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“Quizá la muerte prematura de mi madre, pintora naïve, sus pinturas y utensilios que dejó para mi curiosidad de infans —es decir para el que no sabía hablar aún—, dio como resultado este afecto continuo o continuidad afectuosa y mi acercamiento de vigilámbulo hacia la obra de quienes quizás resumen mi encantamiento: Schvartz, Marcaccio, Stupía, Prior, Siquier, Aguirrezabala, Cambre, Kuitca”. Así comienza el nuevo título de Arturo Carrera: dejando asentado desde el prólogo que, para el poeta, la pintura es afecto, misterio, felicidad y motivación.
Distribuidos en cinco grupos (“Autorretrato”, “Autorretratos”, “Autorretratos continuos”, “Retratos de niños” y “Paisajes clandestinos”), los diez ensayos/artículos (denominados “disímiles notas” por el propio autor) constituyen una especie de espejo en el que se revelan la cualidad y la gravitación pictóricas de la obra de Carrera.
A partir de un texto meditado e intenso, que reflexiona sobre la relación entre el famoso autorretrato del Parmigianino y el poema de John Ashbery Autorretrato en espejo convexo, para, solapadamente, ver reflejada su propia poética, el libro concatena las estéticas de los artistas con los que el autor se ha vinculado a la largo de su vida y que han sido para él una fuente de energía permanente.
Detengámonos en este primer artículo. El Parmigianino pinta un autorretrato en un espejo convexo (en el cual la mano del pintor es prácticamente más grande que la cabeza) y, cuatro siglos más tarde, John Ashbery compra en una librería una reproducción del cuadro y decide escribir un poema a partir de él. Se detecta así la convergencia del pintor y el poeta en la voluntad de hacer del autorretrato “un espacio de introspección”, “un lugar continuo de memoria”. Lo que se plantea es por tanto la función del autorretrato ante la memoria y el tiempo. Leamos: “Sin duda el acto más o menos voluntario de escribir parece revestir la rara forma de un lugar o lugares de memoria, pero en todo caso el lugar de desvío constante que es cada palabra y cada verso y cada poema, en relación al gran teatro de la memoria, parece anticiparnos que el misterio está más en lo sinuoso y errátil de cada apropiación memoriosa que en lo detenido y ‘eterno’ de la repetición poética”.
Así las cosas, el espejo que importará el autorretrato no será simplemente un mero objeto reflejante, sino un punto de encuentro y de desvío para el retratado: “Es grato imaginar que el mito de Narciso enamorado del reflejo de sí mismo en las indiscretas aguas azogadas pueda establecerse como el primer autorretrato que haya obtenido de sí mismo el hombre”. El espejo, sugiere Carrera, tiene profundidad, hundimiento y, a la vez, elementos sinuosos y errátiles. Por eso viene a ocupar “el sitio de la analogía, de la metáfora, de la memoria” y en él se posa y se asienta “la imagen de un alma”. De ahí que la pintura y lo pictórico impliquen para el poeta una especie de espejo en el cual buscarse.
De este modo, desde el primitivismo y la avidez infantil recogidos en los cuadros de Marcia Schvartz hasta la levedad vaporosa aspirada en las acuarelas de Enrique Aguirrezabala, los artículos se sucederán mostrándonos las obras de los artistas visuales a través de los ojos del poeta (ojos de vigilámbulo) y cómo en cada una encontró un espejo, una imagen, una reflexión y un destello que alimentaron su vida y su poética.
Hay que destacar que el texto está atravesado por la ternura precisa que identifica al verso de Carrera (cuyo pasaje a la prosa es, por gracia, inevitable) y cuya cadencia es una de las principales causas que hacen del libro una pieza íntima, a la manera de un diario, y esclarecedora como todo buen poema: “Creo que la idea era trazar —con toda la precariedad con que puede hacerlo un niño de cuatro años— una especie de carta. Dibujar, para mi madre, una carta”.
Arturo Carrera, Anch’io sono pittore!, Mansalva, 2019, 80 págs.
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