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Y si una obra se resiste a ser aplastada por la comprensión, ¿cómo hablar sobre ella? ¿Cómo reponer la multiplicidad, la apertura a la que nos invita? El fin es una obra sobre el amor, pero también es una obra sobre la pérdida y la desesperación, sobre cómo la experiencia del dolor trabaja sobre el mundo de las palabras y de la memoria. Una pareja en medio del fin del mundo (pero entonces: ¿qué es el mundo?) emprende un viaje impulsado por la búsqueda y el deseo. Érica no está (pero entonces: ¿quién es Érica?) y su ausencia organiza la travesía. Pero también podría decirse que El fin es el recuerdo de todo aquello: una mujer narra lo vivido y el modo en que lo narra se parece a la forma en que la memoria y los balbuceos de nuestra lengua intentan nombrar y darle sentido a la experiencia. Fragmentos dispersos, poemas, pedacitos de recuerdos y algunos paisajes son puestos ahí, en el espacio del texto y de la escena, con la textura vital de las visiones nuestro mundo interior.
La obra con la que Giuliana Kiersz obtuvo el X Premio Germán Rozenmacher a la Nueva Dramaturgia encuentra en la puesta en escena imaginada por Maruja Bustamante la posibilidad de revelarse en toda su belleza. Bustamante se abraza al texto y baila sobre ese volcán, festiva y rigurosa, alimentando su reconocible imaginario visual, sonoro y táctil con las imágenes y las emociones que el mismo texto le ofrece, y eligiendo la gramática de la travesía para poner en el centro de los problemas estéticos la experiencia del espectador. Así, el montaje de El fin —pensado para desplegarse como una obra de recorrido entre la sala de conferencias y la sala de exhibiciones del Centro Cultural Rojas― nos invita a una fascinante exploración de los múltiples espacios escénicos por los que la obra se desplaza y por momentos nos convoca a asumir una condición ficcional: ¿somos esas personas de las que el texto habla, estamos también hundiéndonos en el fin de todas las cosas que importan? Ellos dos, la pareja de amantes ―contundente trabajo de Bárbara Massó y Diego Benedetto― se desdoblan en el tiempo, fundando así una temporalidad extrañada. La memoria de aquello que alguna vez fueron los acecha ―porque el pasado siempre es así, parte constitutiva del presente―, y a la vez sus voces del ahora nos llegan ya como el eco de un futuro próximo que se resiste a olvidarlos.
Sí: hay dos que se aman en esta historia y juntos enfrentan la pérdida. La puesta de Maruja Bustamante se vuelve poderosa para narrarlos por el modo en que entran en fricción todos los lenguajes: a la plasticidad onírica y la belleza visual le sobreimprime un diseño sonoro perturbador; a la belleza lírica del texto le sobreimprime un uso absurdo de lo fabril del espacio. La bello llega en montacargas y la evocación triste de la infancia perdida nos deja dulces golosinas. Todo es contrapunto y nosotros ahí estamos: en el tiempo expandido de la poesía, en los confines del dolor, buceando entre la emoción, la contemplación maravillada y la pequeña risa.
Pero un afuera demasiado concreto ―la ciudad en tránsito, mucho más mínima y desolada que la ficción― late con toda su realidad amenazando la belleza en escena. Vemos ese afuera a través de los ventanales de la sala, y su presencia pronto adquirirá función dramática. Pero antes del final lo observo y pienso que ese mundo exterior, visto desde las entrañas mismas de esta exquisita alucinación surrealista, también está puesto ahí como un contrapunto más: para recordarme que aún está la poesía, que aún está la emoción; para decirme que mientras lo gris del mundo exista, aún está esta otra clase de peligro, que aún está el teatro.
El fin, de Giuliana Kiersz, dirección de Maruja Bustamante, Centro Cultural Ricardo Rojas, Buenos Aires.
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