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En la primera parte de este artículo deslindé un tipo de escritura que se implica realmente (no burocráticamente) con los diversos mecanismos de producción de los libros. Consideré esta escritura parte orgánica de la “edición artesanal”.
Se trata de una alternativa con visos de posibilidad (una entre muchas, de seguro; hablo de lo que sé, y por mí): la de sumar a la escritura de textos algunas de muchas otras escrituras o herramientas que (me gusta creer) nunca nos resultan, sin embargo, del todo ajenas a algunos de nosotros; me refiero a la traducción, la corrección, la maquetación, la ilustración, la edición y la encuadernación para, en definitiva, gestionar una microeditorial artesanal o industrial (o una de modelo híbrido), o bien una editorial pequeñoindustrial más bien clásica, digamos. Dado que es muy difícil en un mundo que es ya texto (un texto de naturaleza ficticia, qué duda cabe, donde además parece haber una cantidad reducida, o no tan abundante, en todo caso, de lectores de textos de ficción), en este escenario de proliferación textual incesante es muy difícil que nuestros textos causen alguna “impresión” o novedad (que además exigimos que ocurra pronto), o incluso que encuentren alguna otra zona de pertenencia más o menos estable. Quizás entonces lo que se pueda hacer es (insisto en que es apenas una alternativa entre muchas otras, pero es la que conozco y la que puedo compartir) producir no ya exclusivamente textos sino además libros; no ser ya sólo autores textuales sino ir un poco más allá, empujar la escritura hacia el rol algo más orgánico de la edición artesanal (“pequeños editores artesanales”, que es lo que siempre seremos, en definitiva, es un oxímoron rotundo); nuestro principio constructivo (y hasta nuestra matriz de sentido) será ahora una “casa editora”, o un “proyecto editorial”, no ya la figura de autor de la que emana un capital simbólico ligado al puro texto. Artesanos de cuyas mentes y manos salgan, además de textos, libros, pero también gestos concretos y acciones específicas dentro de un circuito determinado (no da lo mismo cualquier librería, ni feria, ni espacio, porque no se trata del libro entendido como experiencia de lo mismo en todos lados, o en la mayoría de los lugares posibles, en todo caso).
A priori, no hay nada más parecido entre sí que dos novelas, incluso una novela mala y una novela buena (estoy parafraseando); a priori, no hay nada más diverso que un libro de esta editorial artesanal y de aquella otra, y esta diferencia (esta “librodiversidad”) necesita ser entendida como una situación, rotunda y sumamente genuina, que causa o despierta un interés renovado en el lector (el interés por la materialidad, aunque no solamente, frente a esa contaminación que emana otra cierta mismidad que es ya intrínseca, me temo, al libro industrial, independiente o no), al tiempo que constituye además una estrategia de supervivencia dentro del campo cultural. Basta con recorrer la Feria de Editores, la Migra de Villa Crespo, la Zona Editada del MAC de Córdoba, la Feria de Editoriales Independientes del FIP de Rosario, Leer. Literatura en el río de San Isidro, la Feria Paraguay, EDITA de La Plata o La Furia del Libro y el Impresionante de Santiago de Chile, entre muchísimas otras (menciono apenas las que conozco), para comprender mejor lo que estoy diciendo.
Entiendo que traducir, corregir, maquetar, ilustrar, editar, encuadernar y, en definitiva, gestionar una microeditorial artesanal o una editorial pequeñoindustrial pueda parecer mucho trabajo para una sola persona, pero eso depende directamente (otra vez) del tamaño que se le imagine al proyecto (cantidad de novedades, cantidad de ejemplares por tirada, cantidad de ventas esperadas, etc.). Y quiero decir esto otro, más temprano que tarde: una microeditorial bien gestionada (en especial una artesanal, donde el tiempo y el trabajo propios vienen a suplantar en buena medida unas inversiones de capital importantes a la hora de publicar libros de manera más o menos tradicional, y todavía más en contextos adversos) puede suplir perfectamente el sueldo de un profesor universitario con dedicación exclusiva por cada persona (sé perfectamente que con un máximo de dos, aunque de seguro sea posible llegar hasta tres) que la incluya en la forma de una cooperativa de trabajo. Puede que parezca poco, pero se trata de los números del campo en el que nos movemos: dos o tres personas es, para quien no lo sepa, la estructura típica que tienen el 90% de las pequeñas y hasta medianas editoriales independientes de nuestro país (tengo fuertes sospechas de que este también es, como el ejemplo de Lahire del comienzo de la parte 1 de este artículo, otro fenómeno más o menos global).
Estoy hablando, por supuesto, de un tipo de trabajo que tiene profundas raíces proletarias: en el caso de una editorial artesanal, se trata de operar algunas máquinas y desarrollar oficios múltiples (vienen a mi mente en este preciso momento los nombres de William Morris, del mexicano Ulises Carrión, de Virginia y Leonard Woolf, de Cid Corman, de esa extraordinaria familia rosarina —de origen cordobés— apellidada Gandolfo, entre otros); estoy hablando también de lentitud y espacio para que las obras (los libros en tanto obras materiales, soportes de obras textuales) se desarrollen de manera más orgánica, y de redes de microeconomías locales y regionales con un alto grado de humanización, de relaciones interpersonales reales en lugar de potenciales clientes anónimos en un mar de ruido blanco textual. Estoy hablando, por fin, de la posibilidad de renunciar a pedir más de lo que sospechamos (o sabemos) que nuestros propios textos pueden dar, y menos aún en las condiciones históricas específicas que nos tocan (y quizás menos todavía a personas que sabemos que no podrán responder, por más orden en el manejo y buena voluntad que existan), y de, en cambio, sumar nuevas herramientas al campo específico de nuestra praxis (lo que en realidad es para mí, a esta altura, la misma y única cosa, la escritura con otro grado de compromiso en términos de implicancia material): están disponibles las tecnologías y los conocimientos necesarios, además de que hay un Zeitgeist y lectores altamente receptivos a todo esto, mucho más que a los meros textos a los que, sin dudas, tanto tiempo y esfuerzo se les dedicó y se les seguirá dedicando. Pero como punto de partida ahora de una praxis algo diferente (que incluye todavía publicar en la edición independiente industrial, por diversas razones: entre ellas, la de crear y potenciar lazos y desarrollar interdependencia con lógicas afines, aunque el pintoresquismo y la horizontalidad también sean importantes), para ir un poco más allá (la zona de la escritura y la edición artesanales). No el texto como fin, sino como punto de partida.
“El futuro de la escritura no es la escritura”, dice Kenneth Goldsmith. Para aclarar: el burócrata al que me referí en una entrevista reciente que me hizo Valeria Tentoni para el blog de Eterna Cadencia no tiene nada que ver con Kafka, Tizón, Stevens, Conti o el propio Melville, sino con aquel que tiene una actitud burocrática frente a su propia escritura, bastante burguesa (y a la larga, por lo tanto, bastante best seller), que espera principalmente regalías de su trabajo sin conocer en profundidad (y mucho menos implicándose con) la estructura que materializa el resultado de su trabajo inicial. El burócrata de la escritura no se involucra materialmente con la producción de sus libros (lo hizo con sus textos, efectivamente, y eso es ya suficiente para él); él no tiene ni tiempo ni conocimientos ni ganas para eso, pero a veces sí los invierte en operar en los medios, las redes y el circuito de la edición industrial, independiente o no, para crear un cierto “valor” paratextual (por ejemplo, el aura de la noción de “trabajador de la palabra”). Para el burócrata de la escritura, la edición artesanal de 2019 es el libro cartonero de 2001 (desconoce en este caso los casi veinte años de desarrollo que han transformado la edición artesanal hecha en Latinoamérica en un fenómeno quizás único en el mundo, fenómeno en el que tanto Chile como la Argentina tienen, además, el privilegio de ocupar un lugar destacado); porque, de nuevo: él es un escritor de textos, sus libros los hacen siempre los otros; él sí que quiere viajar a ferias y festivales, pero no quiere tener que vérselas con un policía en la aduana para explicar convincentemente una valija de veintitrés kilos repleta de libros, o tener que “sacrificarse” ocho horas detrás de una mesa en una feria. El burócrata de la escritura tiene mucho que reclamarle a la edición independiente, eso es evidente; lo que me pregunto es si en algunos casos no será eso mismo lo único que tenga para ofrecerle. El burócrata de la industria de la edición no quiere vivir con la escritura de libros, en definitiva; lo que él quiere es vivir de las regalías que deja la escritura de textos (publicados no importa dónde ni cómo: no-hay-tiempo-que-perder), y entonces alimenta una máquina que se perpetúa en libros hechos, muchas veces, a desgano (esto es pavorosamente notable), sin cuestionar ni las reglas ni la mecánica de ese móvil que, para peor, se piensa universal, perpetuo y definitivo (como el propio capitalismo). El burócrata de la escritura puede incluso tener un discurso de izquierda y publicar en una corporación transnacional de la edición de libros, un negocio como cualquier otro pero que además juega y especula con desaparecer libros, anular la bibliodiversidad por proliferación idiótica (no hablemos ya de la diversidad material de los libros) y perpetuar turbios mecanismos de legitimación (concursos literarios patrocinados, operaciones de prensa, propaganda encubierta, etc.). El burócrata de la escritura va a decir que ocuparse del proceso completo de producción de algunos libros es la autoexplotación de la que habla Byung-Chul Han (lo cual es un error, claro, porque la autoexplotación neoliberal que bien señala y de la que habla puntualmente el filósofo coreano se da en relación con la noción de “productividad ilimitada”, algo por fortuna material y humanamente imposible desde la edición artesanal, aunque ciertamente deseable y observable en cualquier mesa de novedades de libros industriales publicados por las corporaciones, donde se mezclan, con una notable ausencia de edición que acaba provocando apatía, libros excelentes con basura de temporada), cuando en realidad se trata de autonomía y autogestión en el sentido primordial de esas palabras. Espero haberme explicado mejor.
Justamente porque nuestro objeto central en cuestión es, según Pierre Bourdieu, de naturaleza doble (los libros son bienes simbólicos muy difíciles de valorar “efectivamente” y mercancías con un valor comercial “específico”), los escritores ganamos (y mucha) independencia y autonomía cuando logramos llevar una vida doble (la otra mitad del título del libro de Lahire es, justamente, La double vie des écrivains), y quizás algunos de nosotros (conscientes de las urgencias que nos corren, o no, y de la clase de escrituras que proponemos) podríamos, incluso, darnos ya por satisfechos con eso. Ahora bien, cuando además logramos de una forma muy modesta que nuestra vida esté dedicada a la escritura en este sentido amplio (que no es otro, claro, que el sentido del arte nuevo de hacer libros que vengo sosteniendo a partir de Ulises Carrión), bueno, la verdad es que yo al menos ya no encuentro qué más pedir.
Es evidente, y de una manera atroz (basta ver los rankings de libros más vendidos, los mecanismos de legitimación y consagración que todavía operan, las escrituras predecibles en frenética reacción, etc.), que cada vez hay menos lugar para vivir de la escritura (y cada vez más gente que escribe, además, lo cual, a un año del centenario de las vanguardias, no debería provocarnos horror o disgusto, y mucho menos desde una cierta “conciencia gremial”); también sostengo, desde mi estricta experiencia, que por el contrario hay cada vez más espacio (¡y más tiempo!) para vivir con la escritura, para diseñar dispositivos textuales más complejos y diferenciales, para formar parte de un circuito que reclama también el cuerpo y que crece año a año, para ayudar a difundirlo y expandirlo, para compartir experiencias y conocimientos y alentar a otros a formar parte y traerle su propia impronta material, tan necesaria. Lo que estoy diciendo, en definitiva, es que hay mucho lugar para esa clase de escrituras artesanales que consisten en escribir textos, editarlos, diseñarlos, transformarlos en libros, llevarlos, intentar venderlos y, a veces también, eso es seguro, traerlos de regreso a casa y aprender a esperarlos.
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