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A estas alturas ya nadie duda de la versatilidad de Andrea Garrote, sobre y abajo del escenario. Con el unipersonal que la tiene ahora como protagonista, vuelve a confirmar su experticia tanto en el rol de actriz como en la faceta de dramaturga. La obra —codirigida por ella junto con Rafael Spregelburd— acciona en escena un dispositivo que permite la instauración de la ficción de una manera fluida: se trata del primer teórico sobre Michel Foucault que la titular de la cátedra, Claudia Pérez Espinosa, doctora en Sociología, brinda en una universidad pública (con pinta de Universidad de Buenos Aires) luego de una licencia forzosa. Los espectadores se convierten, entonces, en los alumnos y testigos privilegiados de los caminos y las derivas tomados por esta mujer que es, al mismo tiempo y paradójicamente, lúcida y frágil. O es quizás su lucidez la causa misma de su fragilidad.
Sometida al escarnio público por cierto asunto sucedido en el cuatrimestre anterior que se tornó viral gracias a las redes sociales, la veterana docente, al grito de “abandonen la materia”, blande las ideas del filósofo francés como dagas apuntadas a la comodidad intelectual del alumnado y lucha por su pundonor, su punto de honor, malherido por acusaciones de inestabilidad emocional, que no es otra cosa que un eufemismo para la locura. Entre citas de autores canónicos y desarrollos teóricos de conceptos densos, Pérez Espinosa cuestiona cómo el mundo entra en el lenguaje, cómo se construye la imagen de uno para el otro y para sí mismo y, haciéndose eco de Foucault, cómo los individuos son reproductores constantes (e inconscientes) de los mecanismos de poder.
El comprobado timing de Garrote para la comicidad (destreza verificable en ejemplos tan disímiles como Mi señora es una espía, aquella sitcom peronista que la tuvo como creadora y protagonista, en la actualidad devenida serie de culto, o como La estupidez, por nombrar sólo una de las obras de Spregelburd) se despliega en el escueto espacio escénico compuesto por un escritorio y una silla —y no mucho más—. La actriz hace un uso preciso para encontrar en él y en algunos otros objetos (la cartera atiborrada se transforma en un elemento central de la pieza), en el momento indicado, el apoyo necesario para la pausa, para el resalte o para el silencio en el derrotero de un monólogo locuaz e hilarante que se expande por más de una hora.
Frente a tanto teatro posdrámatico que abunda en el circuito independiente, con su relato fragmentado y tambaleante, su resquebrajamiento de la categoría de personaje, su hibridación con otros lenguajes artísticos, volver a la pura ficción, al drama con conflicto y progresión nítidos, al juego simple y empático que se establece entre una actriz y su público, sin más ayuda (ni menos) que la de un texto dramático sólido, parecería hoy un acto hasta rupturista. Esta es, en cierto modo, la propuesta y el logro de Pundonor. Por otra parte, siempre es divertido revivir en clave ficticia los avatares de un abrumador teórico universitario.
Pundonor, de Andrea Garrote, dirección de Andrea Garrote y Rafael Spregelburd, Hasta Trilce, Buenos Aires.
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