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Desde su magistral secuencia inicial, Chuva é Cantoria na aldeia dos mortos obliga al espectador a volver a hacerse esa pregunta con la que, cada tanto, el cine aguijonea la conciencia de los que insisten en sentarse frente a una pantalla en una sala a oscuras: ¿qué es eso que, desde una arrogancia que no termina de reconocerse a sí misma como miedo e impotencia, insistimos en nombrar como “la realidad”? Ihjãc, un adolescente miembro de la tribu de los Kraho, pueblo indígena de la selva amazónica brasileña, camina de noche por una selva que es una rotación indescifrable de luces y sonidos, en dirección al río donde va a mantener un “diálogo” con su padre muerto, quien le reclama ciertos deberes de su memoria hacia el reino de los que ya no están. El fuego que arde sobre el agua al final de esa comunicación es una imagen descifrada de las sucesivas capas dimensionales que, a lo largo del metraje, van a tratar de diferenciar el porvenir de Ihjãc de eso que su padre muerto insiste en señalar como su destino. Y justamente de diferenciar entre uno y otro se trata, porque el tiempo pasa a través del protagonista como un orden ensimismado en el que resulta difícil hacer pie.
Chuva é Cantoria… está hecha de percepciones y categorías que tratan la ficción como un comodín narrativo, esto es, una entre tantas tradiciones de la anécdota, perfectamente intercambiables entre sí y con la realidad. Pasar de un registro a otro implica trabajar el mundo de los vivos —el documental— para tratar de capturar el instante preciso en que este asimila la extrañeza propia de la tierra incógnita de los muertos, encrucijada técnica y narrativa que es presentada como un cuento de fantasmas desde el preciso momento en que Ihjãc, acosado por los difuntos, se enferma y viaja a la ciudad para ver a un médico que le extirpe el deber de luto permanente que le ha contagiado su excursión al río. El clima cautivante de Chuva é Cantoria… nace y se afianza en ese extraño equilibrio entre un muchacho que rehúsa o se incomoda frente al culto algo tenebroso que se le intenta imponer y su obstinada voluntad de afrontar la adultez con dignidades y valentías que crecen desde lo inesperado de las situaciones. Parado en medio de la vida, pero perdido y fascinado en una bruma onírica como si nunca hubiera podido dejar de mirar ese fuego ardiendo en el río, Ihjãc quiere despedirse de los muertos sin lastimar la memoria de esa respiración que ocupa espacio a su alrededor y lo acompaña desde la selva hacia la ciudad, enseñándole una lección que no puede ser aprendida con el reservorio insuficiente de paciencia que es característico de su edad. Ihjãc está creciendo, no lo sabe pero lo sospecha, y en esa unión entre materiales fúnebres ritualmente definidos y los seres que les dan sentido reverenciando el lado ominoso pero necesario de la vida, João Salaviza y Renée Nader Messora se cuelan con bienvenida audacia entre los directores que no buscan explicar o racionalizar el mundo, sino, apenas, capturar un par de imágenes que expliquen por qué este se mantiene unido por sí solo. Lo que ocurriría si esa realidad se rajara es lo que Chuva é Cantoria… insinúa en sus mejores momentos, esos en que no hay palabra que pueda describir lo que se siente viendo un fuego arder sobre el agua.
Chuva é Cantoria na aldeia dos mortos (Portugal/Brasil, 2018), guion y dirección de João Salaviza y Renée Nader Messora, 114 minutos.
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