibilidad de que se establezcan otras formas de producción. Por eso, como apunta Claire Sagan, hablar de catástrofes ambientales sólo en términos de clima es un error peligroso. Es, dice Sagan, subestimar el carácter sistémico del daño. Y por si hubiera hecho falta saber de daños, mientras escribo esto la rotura de una presa de la compañía minera Vale cerca de Brumadinho, estado de Minas Gerais, sudeste de Brasil, ha desatado un alud de aguas residuales (almacenadas, sin tratar todavía), lodo, limo y toda porquería producible por una mina de hierro que ha sepultado la mina, las instalaciones de control de la presa, cultivos, ganado y cientos de casas de la comarca. Hay ya 300 muertos y más de 1.000 desaparecidos; el hecho de que no sonara la alarma de evacuación es un indicio más de la conexión entre accidentes mortíferos, el sistema de corporaciones y la estructura económica.
Huelga decir, pero lo digo por si acaso, que el ecologismo ya no es tanto una causa como un menú de acción muy surtido. Permite saciar distintos apetitos y una billetera gorda para pagar una corona de ética. La semana pasada el CEO de Google, Sundar Pichai, anunció que la empresa va a invertir 13.000 millones de dólares en construir centros de datos y oficinas fuera de Silicon Valley. La expansión a 14 estados (ya estaba en 10) va a crear 10.000 puestos de trabajo en la construcción y varios miles en los centros. El propósito es “reforzar la capacidad de proveer servicios cada vez más rápido”, dijo Pichai, y destacó que cuando Google se instala en un lugar hace inversiones significativas en la comunidad local y especialmente en energías limpias. No es que esas inversiones redunden en el grueso de los 8.950 millones de dólares de ganancias netas que tuvo Google en 2018, pero una parte deben aportar, como inversiones que son.
En 1960 el adalid mercadista Milton Friedman afirmó que la responsabilidad empresarial se limitaba a “hacer todo el dinero posible […] conformándose a las reglas básicas de la sociedad, tanto si se encarnan en la ley como en las costumbres éticas”. Paulatinamente, sin embargo, la noción de responsabilidad —la conformidad con “las reglas básicas”— quedó socavada. Entre la captura del sistema legal por élites económicas y tramas de presión y soborno, y la incapacidad de los Estados para acordar normas fiscales, sociales y ambientales, la idea de que el acatamiento a las leyes locales garantizaría la justicia se ha vuelto obsoleta. Los consorcios tienen tal poder económico, político y tecnológico que —mientras necesitan protección para facilitar el comercio y defender derechos de propiedad— pueden librarse de la supervisión estatal y remodelar en profundidad las relaciones sociales, la imaginación y los parámetros del trato de la Tierra.
En la primera mitad de enero ha llovido en el Chaco la mitad de lo que suele llover en un año. Hay días que en media hora la temperatura pasa de más de 40 ºC a menos de 20. También ahí la explotación voraz y concentrada de la tierra borra bosques y pasturas que siempre absorbieron el agua sobrante. Ahora hay cientos de miles de hectáreas inundadas. 9.000 familias afectadas, 4.000 evacuados. Macri, que sobrevoló la zona, dio su clase de espiritualismo lavamanos: “Tendremos que acostumbrarnos a que esto va a pasar en distintas zonas, en distintos lugares del país… Nuestra infraestructura no alcanza para contener estas situaciones, en las que las lluvias son siempre superiores a todo lo conocido, como el año pasado lo fue la sequía”. Y agregó: “Es por eso que debemos avanzar con las obras necesarias, tenemos que encontrar la forma de generar los recursos para que se puedan hacer esas obras que son imprescindibles”.
Venía de visitar a Bolsonaro. Pero sería muy contraproducente caer en la indiferenciación entre los dos. Macri no fue militar. Los muchachos de la UADE no van a iglesias evangélicas; sólo apelarán a los evangélicos porque el papa peronista no los valora. No menos peligroso sería pasar por alto que la lucha contra el fascismo es indiscernible de la lucha contra el cambio climático. Por encima de las diferencias entre un neoliberal codicioso y un fascista hay un establishment con mucho dinero, con cerebros en todo el mundo, con estrategias conjuntas. Uno se pregunta si los muchos movimientos reformistas, los muchos movimientos de resistencia y los partidos o facciones de partidos con historia de cambios sociales, por diversos que sean, podrán alguna vez moderar su compulsión histórica a la rencilla interna y el deseo falocrático de preeminencia. ¿Qué cuerno esperan? Voy a repetirlo con variaciones: la justicia ambiental abarca mucho más que la amenaza de destrucción nuclear civil o militar, la desaparición de las abejas, el monocultivo intensivo o las nanotecnologías. Problemas como estos no pueden remitirse a una sola causa ni resolverse con simples retoques en las economías industriales. Se enlazan con las desigualdades sociales, con la propiedad de la tierra, con las repercusiones genéricas del daño ecológico y con las insuficiencias de la democracia en todos los niveles. Y enfrente de toda política que tenga esto en cuenta no están los neoliberales. Está el fascismo, fase superior, tentación periódica y peste autoinmune del ser capitalista.
Nunca se va a hacer suficiente hincapié en que los neoliberales son una despiadada rama en ascenso de un liberalismo con una larga historia de racionalidad democrática y antiautoritaria, de Spencer a Isaiah Berlin o Popper, y que incluso los peores descarriados tienen, por mucho que desconozcan su tradición (o la malversen, cretinamente, y no voy a hacer nombres), un trasunto de respeto formal por el Parlamento. No son fascistas, o se reprimen, o fingen no serlo; de otro modo no sería posible que, pese al desprecio de las prensas oficialistas, en los parlamentos se aprueben o se rechacen por un pelo leyes que a los gobiernos neoliberales no les gustan nada. En los regímenes fascistoides la agitación social no se oye o se atribuye a enemigos externos o gente malsana, enferma, y no se mata a algunos revoltosos sino a montones de oponentes e inconformes díscolos.
Cuando discuta de nuevo con mis amigos quizás diga: votaría a los que puedan frenar el lento giro de nuestros neoliberales al fascismo, si firmaran un programa de compromiso como prueba clara de que entienden todo lo anterior. Eso nunca va a pasar, me dijeron. Yo dejé sentado que probablemente no votaría a un narciso idiota de esos que se ponen graves o batalladores para enmascarar su ignorancia y propulsar su monomanía. Uno sabe que no debe mezclar psicología moral con política; y que, citemos a Bataille, hay una política de la supervivencia, que compete a las instituciones, la administración y la negociación, incluso al doble discurso, y una de la intensidad, que compete a la experiencia interior, el gasto inútil, las ebriedades, el reconocimiento de las heridas, el abandono de la personalidad en el otro. Uno sabe que puede reservarse el derecho a buscar con un acto gratuito una poesía de lo real y a la vez gritar para que un conjunto de fuerzas empeñadas en “frenar el lento giro de los neoliberales al fascismo” no tenga enfrente a un tramoyista idiota.
Mientras: anoche, lavando un envase de yogur para reciclarlo, recordé que, según Deleuze, en el eterno retorno (copyright Nietzsche) lo que vuelve no es Lo Mismo sino Lo Otro. Interpreto que ese Otro es aquello que elevamos a alturas inalcanzables, o bien negamos, desplazamos o expulsamos, sean los dioses o sus disfraces, el cosmos, la energía, etc. De ser así, la Naturaleza que hemos apartado está volviendo según su indómita inconsciencia, y en nuestros raptos pusilánimes pensamos que se está vengando; cuando con sólo asimilar que no somos materia distinta volveríamos también nosotros, bajo una forma u otra, eternamente.
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