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Ganador de varios premios en este decenio, poeta, publicitario y con frecuencia convocado a participar de diversas antologías literarias, Santiago Craig es un autor joven y últimamente vuelto a consagrar. En la más reciente edición de los Premios Nacionales, Las tormentas obtuvo una mención detrás de los libros de cuentos de Liliana Heker, Marcelo Cohen y Mariana Enríquez. Se trata, sin dudas, de un libro sobresaliente, heterogéneo pero para nada desparejo. Si sus opciones geográficas, de clima o situaciones pueden llevarnos desde un departamento tomado por dos extrañísimos agentes que resultan tan remotos como la provincia de la que provienen —“Formosa”—, o desde el interior de un probador en el que dueña y empleado coquetean entre ellos y con lo burdo y lo trivial —“Hoy pasó tu papá por casa”—, hasta el afuera casi pleno de “Tormentas” o de “Hacer un pozo y meterse adentro”; y si la aventura rutera y sentimental que encaran un padre y su hija en “Guaminí” tanto como el tedio hogareño e intrafamiliar de “Mudanza” contribuyen a generar esa impresión contrastante entre los cuentos, ciertos rasgos de estilo, el vívido movimiento de la página sostenido por el encadenamiento de las acciones, el ritmo y la puntuación de la prosa hacen del volumen una entidad consonante. El fraseo corto, ágil, con cierta inclinación a la oralidad —“Iba a ser para ellos el pozo”, “tenía partes Mercedes”, “A ellos no les parecía bien rezar sin estar de rodillas”: el sujeto pospuesto es una marca de la casa— y esa especie de diálogo sin marcas, como disimulado en la mecánica de la narración y que parece atravesar casi todos los relatos, son otros insumos que apuntalan ese efecto de unidad. Entre los personajes, algunas figuras masculinas y femeninas que transcurren por la mediana edad tienen una sintomatología parecida, algo perplejos ante su propia adultez. Un abuelo que desarma las tristezas con historias y un padre que cree en la vida extraterrestre adensan el elenco con sus propias particularidades; pero sin dudas los niños de “Tormentas” y su andadura salvaje y litoraleña son los que se llevan la corona. Acaso el más rico de la colección, y aunque su preeminencia entre en franca disputa con “Formosa”, un cuento vibrante disparado por una anécdota pueril y de la que casi nadie podría sacar provecho, “Tormentas” hace gala de una serie de componentes que lo realzan todavía más. Entre sus múltiples variables y connotaciones —lo narra una chica frecuentemente amonestada por otras mujeres, repiquetea detrás algo de Cuenta conmigo y se inscribe en la saga de los entrañables relatos que conjugan verano, aventura e infancia—, tiene la rara virtud de poner en escena una excursión en lancha hacia los “indios” y encolumnarse detrás de ella . Más allá de los finales algo grandilocuentes —“Bruno pensó que había llegado a ser lo que iba a ser para siempre”; “ese día que está por empezar, como todos los otros, va a repetirse una y otra vez hasta el final de su vida”—, a Las tormentas lo acompañan una solidez y cierto don persuasivo de que entre la acción narrativa y otro canal paralelo hecho de algo así como sensaciones generosamente irradiadas por las palabras se construye aquello tan parecido a un encanto, el nudo entre la imagen psíquica, las emociones y tal vez algunos de los propios recuerdos removidos por la lectura.
Santiago Craig, Las tormentas, Entropía, 2017, 192 págs.
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