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“Vive sola en un brezal al norte / Ella vive sola / La primavera se abre como una cuchilla allí”, escribió alguna vez Anne Carson, en alusión a su madre moribunda. El poema finalizaría con una pregunta por el cuerpo (presente, necesario, posible): “¿Qué cuerpo es ese, Emily, que nosotras necesitamos?”. Palabras, interrogantes, que podrían referir, con justeza y sin estridencia alguna, a los trabajos de los que Antonella Agesta se vale para elaborar su propia antosofía: una prueba de sabiduría artesanal y personalísima, abierta a las otras, sus hermanas, y en sutil reverberación con el mundo y la época en que se ve implicada. En busca de su propia forma, su propio lugar y color: mundos que resplandecen donde los espejos no devuelven reflejos semejantes, sino más bien imágenes oblicuas, ominosas quizás. Allí donde los espacios desocupados de toda presencia humana se transforman, por la implacable decisión de pintar lo que realmente se quiere y como se quiere. Pequeños territorios de amparo, donde poder guardarse, hacer silencio, quedarse un poco sola, descansar. Donde repensar los movimientos y los gestos, ensayando otras formas de dar(se) aliento y respiración.
El típico tropo woolfiano que advertía, y aún advierte, sobre la necesidad cada vez más urgente para los sujetos bioasignados al género femenino, y agregaríamos hoy para los cuerpos feminizados, de un cuarto propio (de los cuartos propios, en el caso de las piezas de esta singular Antosofía), funciona, por el gesto de vaciamiento desde el cual es abordada esta figura, como un plano para instaurar otras formas de estar, de vivir y de pintar. Gesto que traza las conexiones, los vínculos quizá más interesantes de estas obras con su entorno y con su tiempo. En este sentido es posible percibir un discreto pero no menos evidente cuestionamiento al antropocentrismo heteronormado y a la tradición pictórica que lo soporta. Ese cuestionamiento es prolongado por la vía ya no de un denuncialismo literal y la mayoría de las veces poco efectivo, sino más bien por una estrategia de puesta en detalle (y en abismo) de ciertos trazos y escenarios que esa misma tradición impondría como ineludibles.
Notables en este sentido son tanto la pieza en la que dos cisnes procuran en vano, frente a dos espejos ennegrecidos, descubrir algún reflejo semejante de ellos mismos, como las dos habitaciones que son parte fundamental de la serie, en las cuales la presencia de tonos morados y pastel, de rosas enredadas en sus propias espinas, da cuenta de una atmósfera enlutada y a la vez ligera, fresca. No hay concesión alguna a la solemnidad ni mucho menos a la exigencia de “hacerse entender”. Cabría señalar aquí que el punto más flojo de la muestra tal vez sea el modo en que están presentadas las obras. Se echa de menos el esfuerzo por hacer composibles delicadeza y arbitrariedad, en aras de una mayor potencia y radiancia de los materiales exhibidos
El duelo por los espacios amados, perdidos e inevitablemente anhelados, tanto como la persistente inquietud por hacerse de un cuerpo necesario para habitar estos mundos y estos tiempos oscilantes, es parte de esta exploración particular. Insistencias que, como aquellos solitarios brezales de los que escribía Carson, tuercen trayectorias, afilan sensaciones y sentidos, dan (provisoriamente) un lugar.
Antonella Agesta, Antosofías, curaduría de Bárbara Golubicki, Selvanegra Galería, Buenos Aires, 15 de febrero – 30 de marzo de 2019.
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