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En 2014 Diego Materyn ganó el Premio Indio Rico por su novela Frenesí del conejo universal (Malsalva, 2015). En aquel momento, Graciela Speranza comentaba uno de los rasgos más interesantes de aquel universo adolescente: su verosímil estrictamente literario. Y es que estos estudiantes, lejos del estereotipo del lenguaje monosilábico, la actitud abúlica y el abuso del emoji, parecen (son) personajes salidos de una novela de iniciación con aires románticos, existencialistas o punk, según modelos perfectamente identificables y, sin embargo, siempre interesantes de leer y escuchar.
Frenesí de la palabra exasperada y de la imaginación exuberante es, por sobre todas las cosas, un rechazo furioso contra la (propia) adultez. Contra su falta de vitalidad, su estupidez y su conformismo. La adaptación escénica de Milva Leonardi y Román Podolsky apunta justamente en esa dirección y da en el blanco. En primer lugar, una selección de monólogos que sintetizan la estructura de los personajes (deseos, miedos, fantasías y rol en el conjunto de la clase) abre apenas el conflicto y no desarrolla el arco dramático para privilegiar, en cambio, la retórica compleja e incompleta de la narrativa de sí.
En segundo lugar, la selección de actores adultos pone a estos adolescentes en fuga porque la escena los encuentra ya un poco como jóvenes-viejos. Natalia Di Cienzo, Alejandro Hener, Verónica Intile, Nicolás Levín, Vanina Montes, Javier Pedersoli, Fernanda Pérez Bodria, Victoria Roland y Martín Scarfi dosifican la adrenalina justa de ímpetu juvenil y mirada compasiva por la arrogancia púber. Y el verosímil se construye aquí en esta encrucijada del tiempo donde aquellos deseos, miedos y fantasías, a la vez que se relatan, ya se han cumplido. La clave no es, sin embargo, fatalista, porque las voces de estos alumnos iracundos cincelan el porvenir con tal grado de autoconciencia (de sus grandezas y miserias) que no parece haber determinismo sino autodeterminación.
Y aquí la cuestión se complejiza porque la pérdida del sueño del profesor, Alejandro Lemos, desata la catástrofe personal y nutre las figuraciones de la novela de aprendizaje. La calamidad nos puede encontrar siempre a la vuelta de la esquina. Y el plan perfecto del profesor consiste en desmayarse en la clase y hacer que sus estudiantes se apiaden de él: “Si me despierto, me hago el dormido. Escucho: ‘Es Alejandro, el de lengua. Hay que salvarlo’”. Como la estudiante que quiere tatuarse una frase de poeta (“¡Qué cielo sin salida, amor, qué cielo!”), rescatar al profesor de lengua es salvar al hombre adulto; pero también es preservar, a pesar de la catástrofe y el frenesí, la posibilidad de darse una forma mediante una lengua poética.
Frenesí universal, adaptación de Frenesí del conejo universal, de Diego Materyn, dirección de Milva Leonardi y Román Podolsky, El Portón de Sánchez, Buenos Aires.
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