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TEATRO

Hamlet creció. En la versión de Lautaro Vilo y Rubén Szuchmacher se percibe la belleza del sustrato del blank verse shakespeariano en un español sutilmente articulado por una dicción rioplatense. El abandono de los arcaísmos hispánicos propios de las traducciones literarias decimonónicas, y de todo tipo de amaneramiento en el registro de actuación, acerca la poesía a nuestra sensibilidad contemporánea, de modo que “la acción corresponda a la palabra y la palabra a la acción” (Hamlet III, III). Respondiendo a este principio, la escenografía y el vestuario de Jorge Ferrari y la iluminación de Gonzalo Córdova configuran un tipo de visualidad que remite a una idea de Europa no tan antigua como la que inscribe la tragedia, sino relativa a un pasado tocado por la guerra y el capitalismo. El espacio, catedral impenetrable que proyecta el claroscuro de la escena y sus espíritus, es a la vez caja de resonancia de voces que se amplifican en correspondencia con la composición de Bárbara Togander: “música de las esferas” próxima a una experiencia sonora del presente.

Las zonas de representación del teatro isabelino son revisitadas por un saber profundo de las posibilidades de la arquitectura a la italiana: una plataforma despejada permite visualizar las líneas de los movimientos escenográficos y de los intérpretes, cuidadosamente diseñados; niveles y puertas organizan los sucesos y la circulación constante de personajes. El gesto de reelaboración: para presentar al fantasma del padre de Hamlet no se apela a los recursos cliché del siglo XX y XXI (voz en off, proyección de video, contraluz…), sino que este espectro excesivamente material, colgado a la manera de las apariciones griegas e isabelinas, insiste en la pregunta por la distancia del ser y el parecer, la vida como sueño y la muerte como despertar, la cordura y la locura, lo carnal y lo espiritual. Retorna con la brutalidad de lo real, para vagar en lo un-natural (la interrupción del orden natural según la cosmovisión isabelina) del fratricidio, la traición y la venganza.

La clásica construcción del teatro dentro del teatro no repite aquí el tópico barroco por tradición: destaca lo grotesco del hecho de que alguien gesticule haciéndose pasar por otro y que eso sea, no obstante, una indagación de la verdad. Esta puesta nos revela que tal autorreferencialidad no es chiste viejo o juego vano, sino que tiene una vigencia asombrosa que madura junto con la historia del teatro. El Hamlet de Szuchmacher no es uno más. Es el que expone y discute las relecturas de Hamlet (resulta significativo que esté acompañado por un recorrido de citas autorales en el marco de la exposición “Hamlet exhibido” y por la memoria visual de las puestas de la pieza en el Complejo Teatral 1980-2012, materiales del CEDOC y del archivo personal de Szuchmacher). Un Shakespeare que se sabe mal traducido y llevado a infinidad de escenarios. Un Hamlet adulto, cómico, que entiende que la solemnidad o la afectación no constituyen el germen de lo trágico ni la distancia necesaria para una reflexión filosófica. Un Shakespeare que nos mira por el agujero de la pausa que hace Joaquín Furriel después de la primera palabra del emblemático monólogo “Ser…”, con la certeza de que el espectador dirá ya entre dientes, ya en voz alta: “o no ser”, aunque desconozca la intriga por completo. Subimos a escena los espectadores de más allá y más acá en esta interrupción a la Cultura que ejecuta el actor al evocar tanto lo común y colectivo, como la indiscutible extrañeza de lo que se tiene por familiar.

Tuve la oportunidad de acompañar a un espectador virgen de Shakespeare y de Szuchmacher (quizá el ideal para esta versión) y de registrar el hito de ver Hamlet por primera vez: el acontecimiento de la risa y la reflexión, la piedad y el espanto en pupilas que se dilatan.

 

Hamlet, de William Shakespeare, versión de Rubén Szuchmacher y Lautaro Vilo, dirección de Rubén Szuchmacher, Teatro San Martín, Buenos Aires.

20 Jun, 2019
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