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La política engulle esta nueva Suspiria con una ambición que extrañaba el cine de género contemporáneo, aun cuando mutar las ceremonias de color, carne y acero del Argento original por una colección de secuencias vitales de sufrimiento femenino intrusadas por la realidad extramuros de la Guerra Fría implique sus riesgos. Conviene aclarar desde el principio que había política —y mucha— en la Suspiria de 1977. Pero aquella era una política de autor (que incluía, por ejemplo, mandar a comprar en Asia los últimos rollos de película Kodak de los años cincuenta para lograr con ellos ese delirio cromático que el cine de horror no volvió a alcanzar jamás), muy necesaria en una época en la que ciertas condiciones industriales que todavía hacían posibles obras de este tipo estaban por desaparecer. Argento combinó pesadillas arquitectónicas, sufrimiento operístico y aquelarre erótico para producir una máquina paracultural maléfica y palpitante, algo que Luca Guadagnino está lejos de, siquiera, querer intentar. Entonces, en reemplazo de la aspiración poética, aparecen las parábolas, los juegos de sentido, los cruces referenciales. El Friburgo embrujado original es ahora el Berlín occidental tajeado (muy “evidentemente”, hay que decirlo) por el Muro; el art déco infernal deviene en interiores sombríos, acuarelados en tonos muy opacos; las asambleas íntimas de sufrimiento y horror son ahora los traumas colectivos aguijoneados por la banda Baader-Meinhof; y la ululante banda de sonido de los Goblin cede su lugar a las moribundas melodías de Thom Yorke. Quedan, sin embargo, los cuerpos femeninos como materia sangrante, los cortejos tenebrosos que reverencian deidades extraviadas en el tiempo (aunque Guadagnino está más cerca del vampirizado imaginario de Franz Flaum que de las pesadillas retorcidas de Thomas de Quincey) y un tono general levemente sinfónico y espeluznante. Guadagnino no lo hizo mal, aun cuando pierde más de una vez el pulso narrativo —la nueva Suspiria es larga, excesivamente larga— y su obsesión por coser las cicatrices colectivas de un pueblo (el Volk que se baila entre viscosidades varias y fracturas expuestas) a las interioridades maléficas de una secta de obediencia litúrgica “baila”, por momentos, en el más profundo de los vacíos. En ese sentido, el clímax final, más cercano al horror resbaloso y genital de David Cronenberg o Clive Barker que a las melopeyas originales de Argento, parece una tardía concesión a la platea contemporánea, tan ajena, pareciera, a esos tres nombres como esta Suspiria de 2018 lo es a su modelo original.
Suspiria (Italia/Estados Unidos, 2018), guión de David Kajganich a partir del guión original de Dario Argento y Daria Nicolodi, dirección de Luca Guadagnino, 152 minutos.
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