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Se podría decir que pasamos nuestras vidas buscando incesantemente recrear las primeras sensaciones: el primer plato que realmente nos gustó, el primer encuentro sexual satisfactorio, el primer viaje revelador… En el mundo de los libros pasa algo parecido: aunque siempre hay algo nuevo y hasta —de vez en cuando— original para leer, como lectores estamos condenados, conscientemente o no, a comparar lo que tenemos en las manos con el primer libro que nos hizo sentir así. ¿Esta novela negra está a la altura de Chandler? ¿Qué habría pensado Dostoievski de este drama psicopolítico? Está bien que seamos así, nos volvemos lectores críticos desde un principio, pero también debemos acordarnos de mantener la mente abierta y dejar espacio para otros desarrollos.
Una de las primeras sensaciones literarias que atesoro fue la lectura temprana de la trilogía Gormenghast, de Mervyn Peake —¿cómo puede ser que no se consiga hoy en la Argentina? ¡Vamos! Tiene que haber alguna editorial dispuesta a publicarla—, y estaba convencido de que nunca iba a encontrar algo parecido, algo con tanta imaginación pura y concentrada, sin filtro ni apologías, algo que confirme el aforismo borgeano de que “lo importante es que el escritor crea en lo que está escribiendo”, hasta que leí Vorrh. El bosque infinito, de Brian Catling.
Situado principalmente en la década de 1920, en una ficticia colonia alemana en África, Essenwald, construida junto a un bosque epónimo para explotar la madera de sus árboles, Vorrh. El bosque infinito no tarda en inculcarnos su mundo: hay un arco viviente, una bruja, historias de atrocidades colonialistas, un legendario colonizador rebelde al que persigue un cazador de recompensas, un cíclope, robots medio steam-punk hechos de baquelita, zombis útiles, Raymond Roussel, ángeles que posiblemente son demonios, todo un bestiario de monstruos adicionales y —claro está— un bosque mágico donde uno se vuelve loco si pasa demasiado tiempo dentro de él.
Mientras los distintos personajes van encontrando sus caminos —aunque es una novela muy conceptual, no falta la acción; el sexo, la aventura y la violencia son fundamentales en las distintas tramas, tanto que generalmente uno se distrae del hecho de que la prosa no siempre es excelente—, el lector descubre un imaginario tan rico y denso que empieza a sospechar que este libro no podría haber sido escrito por un escritor normal. Y tendrá razón: Catling, como dice Alan Moore en el prólogo, es principalmente un escultor, y resulta obvio que mucha de su inspiración, un poco como ocurre con el escritor inglés Tom McCarthy, viene del mundo del arte contemporáneo. Lo demás se completa con sus intereses y obsesiones personales. Más allá de Roussel y sus Impresiones de África, aparecen también el fotógrafo pionero Eadweard Muybridge, el notorio anatomista William Withey Gull, el Lejano Oeste y ciertas leyendas religiosas… Sepan perdonar, es un libro que empuja muy fácilmente a las listas.
Otra lista posible sería la de los admiradores de Catling, que se lee como un “quién es quién” de la weird fiction: además de Alan Moore, tenemos a Iain Sinclair, Terry Gilliam, Tom Waits y Jeff Vandermeer. El segundo volumen de la trilogía —titulado en inglés The Erstwhile— está dedicado a Alasdair Gray, aunque habría que advertir que estos escritores, por más estrafalarias que sean sus creaciones, siempre mantienen el gusto por el realismo contemporáneo, aunque sólo sea un reflujo. Catling, en cambio, no tiene miedo de dejarse perder en su propia fantasía: Vorrh. El bosque infinito no tiene un solo hueso didáctico en su cuerpo (aunque sí muchos otros huesos de otras estirpes). Si eso significa que a veces nos dirige a algún que otro callejón sin salida, también nos lleva a territorios que nos ofrecen la promesa de esas primeras sensaciones tan exquisitas.
Brian Catling, Vorrh. El bosque infinito, traducción de Pablo González-Nuevo, Siruela, 2018, 480 págs.
Imagen: detalle del estudio de Brian Catling, foto: David Vintiner.
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