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Soy un disfraz de tigre. Acto I

Cecilia Szalkowicz

ARTE

Si se puede definir a las artistas por sus obsesiones, la obra de Cecilia Szalkowicz tiene dos bien visibles, destacadas y duraderas: la moda y los dispositivos de exhibición. En sus fotografías suelen verse trajes, prendas, guantes y otros accesorios, pero también poses y un sentido de la iluminación decididamente teatral que es inevitable asociar con las revistas de moda que nos llegan, o nos llegaban, de Europa y Estados Unidos. La vacilación temporal no quiere ser un comentario sobre nuestra realidad económica: Szalkowicz parece tener una preferencia por materiales ligeramente arcaicos, que ya han pasado el test del tiempo. Por otro lado, y con dedicación igualmente vigorosa, se ha volcado a lo largo de su carrera a probar metódicamente los dispositivos de exhibición disponibles, sea para explorar sus bordes, decretar su agotamiento o auspiciar la fundación de nuevas plataformas. El cuidado que dedica a la elección de sus objetos nunca supera el que se observa en el modo de mostrarlos. Szalkowicz suspende así la distinción operativa entre contenido y forma, y nos obliga en el camino a verlo todo como por primera vez. Acaso por esto mismo sea difícil definirla. No es una fotógrafa, no es una escultora, no es una diseñadora. Es una artista que piensa a partir de la disposición de imágenes en el espacio. En el sentido más literal. La hemos visto disponer sus fotos en fila como cadetes en la escuela. Jugar con el tono y el brillo de sus impresiones. Recortar sus marcos. Entronar fotos en muebles. Iluminar objetos en un relampagueo de flashes en una instalación que llevaba las ciencias naturales al Teatro Negro de Praga. El término que viene a la boca es, fatalmente, artista conceptual. La definición no le hace justicia a una obra que en un mundo ideal tendría su coronación en el diseño de los trajes de Balenciaga que vestían las moscas que hacían rancho en el bigote de Dalí.

Hace tiempo que las dos obsesiones de Szalkowicz hacen máquina. Pero lo que ofreció en la presentación de su muestra en la fotogalería del Teatro San Martín fue equivalente a un choque de planetas. Inspirada por la moda y decidida a encontrar modos de exhibición refrescantes, o mejor, desautomatizantes, Szalkowicz presentó un desfile de fotos. Sí. UN. DESFILE. DE. FOTOS. ¿Cómo no se le ocurrió a nadie antes?

El hall de la sala Casacuberta estaba a oscuras. Los primeros ruidos de un track dramático y acerado de Depeche Mode (“Christmas Island”, 1986), sintonizados con el parpadeo nervioso de los tubos al encenderse, dieron la señal de largada. El tecno sombrío, cortesía de los fantásticos Carisma, invitó primero a uno, después a dos, tres y más, ¡muchos más modelos! a descender con garbo anémico las despampanantes escaleras diseñadas por Mario Roberto Álvarez y Macedonio Ruiz en los sesenta. En su andar displicente sostenían las fotos que serán parte de la muestra, en diálogo gozoso con el rojo shocking de las alfombras, el brillo de los metales dorados, los destellos del mármol y las superficies vidriadas. Las fotos abrevan en el catálogo clásico de Szalkowicz: un conjunto de motivos tomados del surrealismo, el cine noir y la moda vista por Man Ray, entre otros arcones, que a esta altura constituyen algo así como su alfabeto. En esta ocasión, lo que desmelena al espectador no son las fotos en sí —diáfanas fotos de floreros, siluetas, manos—, sino la perfo: el ir y venir de los modelos en sincro con el vuelo rítmico de los dj, coreografiados con exactitud glacial por la artista y ataviados con prendas monocromas. Al final, como en todo desfile, los modelos hacen una ronda de despedida en la que puede vérselos juntos sosteniendo sonrientes las obras que custodian. Nos faltó el saludo de cierre, algo que ni Yves ni Karl se habrían perdido.

En breve, Szalkowicz pone en escena una relación entre arte y moda muy simple, pero poco explorada: ni la fatigada ocurrencia de intervenir una prenda con la imagen distintiva de un artista (iniciada venerablemente en la colaboración entre Dalí y Elsa Schiaparelli); ni la tentación mimética de reproducir diseños y modelos, sea en la obra (algo que la pintura y la fotografía han hecho hasta el cansancio), sea en el artista mismo (cincelado a semejanza de las imágenes publicitarias, como Cindy Sherman). No. Lo que Szalkowicz toma de la moda es su dispositivo de exhibición más arcaico y a la vez más propenso al espectáculo, el desfile, refuncionalizándolo para que saque al arte de su encierro en la galería y el museo. Así, la obsesión de las vanguardias por llevar el arte a vida llega al desborde y alcanza su Everest en esta intervención: las fotos dejan literalmente las paredes y se pasean por el espacio racionalista del teatro. Pero esta literalización no agota el impulso de avanzar sobre la vida. Porque Szalkowicz no se contenta con hacer del desfile soporte de su obra; hace del desfile mismo obra, controlando con exactitud glacial los pasos de los modelos, el ritmo de su descenso, la caída de las prendas, la alternancia de los colores y el beat de la música, en una verdadera Gesamtkunstwerk que la aleja de los gestos intermitentes, de corte mágico, de las vanguardias más voladas (el surrealismo, dadá) para acercarla al propósito de diseñar la vida propio de vanguardias más institucionalizadas como la Bauhaus. Y no es difícil al ver este desfile y al detenerse en la vestimenta, en la coreografía, en la música, en el juego de espejos que se produce en escena, imaginar, o directamente desear, una colonización Szalkowicz de la vida cotidiana: una remodelación total, utópica, de todo lo que nos rodea (tazas, gafas, guantes, sombreros, sillas, lámparas, casas, rutinas) bajo la elegancia severa de la batuta de Cecilia.

 

Cecilia Szalkowicz, Soy un disfraz de tigre. Acto I, Teatro General San Martín, Buenos Aires, 1 de octubre de 2019.  Soy un disfraz de tigre. Acto II inaugura el miércoles 16 de octubre en la Fotogalería del Teatro General San Martín y dura hasta el 29 de febrero de 2020.

 

Imagen: fotografía de Manuel Pose Varela.

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